“El único encanto del pasado consiste en que es el pasado”
Oscar Wilde
Se dice que no hay corazón más inglés que el de Ricardo Corazón de León. Lamento descorazonarlos: Ricardo era más francés que inglés. Fue criado en Francia y educado como un caballero francés. Se expresaba correctamente en francés y no tan bien en la lengua del país sobre el que reinaba. Casi no vivió en Inglaterra. De los diez años que debió gobernar, solo estuvo pocos meses entre sus súbditos (quizás, de allí, su popularidad). Dejó en manos de su hermano Juan Sin Tierra la odiosa tarea de gobernar el reino. El pobre Juan (y lo de pobre es con doble sentido) se vio obligado a cargar a sus súbditos con onerosos impuestos para satisfacer las veleidades belicosas de Ricardo en Tierra Santa y, cuando creyeron que estas habían llegado a su fin, Ricardo fue tomado prisionero.
Juan debía juntar ciento cincuenta mil piezas de plata para pagar el rescate del Corazón de León, cautivo del duque Leopoldo de Austria, su antiguo aliado. A tal fin, aumentó una vez más los impuestos sobre sus súbditos, pero lo hizo de forma tan desproporcionada que suscitó la furia de los señores ingleses (nada más excitante para despertar el patriotismo y ansias “libertarias”, que despotricar contra los impuestos). Obviamente, los caballeros ingleses se quejaron amargamente por este atropello y, años después, ya muerto Ricardo, le impusieron a Juan la Carta Magna. Ningún rey podía cumplir con sus deseos sin consultar antes con sus súbditos. Para hacer la historia más épica y menos materialista, inventaron la leyenda de Robin of the Hood, controvertido paladín que caminó por la “verde Inglaterra” ‒al decir de Borges‒ un siglo antes que Juan la gobernara.
Después de sus aventuras en Jerusalén, Ricardo retornó a Inglaterra. Poco se quedó en el país que debía regir. Murió en 1199 mientras guerreaba en Francia para recuperar sus posesiones, alcanzado por un dardo envenenado durante el sitio de Châlus Chabrol. El ballestero que lo hirió, Beltrán de Gurdon, fue apresado e indagado por el mismo rey Ricardo. En su lecho de muerte, perdonó y liberó a su asesino.[1]
Ricardo pidió ser enterrado junto a su padre, Enrique II, en la abadía de Fontevraud. Su corazón leonino fue cedido en gratitud al pueblo de Rouen, que tantos gratos recuerdos le había dado. En cambio, sus vísceras fueron enterradas en Châlus, como un insulto póstumo al lugar que lo había visto agonizar.
El corazón fue guardado en un recipiente de plata. Esta caja sería posteriormente donada para juntar el rescate que los sarracenos pedían por san Luis de Francia. Durante la Revolución francesa, la abadía de Fontevraud fue saqueada y el corazón estuvo extraviado hasta 1838, fecha en la que fue reencontrado y atesorado en el museo local.
Quizás celosos por haber sido relegados en esta repartija de partes anatómicas, durante el siglo XIII, los británicos comenzaron a mostrar un receptáculo en la capilla All Hallows de Londres, donde decían que reposaba el corazón de Ricardo. Eduardo I de Inglaterra estaba convencido de este hecho, a punto tal que pidió una dispensa papal que garantizara una indulgencia plenaria para todos aquellos que contribuyeran al mantenimiento de esta capilla cardíaca.
En 2006, se estudió el músculo cardíaco de Ricardo (obviamente, el que está en Francia) y se comprobó que estaba conservado en incienso. La razón por la que se usó material ‒tan raro y caro para la preservación de vísceras‒ radicaba en los conocidos pecados de la carne de Ricardo (pecados de homo y heterosexualidad) y, por eso, debía pasar un tiempo en el purgatorio (treinta y tres años según los entendidos). La idea de usar este incienso con olor a santidad podía acortar su estadía en lugar tan ingrato y acelerar su llegada a los cielos.
Los despechados ingleses no creen que este sea el corazón de su rey, aunque algún día deberán reconocer que el corazón más inglés de los ingleses descansa entre sus queridos franceses.
[1]. Posteriormente, uno de los lugartenientes de Ricardo lo apresó y lo hizo colgar.