Dave Matthews sale al escenario en medio de los acordes del piano que preparan la ceremonia. Es una noche despejada y calma en el Central Park… sólo hasta ese momento. Stefan Lessard en bajo, Carter Beauford en batería, Boyd Tinsley en violín, LeRoi Moore en saxos y Butch Taylor en los teclados van acoplándose de a poco, preparándose para lo que será una tormenta incontenible de emociones y escalofríos a lo largo de casi tres horas. Dave Matthews Band está ante una noche de gloria.
El concierto es a beneficio de la Fundación para las Escuelas Públicas de New York, y la mayoría de los temas que serán interpretados en el mismo, ya consagrados como clásicos por los fans, son de los tres primeros discos de la banda (Under the table and dreamings, 1994; Crash, 1996; Before these crowded streets, 1998).
Dave lleva puesta una simple camisa gris, que cuatro canciones después ya estará empapada por su transpiración, un par de jeans y botas gastadas. Y su guitarra acústica, claro. Parece uno más. Pero no lo es. Es el líder y compositor de una banda diferente a todas.
Dave mira de reojo a las miles de personas ansiosas, hace un rictus con el extremo derecho de su boca y, luego de un medio giro coincidente con cuatro suaves chasquidos de los palillos de Carter, la banda inicia la primera descarga brutal, impiadosa y extásica de una música contundente, original y sublime que dejará a una multitud estremecida y sin posibilidad alguna de olvidar lo que presenciarán a lo largo de la noche. “Don´t drink the water” dice, canta y grita Dave, comenzando con esa dramática canción (un mazazo apocalíptico y oscuro) una sucesión de obras maestras que durará más de dos horas y media.
Dave Matthews Band es una banda inclasificable. No es rock, no es blues, no es country, no es jazz, no es funk, no es pop, no es música étnica. Es todo eso, sin embargo. No tiene siquiera dos canciones parecidas. Dave Matthews no es un cantautor que corresponda al género de la canción popular norteamericana, denominado folk o country music, de la línea más tradicional; tampoco es un transgresor, como lo fueron en su momento Bob Dylan o Neil Young, ni un modernoso que incorporó a su estilo otro tipo de elementos menos tradicionales. No. Dave Matthews es especial. Escapa a esos parámetros. Con una banda de elevadísimo nivel técnico, Dave Matthews es el comandante de una experiencia musical electrizante. El eje de semejante despliegue y responsable en gran parte del poderoso sonido que la banda adquiere en vivo es su baterista, el virtuoso Carter Beauford, quien mantiene el groove de la banda y sostiene un perfecto diálogo musical con el bajista Stefan Lessard para brindar una tremenda propuesta en escena, junto al increíble talento de Boyd Tinsley en violín, y sin caer en ciertos lugares comunes de la estrella de rock que no hace más que exhibir y abusar de ciertas destrezas técnicas pero escasa musicalidad.
Con una banda de esta calidad debe resultar una tarea más que compleja regular el espacio para que cada músico pueda explayarse a sus anchas, sin perder el delgado hilo por el que circulan las canciones, que transitan por momentos melódicos sutiles tanto como por tormentas musicales atronadoras; aires de blues, de música country, aproximaciones armónicas y tímbricas del jazz y del funk, pero todo ejecutado con el ímpetu candente de una verdadera banda de rock. Podría decirse, incluso, que Dave comete un “error” poco común en estos casos: es complaciente en exceso con los colegas de su banda. Por momentos el show de los solos se apodera de todo, y Dave es quizá el instrumentista menos virtuoso de la banda. Pero eso no importa. Al menos a él, seguro que no.
“So much to say” ataca como segundo tema. El verbo es pertinente: aquellos habitués de conciertos que esperan del segundo tema un pequeño “descansito” luego del emocionante comienzo, se encuentran en cambio con unos acordes estridentes del saxo barítono de LeRoi Moore, que anuncian que empieza un tremendo tema que mezcla funk y jazz con igual calidad. Es imposible no conmoverse, LeRoi y Carter se lucen especialmente en un dueto virtuoso y todo se conecta con “Too much”, que redobla la apuesta y sube hasta el éxtasis el ritmo y la intensidad.
Estos primeros tres temas ya valen la entrada. Ya uno podría haberse ido a su casa satisfecho. Pero Dave (que habla poco pero muy amistosamente, empatizando en forma inmediata con todo el público) cambia totalmente el clima y arranca con “Granny”, una canción dedicada a su abuela que es una delicia extraordinaria que tensa la piel (ya se erizará más tarde), que tiene dos ritmos bien diferentes dentro del mismo tema (otra de las características de esta banda), y luego pasa a “Crush”, un tema intimista, que logra algo nada frecuente: que una especie de balada romántica sea, a la vez, potente.
“When the world ends” es un tema romántico y oscuro a la vez, teñido de un cinismo destinista, y enlaza con “Dancing Nancies”, una joya musical en la que el violín de Boyd Tinsley hace maravillas y le da un dramatismo creciente hasta que llega al precipicio y engancha con “Warehouse”, clásico de clásicos, una insuperable mezcla de rock y guajira, en la que el violín le da dramatismo al primero y el violín también (pero tocado magistralmente por Boyd como una miniguitarra) es la base de la segunda. Es un punto de máxima calidad y emoción, y al terminar estalla una ovación impresionante. Pero la ovación tiene que detenerse, porque como para redoblar (a esta altura triplicar, diría yo) la apuesta, Dave arranca casi sin intervalo con “Ants marching”, un verdadero himno, una especie de marcha, festiva (aunque la letra es casi sobre la alienación cotidiana), estridente, de altísima sonoridad y que es imposible no acompañar saltando. Como si gritaran dos goles seguidos de su equipo, los fans ya están extasiados.
