En su correspondencia, Oliver Cromwell, el líder político que convirtió Inglaterra en una república (Commonwealth of England) tras la ejecución de su rey, ya mostraba el interés de sus compatriotas por la plaza de Gibraltar. En 1656, en una carta al almirante Edward Montagu, decía: “Acaso sea posible atacar y rendir la plaza y castillo de Gibraltar, los cuales en nuestro poder, bien defendidos, serían a un tiempo una ventaja para nuestro comercio y una molestia para España […] con solo 6 fragatas ligeras establecidas allí, hacer más daño a los españoles que con una gran flota enviada desde aquí”.
Montagu, que ejerció un papel importante en la firma del Tratado de Lisboa de 1668, por el que la monarquía hispánica reconocía formalmente la independencia de Portugal , respondía señalando que existía un “gran deseo entre mis colegas de que se tome Gibraltar […] la forma más sencilla de ocuparlo es desembarcar en las arenas del istmo, cortando toda comunicación de la plaza con tierra”.
Los ingleses habían mostrado, pues, sus apetencias sobre el Peñón desde mucho tiempo antes de 1701, fecha en que comenzaba la guerra de Sucesión española. Con este nombre se conoce el conflicto que enfrentó a buena parte de las potencias europeas, alineadas a favor de los Borbones o de los Austrias (caso de Inglaterra) en su intento por hacerse con el trono de España tras la muerte sin descendencia de Carlos II.
La Corona había sido heredada, en virtud del testamento de este monarca, por el nieto de Luis XIV, el duque de Anjou, que reinaría como Felipe V. En 1704, cuando la plaza capitula, el príncipe Jorge de Hesse Darmstadt la recibe en nombre del archiduque Carlos de Austria (sus partidarios le denominaban Carlos III) como pretendiente al trono de España. Sin embargo, no puede extrañar que, pocas horas después, el almirante George Rooke arríe el pabellón de la Casa de Austria e ice la enseña de la reina Ana de Inglaterra. Las protestas de Darmstadt, como representante del archiduque, resultaron inútiles.
Así pasaba Gibraltar a manos inglesas, pese a que su gobernador, Diego de Salinas, había capitulado ante el representante de un pretendiente al trono de España. La población gibraltareña, que, en virtud de lo acordado en las capitulaciones, podía permanecer en la plaza o abandonarla, optó mayoritariamente por marcharse, y salió de Gibraltar el 6 de agosto.
Una nota marginal, escrita por don Juan Romero, párroco de la iglesia de Santa María, en el noveno libro de matrimonios, reflejó lo que aquel día representó para los gibraltareños: “Fue tanto el horror que habían causado las bombas y las balas que de mil vecinos que tenía esta Ciudad quedaron hasta solamente doce personas, abandonando su patria, sus casas y bienes y frutos. Fue ese día un miserable espectáculo de llantos y lágrimas de mujeres y criaturas viéndose salir perdidos por esos campos en el rigor de la canícula. Este día así que salió la gente robaron los ingleses todas las casas y no se escapó la mía y la de mi compañero; porque mientras estábamos en la iglesia la asaltaron los más de ellos y la robaron. Y para que quede noticia de esta fatal ruina puse aquí esta nota”.
La historiografía tradicional, en la que destacan los Comentarios a la Guerra de España e Historia de su rey Felipe V el Animoso (1725), de Vicente Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, sostuvo que las defensas de Gibraltar en el momento de ser atacado por la flota de Rooke eran muy limitadas. Historiadores más recientes, como Manuel Álvarez Vázquez o Francisco Javier Resa Moncayo, ponen en duda esa afirmación, al considerar que en los años anteriores se habían ejecutado importantes obras de mejora de las defensas gibraltareñas, y que la guarnición con que contaba su gobernador, pese a su inferioridad respecto al número de atacantes, podía haber resistido mucho más.
