Don Fructuoso Rivera, el hijo de la Revolución

Fructuoso Rivera llegó a este mundo en fecha incierta, pero los más coinciden en afirmar que nació en el año 1784, un 27 de octubre, día que el santoral consagra a San Fructuoso Confesor, aunque otros digan que fue un 17. Lo cierto es que nunca se encontró su partida de nacimiento.

Fructuoso era el fruto (vale aquí la expresión) del matrimonio entre Pablo Hilarión Perafán de la Ribera Bravo, natural de Córdoba, y Andrea Toscana Velásquez, porteña. El padre se hacía llamar Pablo Ribera, pero el tiempo y los vaivenes de la ortografía —por entonces anárquica y caprichosa— convirtieron la “b” de los Ribera en la “v” con la que hoy escribimos su apellido.

Al parecer, el matrimonio Rivera-Toscana se afincó en San Isidro, al norte de Buenos Aires, lugar donde nació Julián, el hermano mayor de Fructuoso. Recién quedó registrado el paso de esta pareja por la Banda Oriental en 1778, cuando bautizaron a una esclava en el templo de Las Piedras. Allí se afincaron y ese sería el lugar donde habría nacido Fructuoso. Lo poco que se sabe con certeza de esos primeros años es la sucesión de vástagos de la familia. Al ya mencionado Julián, le siguieron Teodora, Agustina, Ignacia, Félix José, Fructuoso, que era el sexto, y por último las hermanas Francisca y María Luisa, madre esta última de Bernabé Rivera, el leal lugarteniente de Fructuoso.

Se suele afirmar que Bernabé nació de la unión entre María Luisa y un tal Alejandro Duval —oficial artiguista fallecido en una emboscada en 1819—. Criado en la casa de sus abuelos, algunos señalaban a Bernabé como el hermano menor de la familia, para evitar la vergüenza de esta relación, que al parecer, fue impropia. La confusión se prolongó por boca del mismo Fructuoso, que en más de una oportunidad lo llamó “hermano”.

Pablo Rivera había adquirido estancias en Carreta Quemada y Chamizo, además de poseer tierras en Rincón de Averías y sobre el Río Negro, por entonces zona de frontera, tierra hostil y salvaje, sometida a las irrupciones de los charrúas y portugueses. También eran dueños de campos en San Luis y del Hospital, en los confines orientales de la provincia. El conjunto de las propiedades familiares totalizaba 280.000 hectáreas, extensión que convertía a Rivera en uno de los más importantes terratenientes de la Banda Oriental. Don Pablo, además de hacendado fue comerciante, alcalde de la Santa Hermandad y juez comisionado del departamento de Durazno. Como alférez de Milicias no era extraño ver a Pablo combatir a cuatreros y bandoleros, siempre escoltado por su escuadrón de dragones, dispuestos a pelear por este hombre hecho a las fatigas de las tareas rurales.

Fructuoso recibió escasa educación formal. El maestro José Bonilla le enseñó los rudimentos de la escritura en la escuelita de Peñarol. Al parecer, el padre tenía la intención de que Fructuoso completase su educación en España, y a tal fin lo aprestó para un viaje de instrucción en compañía de Luis Eduardo Pérez. Pero la idea de abandonar su hogar y las tareas camperas en las que descollaba, enfermó al joven Fructuoso. Para él, nada tenía sentido lejos del terruño.

Por propia elección su vida fue la de un estanciero oriental, curtido en el rudo trato de la hacienda y de los hombres. Era una época para predicar con el ejemplo, única forma de ganarse la voluntad del gauchaje y de imponerse a la adversidad. Don Frutos se hizo hombre trabajando como uno más de sus peones, y se hizo jefe mostrando que era más hábil que los demás. De joven se destacaba entre sus pares por su resistencia y sus dotes de hombre de a caballo, aunque su fuerte no radicaba en la brutalidad sino en la astucia. Nadie le ganaba en picardía, en gracia y rapidez de pensamiento.

Era de carácter afable, simpático y ganador con las mujeres. Se sentía cómodo entre los humildes, pero poseía la rara capacidad de alternar con personas de todos los estratos sociales sin desentonar, una característica que le sería de suma utilidad en el futuro.

Fueron esta lucidez y este don de gentes los que le ganaron un lugar en el mundo después de la precoz muerte del mayor de los hermanos, Félix, un joven que —a diferencia de Fructuoso— no había renunciado a una educación superior. Era estudiante de leyes en la Universidad de Córdoba.