Como para bajar la excitación, sigue “Rhyme and reason”, indescifrble tema caótico y críptico, y luego otro clásico: “Two step”, un tema extraordinario que va y viene en intensidad, que parece un concierto en sí ya que tiene tres movimientos breves y bien diferentes. Como en todos los temas, los lucimientos individuales se hacen notar: primero el solo de piano de Taylor, yendo de escala en escala con una melodía de base preciosa; luego el impresionante Boyd en su violín, dando cátedra de virtuosismo, luego LeRoi y finalmente Carter en batería, tocando con sus guantes blancos, mascando chicle y con una sonrisa en el rostro que jamás desaparacerá. El tema va diluyéndose hasta el silencio final. Un par de segundos después, aparentemente repuesto, el público comienza uncrescendo de aplausos estilo tsunami que no se detendrá hasta el acorde inicial de “Help myself”, un tema de transición hacia otro punto altísimo del concierto.
Entonces sube al escenario el único músico invitado de la noche: Warren Haynes, un ícono del folk-rock americano, líder de Government Mule. Este oso barbado y pelirrojo de pelo enrulado larguisimo es un guitarrista impresionante. Inicia su participación con “Cortez, The Killer”, un clásico de Neil Young. Comparte las estrofas con Dave, una cada uno, y la conjunción es perfecta. El público enloquece, y el solo de guitarra de Haynes se anota entre los mejores de la historia del folk-rock. Pero no ha terminado la cosa; sigue “Jimi Thing”, otro clásico imperdible, en el que Dave hace participar al público pero sin perder nunca el comando de la canción; hasta los policías se mueven al compás de las guitarras de Dave y Warren. Es un momento único, solo hay que mirar alrededor las caras de la gente; desde los jovencitos en remera, bermudas y ojotas hasta los hoscos señores con camisa a cuadros y panza de cerveza, de esos que te encontrarías en una cafetería en el desierto en la Ruta 66, están hipnotizados.
Warren abandona el escenario bañado en otra ovación (y van…), y Dave decide cambiar el momento: suena “What would you say”, ritmo puro, y luego pasa a “Where are you going”, una canción romántica que canta con una voz susurrada y suave que uno no sabe cómo ha hecho para mantener hasta ahora, ya que una de las características de Dave Matthews es que canta fuerte. Así como suena: alto volumen en su voz. Decir “grita” podría generar confusión, pero quizá sirva para entender: grita, sí, pero de la manera más afinada que he visto jamás. Bueno, ahora decide susurrar, en forma tan afinada como toda la noche.
Después, todo se oscurece. Hay silencio. Empieza el momento de Stefan Lessard, este extraordinario bajista que parece el estereotipo del joven americano de las películas ochentosas: pantalón amplio, camiseta más holgada aún, zapatillas enormes, y el bajo… que empieza a hacer sonidos, extraños, guturales, variados. Y entonces se empieza a distinguir apenas una melodía grave: es la melodía del himno norteamericano, tocada exclusivamente en el bajo. La gente comienza a darse cuenta y aplaude, Stefan desvía la melodía, asiente con su cabeza a Dave, y arranca algo indescriptible: “All along the watchtower”, un recontra clásico de Bob Dylan, del que debe haber al menos cincuenta versiones distintas, por artistas diferentes. Pero esta version es sublime, diferente a todas. El inicio es gutural, casi siniestro, coronado por una risotada sarcástica de Carter. Lo que hace Dave Matthews con esta canción es insuperable; la mejora, la hace perfecta. Porque después de esta especie de primera parte del tema, arranca un alud incontenible, un terremoto de sonido, en el que Dave se desgañita y la estampida sonora es tan abrumadora que la piel se eriza, y uno se da cuenta de que desde adentro migra electricidad hacia la piel, es un tornado en el que uno está inmerso; mira al escenario y hay seis tipos que fabrican ese tornado y que te arrastran dentro de él. Cuando la canción termina (es una manera de decir, ya que es como si un pelotazo en la cara significara que “terminó el pelotazo”) ya no queda nada que decir, nada que esperar. Uno sabe que terminó. Es el final de un concierto único.
Dave dice “Thank you very much”, y la banda se va. La gente grita impactada, conmovida.
Pero no ha terminado.
Porque DMB vuelve, claro. A regalar lo último. El bonus. La banda arranca con “Grey street”, una canción terrible, durísima, al más alto volumen. O eso es lo que uno cree, porque sigue con “What you are”, una canción épica, una especie de himno con algún rasgo oriental en el que Dave grita como si fuera la primera canción, es inconcebible que a esta altura este hombre pueda cantar de esa manera y con ese caudal de voz. Termina la canción exhausto. O no tanto, porque sin pausa alguna arranca “Stay”, una emotiva canción sobre cómo soportar lo que nos pasa estando en compañía. Luego del atronador final, DMB saluda en pleno, le pide a sus fans que se cuiden y se van juntos y abrazados del escenario.
Pasaron más de dos horas y media. Y una aplanadora por encima. Sin embargo, uno está mucho mejor que antes del comienzo del concierto. Mucho mejor.