En la plaza Florentino Ameghino (Caseros y Monasterio) hay una estatua a la que pocos se acercan. Aquellos que se aproximen verán una lista de nombres entre los que se incluyen los médicos que se quedaron a luchar cuando la Fiebre Amarilla asoló Buenos Aires en 1871.
Entonces solo era una gran aldea (150.000 a 160.000 habitantes) pero la epidemia mató a 14.000 personas, la mayor parte inmigrantes italianos hacinados en conventillos. A los primeros casos de la fiebre aparecidos en febrero de ese año, no se le prestó mucha atención. Podría ser cualquier enfermedad. Fue justamente, un muy joven Eduardo Wilde quien dio la alarma. Además de médico, que había conocido las durezas de la guerra en el Paraguay, usaba su escaso tiempo libre para ejercer el periodismo, donde daba rienda suelta a su humor e ironía. Su tesis sobre el hipo, hizo historia. Mientras sus compañeros de facultad hablaban de extraños síndromes y novedosas técnicas quirúrgicas, Wilde se explayó sobre este fenómeno físico al que no todos le prestaban atención. Entonces, no sabía que un año más tarde el hipo – ese espasmo del diafragma – se convertiría en un signo ominoso para los pacientes infectados por el virus de la Fiebre Amarilla. Las autoridades de la universidad premiaron su trabajo.
Wilde había nacido en Tupiza, Bolivia, adonde su padre debió refugiarse por haber servido como oficial de las fuerzas unitarias. Allí fue bautizado bajo el nombre de Faustino que con los años fue mutando al Eduardo con el que pasó a la historia. Urquiza compensó los pesares del coronel Wilde becando la educación de su hijo en el Colegio de Concepción del Uruguay, donde conoció a otro hijo de un guerrero de la independencia y soldado del unitarismo, Julio Argentino Roca. Ambos estrecharon una sólida amistad que se afianzó con el pasar de los años.
Mientras estudiaban medicina en Buenos Aires, Eduardo se mantuvo ejercitando su aguda y elegante pluma en el periódico satírico “El Mosquito”, bajo el pseudónimo de Bambocha.
Con pocos meses de recibido, pero una larga experiencia adquirida como practicante en los esteros guaraníes, prontamente reconoció los signos y síntomas de esta enfermedad y advirtió al público por los periódicos. Al conocerse la noticia cundió el pánico en la ciudad. De los 150.000 habitantes casi la mitad buscó refugio en los pueblos cercanos, incluido el presidente Sarmiento, que huyó a Chivilcoy. El vicepresidente Adolfo Alsina también abandonó Buenos Aires. Todo el mundo huía de “las miasmas” de la ciudad, creyendo que la enfermedad se transmitía por contacto. Entonces desconocían que un mosquito era el vector del virus de la Fiebre Amarilla.
Muchos médicos buscaron la seguridad que otorgaba la distancia y solo 60 profesionales dirigidos por una comisión conducida por el abogado y masón, José Roque Pérez, libraron la batalla contra esta enfermedad que sembró la muerte en la ciudad, a punto tal que cambió su fisonomía.
El Parque Florentino Ameguino donde hoy se alza la estatua que homenajea a estos médicos, era el Cementerio del Sud. Cuando la capacidad del Cementerio del Norte (Recoleta) se vio rebalsada, se creó el Cementerio del Oeste, hoy conocido como Chacarita. Después de la peste las clases pudientes se trasladaron de San Telmo al norte en las vecindades de Retiro. La Gran Aldea iba camino a convertirse en la gran urbe que hoy conocemos.
Incansablemente pelearon estos médicos asistidos por policías, sacerdotes y voluntarios. Wilde pasó noches sin dormir, como lo hizo el doctor Muñiz con 71 años a cuesta, como lo hicieron los hermanos Argerich (inmortalizados en el cuarto de Blanes) y Caupolicán Molina, amigo de Wilde muerto durante la epidemia.
A Wilde, jamás le fue perdonada la osadía de imponer el laicismo en el país. Fue vituperado, sus palabras tergiversadas, fue acusado de corrupto y hasta de cornudo, pero sobretodo fue castigado con el olvido. Solo un pequeño pasaje en CABA lo recuerda (el partido que lleva su apellido alude a su tío, un notable escritor de las costumbres de los porteños).
“No hay duda que factores oscuros han enturbiado la gloria de Wilde”, escribió Florencio Escardó, conociendo su trayectoria como pensador de la generación del 80´, que elevó a Herbert Spencer, al darwinismo y al positivismo como referentes de una época. Estos hombres de ciencias y letras crearon los cimientos necesarios para el progreso de una nación.
Wilde fue altruista sin vanagloriarse, caritativo sin necesidad de exigencia religiosa. Sabía de esplendores y desgracias, de vanidades y venganzas, de glorias mundanas y desagradecimientos… por tal razón a este injusto olvido, Wilde lo vería con una sonrisa resignada, ya que conocía el alma de los hombres y su ignorancia teñida de dogmatismo y obsecuencia.
Para Eduardo Wilde, como muchos de los médicos que siguieron su senda, la vida parecía una broma cruel que a pesar de su complejidad e incertidumbre merece ser disfrutada hasta su último aliento.