Después del Grito de Asencio, Félix, secundado por Fructuoso, reunió a un grupo de criollos que poblaban la estancia familiar entre los ríos Negro y Yi, para combatir a los realistas. Los hermanos, junto a Juan Vicente Báez y Bartolomé Quinteros, encabezaron la partida hacia Maldonado. Quiso la suerte que el mayor de los Rivera cayera malherido en las sierras de Minas.. El joven Fructuoso, aunque dolido por el deceso de su querido hermano, no por eso cejó en sus intenciones. Al contrario, la muerte de Félix acicateó el patriotismo naciente y empujó al joven Fructuoso a colocarse al frente de estos hombres. Junto a Venancio Benavides participó en la toma de Colla, acaecida el 20 de abril de 1811.

De una atropellada, Rivera y los suyos se apoderaron del pueblo. El alférez español, Pablo Martínez, capituló sin ofrecer resistencia. Fructuoso celebró esa noche la victoria con sus gauchos. Era su momento de gloria, la suerte le sonreía… La rendición de Colla le pareció grandiosa, pero fue un punto minúsculo en la carrera que el joven oficial iniciaba en forma auspiciosa.

Lo cierto es que la campaña oriental se levantó espontáneamente, como siguiendo una voz interior, un grito que se dispersaba sobre las cuchillas y los arroyos y seguía el curso de los ríos y los senderos. Aquí y allá surgían los nombres que acompañarían a Rivera a lo largo de su vida; los hermanos Oribe, Fernando Otorgués, Manuel y Antonio Lavalleja, eran parte de este coro de la tierra que entonaba cánticos de libertad. Sobre ellos fue tomando altura la figura de Artigas, ausente de la tierra oriental durante el Grito de Asencio, pero que volvía a tiempo de Buenos Aires con órdenes de la Junta para organizar la empresa, subordinado al mando del general Manuel Belgrano.

El general abogado se reponía en Mercedes de la fracasada campaña al Paraguay, pero a los pocos días debió partir rumbo a la capital del Virreinato, reclamado por los jefes de la Revolución de los Orilleros (5 y 6 de abril de 1811) a fin de rendir cuenta por sus desventuras militares.

El prestigio de José Artigas lo convirtió en el jefe natural de las milicias orientales, mientras José Casimiro Rondeau asumía el mando del ejército porteño.

De Colla se dirigió a San José y en Paso del Rey se enfrentó con éxito a los godos. Días más tarde, su tropa de gauchos se unió a las milicias que comandaba Artigas. Fructuoso sólo conocía de mentas al capitán de blandengues, cuyo nombre era proverbial en la campaña y especialmente en la frontera, donde por años fue sinónimo de ley.

Fructuoso (o Fructoso, como escribía su nombre) era un hombre de su tiempo y tuvo el don de percibir casi intuitivamente la metamorfosis política que se proyectaba sobre estas tierras. Eran tiempos de cambios, en los que esa sociedad buscaba a los hombres que habrían de conducirla a través de las borrascosas revoluciones, las mismas que asolaron a toda América, a lo largo y ancho de su geografía. Y este jovencito, a pesar de su corta edad, perfilaba como constructor de ese destino. Los caminos de la Revolución no siempre habrían de ser épicos ni gloriosos, apenas un largo sendero zigzagueante plagado de derrotas, desavenencias y unos pocos momentos en los que se saboreaba las mieles del éxito, un exótico e infrecuente manjar

Para Fructuoso, la guerra era sólo un juego, la muerte una aventura lejana y el coraje, una sonrisa que esbozaba con displicencia ante el peligro. Dos caballos le mataron de entre las piernas, y dos veces debió reponerse a la rodada, pero el jovencito volvía al combate. Artigas posó sus ojos en ese valiente y pensó que con cien hombres, en poco tiempo habría de tomar Montevideo.

Finalizada la batalla de las Piedras, Artigas llamó a su lado al alférez, y con voz solemne le comunicó que de ahí en más sería el capitán Fructuoso Rivera de las milicias orientales. Al jovencito se le iluminó el rostro con una gran sonrisa.

La familia Rivera pagó cara su vocación libertaria. No sólo debieron sufrir la pérdida de un hijo y el destino incierto de otro que se jugaba la vida en cada combate o entrevero, sino que el mismo don Pablo fue perseguido por defender sus ideas independentistas y encerrado en las lúgubres mazmorras de la Bóveda, en la Fortaleza de San Felipe, de donde escapó a tiempo para unirse al éxodo oriental, el penoso camino del exilio autoimpuesto por un pueblo en busca de su autodeterminación.

El matrimonio Rivera, con hijas, yernos, nietos y dieciséis esclavos, transportando en siete carretas lo poco que podían llevar consigo, tomaron el largo camino al Ayuí. Fructuoso era parte del ejército que protegía el penoso desfile de los patriotas del hostigamiento de los realistas. Con este sacrificado pueblo oriental, Rivera compartió las cortedades de “La Redota” y la espera en tierras entrerrianas.

Estos son los primeros años del hombre que sería el primer presidente de un país que entonces era un sueño lejano, casi un fantasía.

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