La reacción del rey
La ocupación de Gibraltar tuvo un gran impacto, aunque se supo de ello con cierto retraso. El 9 de agosto –cinco días después de que Gibraltar capitulase–, don Antonio de Ubilla, secretario del Despacho Universal, escribía a los corregidores de las ciudades andaluzas, comunicándoles que quedaba “sitiado Gibraltar, y que si la desgracia continuare, perdiéndose dicha plaza, se pondría Su Magestad (Dios le guarde) a cavallo para venir a socorrernos, como lo hubiera hecho a no averle templado su Consejo de Estado por ahora”.
Felipe V encargó al capitán general de Andalucía, el marqués de Villadarias, la empresa de recuperar la plaza. El 5 de septiembre, cuando los ingleses habían tenido tiempo para organizar debidamente la defensa del Peñón, llegaban al campo de Gibraltar las primeras unidades del ejército que iba a llevar a cabo el asedio. Villadarias –muy maltratado por la historiografía tradicional, que lo tachó de incompetente y dejó caer sobre él, sin fundamento, el estigma de traidor a la causa borbónica– lo hizo unos días después.
Su tardanza queda explicada porque en el momento de la pérdida de Gibraltar se encontraba en Extremadura al frente de las tropas que invadían Portugal, al haber entrado este reino en guerra contra Felipe V en virtud del Tratado de Lisboa de 1703. Villadarias dispuso de un importante número de efectivos para el asedio. Sus tropas sumaban 12.000 hombres: 9.000 españoles y 3.000 franceses. Una cifra considerable, aunque las tropas españolas estaban formadas por un heterogéneo conglomerado de unidades entre las que había notables diferencias.
Allí se dieron cita, por ejemplo, milicias municipales llegadas de distintos lugares de Andalucía y los regimientos de Infantería Española, mandados por el conde de Aguilar, o el de la Real Guardia Valona, que estaba a las órdenes del duque del Havre. Mientras que las milicias estaban formadas por reclutas con escasa o nula formación militar, los regimientos mencionados los integraba lo que denominaríamos cuerpos de élite.
Esa situación hizo que el papel desempeñado por las tropas durante el asedio resultara muy desigual, a lo que también contribuyeron las diferencias que, desde el primer momento, se vivieron entre los mandos franceses y españoles.
Los soldados que integraban las milicias provinciales sumaban a su limitada instrucción un escaso espíritu de lucha. Muchos de ellos habían sido apresados por las autoridades locales para poder cumplir con las cifras de reclutamiento que se les asignaban, y eso explica, por ejemplo, que una parte importante de los miembros de las milicias del reino de Córdoba desertaran a la primera ocasión.
Hubo quien lo hizo ya durante el trayecto que, desde su lugar de procedencia, le conducía al campo de Gibraltar. Allí las unidades llegaron muy mermadas, con un 40% de deserciones. Por el contrario, los regimientos de Infantería Española y de la Guardia Valona, formados por tropas mucho más experimentadas, lucharon con denuedo, y muchos de sus miembros quedaron en el campo de batalla a lo largo de un asedio que se prolongaría casi nueve meses.
Los trabajos previos para el asedio, como el cavado de trincheras y pozos, se vieron entorpecidos por la meteorología, con un otoño excesivamente lluvioso que dificultó las tareas. Ignacio López de Ayala señala a este respecto: “Padecían más los sitiadores que los sitiados, porque, expuestos a todas las incomodidades de un invierno riguroso, se arruinaban todas las obras con la lluvia i las tropas temían menos al cañón enemigo que al incesante trabajo de rehacer las trincheras para que se volviesen a caer”.
Eso hizo que los ataques no comenzaran hasta finales de octubre. La Gaceta de Madrid señala que la primera vez que se abrió fuego contra las posiciones inglesas fue en la mañana del 26 de octubre. Pocos días después se vivirá uno de los momentos culminantes del asedio. El 11 de noviembre se llevó a cabo un plan elaborado a partir de las informaciones que facilitó al marqués de Villadarias un cabrero de la zona llamado Simón Susarte, quien, como buen conocedor del terreno, se ofreció a conducir a un contingente de tropas por caminos ocultos hasta un lugar desde el que podían atacar el Peñón de forma ventajosa y sorprender a sus defensores.
