El argentino que intentó evitar la Segunda Guerra Mundial

Eduardo Labougle fue embajador ante la Alemania de Hitler hasta julio de 1939, apenas un par de meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial.

Su posición dentro de los círculos de poder más importantes de Berlín era de tal importancia que, a sabiendas de la partida del diplomático argentino, se organizaron múltiples recepciones y agasajos para despedirlo. Habían sido más de siete años de permanencia ininterrumpida.­

Una de aquellas fastuosas reuniones de despedida se celebró nada menos que en la casa particular del Viktor Lutze, que era el jefe de las tropas de asalto SA. Y como la alta consideración por Labougle no era un atributo exclusivo de algunos jerarcas nazis, aquella velada concurrieron a la cita los embajadores más importantes de las potencias occidentales.­

Era la noche del 28 de junio de 1939. Checoslovaquia había sido desmembrada y Europa era un enorme polvorín a punto de estallar. Los blindados alemanes amenazaban con arrasar a Polonia si esta no cedía a las exigencias de Hitler.­

Pasada la medianoche, Labougle y su esposa decidieron retirarse. El embajador de Francia, Robert Coloundre, aprovechó el movimiento y se dispuso a abandonar la casa de Lutze, uniéndose al argentino en la retirada. Cuando ambos representantes se acercaron al anfitrión para anunciar su partida, éste pidió al argentino encarecidamente que permanecieran un rato más en su casa, como grandes amigos que eran, pues era la última vez que estaba allí.­

Así se formó un pequeño cónclave en el vestíbulo de la gran mansión, integrado por personalidades de ambas facciones de naciones en pugna. A continuación vino lo más trascendental de la noche. En momentos en que Francia vislumbraba como muy posible ingresar prontamente en una sangrienta guerra con la poderosa Alemania nazi, Lutze se despachó con la siguiente frase:­

“Con hombres como Labougle, francos, sinceramente cordial y comprensivo, sin esas sutilezas de la diplomacia, se puede discutir cara a cara cualquier asunto“.Ante la muy atente mirada de Coulondre, Lutze prosiguió: “Es necesario sentarse frente a frente, hablar virilmente y verá que todo se arreglará. Yo hablo como ex combatiente en el frente durante la guerra pasada”

“Yo también soy ex combatiente”, replicó Coulondre, pálidamente sorprendido por las exteriorizaciones de Lutze, intuyendo de inmediato que aquel informal y premeditado cónclave estaba hábilmente destinado a abrir un canal de comunicación entre Alemania y las potencias occidentales que permitiera, tal vez, evitar lo que se vislumbraba ya como inevitable.­

“Tanto mejor”, fue la réplica de Lutze, siempre bajo la atenta mirada del embajador de Argentina. Y mirando firmemente al embajador de Francia agregó: “Nosotros podemos hablar como ex combatientes; y todo se puede arreglar; nadie quiere la guerra, hay que dejar las formas diplomáticas, hay que hablar humanamente, de hombre a hombre. Venga a verme cuando quiera; ya hablaremos”. “Esto no quiere decir que si estallase la guerra no sería yo de los primeros en partir; pero yo sé lo que es sufrir, yo he pasado miserias; no teníamos casi que comer”.­

Couloundre y su gobierno dudaban terriblemente. Por un lado no deseaban negociar con un gobierno, el nazi, que había dado sobradas muestras de no respetar acuerdos anteriores. Pero a su vez temían profundamente a una guerra brutal y sangrienta que se llevaría miles de vidas jóvenes.­

El embajador de Francia decidió recurrir al hombre que parado junto a él había participado de aquella charla informal que aun podía dar esperanza al mantenimiento de la paz en Europa: el argentino Eduardo Labougle.­

Temprano a la mañana siguiente, 29 de junio, tres días antes de la partida del diplomático, sonó el teléfono de la Embajada de Argentina. Un conmovido Coulondre pedía ver de inmediato a su par sudamericano en audiencia privada.­

Allí estaba el embajador de Argentina, a tres días de abandonar su puesto, sentado frente al representante de una de las potencias occidentales que se proponía hacer la guerra a la Alemania nazi apenas Hitler lanzara sus garras sobre Polonia, con su alta estima y categoría dentro del círculo diplomático incólume. Coulondre pedía sin rodeos a Labougle su opinión sobre si Francia debería o no tomar seriamente la propuesta dialoguista de Lutze; y si en caso de hacerlo esto no sería visto como un acto de debilidad.­

El embajador argentino no compartía los temores de su par galo; o tal vez albergaba peores con respecto a la amenaza sangrienta que amenazaba el continente todo. Lo cierto es que instó a Coulondre a que aceptara el salvoconducto.­

Mientras Francia dudaba, este asunto llegó a oídos de importantes diplomáticos de otras naciones, que se hallaban hondamente alarmados por una carrera que solo conducía a la guerra. Esa misma tarde llegaron al despacho de Labougle el embajador de Bélgica y el ministro representante de Holanda. Ambas naciones se habían dado cuenta de la trascendental charla de la noche anterior entre Coulondre, Lutze y Labougle. Presas del desvelo que les producía la perspectiva de una cruenta contienda, insistieron en que se trataba de una ocasión inmejorable para evitar el desastre que no debía dejarse pasar.­

Labougle jugó sus cartas a favor de aquella propuesta que se presentaba a último momento para desarticular el reloj de la bomba que se había montado sobre Europa. Sin embargo Coulondre siguió dudando; Francia toda siguió dudando, apagando esa tenue luz de esperanza encendida aquella noche en casa de Lutze y avivada por el embajador de Argentina.­

Pocas semanas después, el 1 de septiembre de 1939 el mundo cambiada para siempre. Hitler invadía Polonia y estallaba la Segunda Guerra Mundial. No morirían miles sino millones.­

 

Libro recomendado: En el ojo del huracán: Misión en Berlín del embajador argentino Eduardo Labougle Carranza (1932-1939) de Julio B. Mutti.

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