Comprobada la viabilidad del proyecto, se organizó una tropa de 500 hombres al mando del coronel Figueroa. Sin embargo, el ataque que había de efectuar el grueso de los efectivos no se produjo como estaba previsto. Después de agotar la escasa dotación de municiones que llevaban, fueron exterminados por el enemigo en una feroz lucha cuerpo a cuerpo. Solo lograron salvarse el cabrero Susarte y algunos paisanos que lo acompañaban, al escabullirse por caminos perdidos en la montaña.
La razón por la que no se había lanzado el ataque fueron las dudas del máximo responsable de las tropas francesas que participaban en el sitio, el general Cabanne, quien consideraba indecoroso deber la conquista de la plaza a un paisano. En realidad, lo que reflejaba su actitud eran las reticencias y malas relaciones que había entre los mandos de los dos ejércitos que defendían la causa de los Borbones, y que, a estas alturas de la guerra, se habían puesto de manifiesto en diferentes ocasiones.
Aliados mal avenidos
Los conflictos entre españoles y franceses no se debían solo a cuestiones estrictamente militares. Los problemas surgían por cualquier motivo. Los hubo muy serios, como el rechazo de los franceses a aceptar los suministros que proporcionaba la intendencia. Se negaban, por ejemplo, a que en sus raciones hubiera cerdo porque, según decían, no estaban acostumbrados a comer ese tipo de carne.
El conde de Gerena, que, en su condición de regente de la Audiencia de Sevilla, tenía encomendado el abastecimiento de los víveres a las tropas del ejército sitiador, se vio en la necesidad de conseguir carne de vacuno, que era la que los franceses decían comer. Logró comprar una partida de trescientas vacas al marqués de Vallehermoso, que se mostró muy generoso al regalar las 67 cabezas que se perdieron por el camino cuando eran conducidas al campo de Gibraltar.
Otro momento importante del asedio se vivió en febrero de 1705. Los sitiadores habían estrechado el cerco y llegado al pie del Peñón. Con los refuerzos que Villadarias había recibido pocos días antes, el 7 de febrero decidió lanzar el que consideró el ataque definitivo. Dieciocho compañías acometieron las defensas inglesas, y a punto estuvieron de romperlas, pero faltó el empuje final. En opinión de don Juan Romero, el cura que había permanecido en Gibraltar, si los españoles hubieran tenido conocimiento del terror que su ataque produjo entre los defensores, que a punto estuvieron de desfallecer, la plaza habría caído en sus manos.
La realidad que llevó al fracaso es mucho más compleja. El asalto, llevado a cabo el 7 de febrero, había sido planificado de forma conjunta por españoles y franceses, bajo las órdenes del marqués de Villadarias, en una reunión celebrada el 31 de enero. Todo quedó dispuesto para lanzar el ataque al día siguiente, 1 de febrero, pero la intensidad de las lluvias no lo permitió, y hubo que retrasar el asalto, que pudo iniciarse el día 7. Cuando la acometida, en la que tomaban parte unidades de granaderos franceses, estaba a punto de desbordar las líneas inglesas, las tropas francesas abandonaron las posiciones que ya habían ocupado sin causa alguna que lo justificase.
Esa fue la razón por la que el ataque de aquel día 7 no alcanzó su objetivo: recuperar la plaza de Gibraltar. Todo apunta a que los jefes del ejército francés decidieron actuar de esa forma con el propósito de que Gibraltar no fuera conquistado antes de la llegada al campamento del mariscal Tessé para hacerse cargo del mando de las operaciones, cuya presencia en el campo de Gibraltar era inminente.
En efecto, días después llegó al campamento sitiador René de Froulay, conde de Tessé, mariscal de Francia. Había sustituido al duque de Berwick al mando de las tropas hispanofrancesas que operaban en la península, y Felipe V le encomendaba la conquista de Gibraltar. Después de lo acontecido el 7 de febrero, su llegada se produjo en un momento de fuertes tensiones entre españoles y franceses. En aquellas circunstancias, tener que traspasar el mando suponía para el marqués de Villadarias una grave humillación.
Junto a otros oficiales españoles que se sintieron deshonrados, se retiró del asedio y marchó a Antequera, donde tenía fijada su residencia. Injustamente se le tachó de incompetente, e incluso se sospechó que estaba traicionando la causa de Felipe V, si bien sus acciones como capitán general de Andalucía señalaban lo contrario.
La presencia de Tessé en el campo de Gibraltar no supuso avances significativos en el asedio, pese a que en marzo se preparó un ataque combinado por tierra y mar. El mariscal de Francia contó para ello con la colaboración de una escuadra, mandada por su compatriota, el almirante Jean Bernard de Pointis, que atacaría por mar, mientras la infantería lo haría por el istmo. Sin embargo, la llegada de una flota inglesa al mando del almirante John Lake desbarató esos planes. Lake obligó a la escuadra francesa a retirarse e introdujo en el Peñón un importante refuerzo de hombres, municiones y alimentos.
Fue un duro golpe para la moral de los sitiadores, que seguían con los problemas causados por una climatología particularmente adversa para el mes de marzo. Las lluvias inundaban continuamente las trincheras. A ello se sumaba la escasez de medios. Tessé se quejaba, en una carta al príncipe de Condé, de la falta de balas y pólvora y del lamentable estado en el que se encontraban las piezas de artillería con las que se habían de batir las defensas inglesas.
Del asedio al bloqueo
En abril, el responsable del sitio decidió, ante la falta de apoyo naval y la posibilidad de que los sitiados continuaran siendo reabastecidos, ponerle fin. Ordenó realizar los trabajos necesarios para establecer un bloqueo a Gibraltar, y evitar de ese modo que se convirtiera en una base desde la que lanzar ataques hacia el interior de Andalucía. Tessé se lo comunicó a Luis XIV por carta y envió a uno de sus oficiales para informar verbalmente a Felipe V de la imposibilidad de continuar el asedio.
Terminados los trabajos del bloqueo, las unidades que habían participado en el asedio se retiraron. A principios de junio, la Guardia Valona abandonaba el campo de Gibraltar. Había sufrido un duro castigo. Sus bajas se acercaban al cincuenta por ciento –llegó a Gibraltar con 1.300 hombres y se retiraba con apenas 700–, y los supervivientes ofrecían un aspecto lamentable. El comisario real de Guerra señalaba en una carta que iban “la mayor parte desnudos y descalzos, pues los vestidos a más de dos años que los tienen y estando con ellos en continuo movimiento”.
Los problemas derivados de la falta de medios y las dificultades económicas de las que se quejaba Tessé no eran una novedad. Eran constantes desde el comienzo del asedio. El conde de Gerena, por ejemplo, cuando envió las vacas compradas al marqués de Vallehermoso, adjuntó instrucciones para que se vendiesen las corambres de los animales con el propósito de conseguir algo de dinero. Para lograr la financiación de los gastos del asedio hubo de recurrir a empréstitos que le otorgaron comerciantes españoles y extranjeros. Participaron, entre otros, el comerciante gaditano Juan Bautista Reina o Pedro de Elizamendi, así como la Casa Bernard de París.
Buscó recursos de las rentas del tabaco, pero su administrador, don Eugenio Miranda, le indicó que ese fondo estaba agotado. Incluso sacó a la venta tierras, procedentes de usurpaciones de terrenos baldíos, en el término municipal de Utrera reclamando que pertenecían a la Corona, que fueron tasadas en 75.000 ducados. Los gastos del asedio del 14 de noviembre de 1704 al 15 de junio de 1705, en que se cerraron las cuentas, sumaron 102.464 doblones de a dos escudos de oro y siete reales de plata. Es decir, unos 205.000 ducados.
Con un fracaso, debido en parte a la actitud de los jefes franceses y sus diferencias con los españoles, concluía el primero de los tres asedios a los que fue sometido Gibraltar en el siglo XVIII para intentar incorporarlo de nuevo a la Corona de España.
TEXTO EXTRAÍDO DEL SITIO https://www.lavanguardia.com/historiayvida/edad-moderna/20190731/47310153719/como-se-perdio-gibraltar.html