El 23 de junio de 1314 dos ejércitos, el inglés, liderado por el rey Eduardo II, y el escocés, comandado por Robert Bruce (llamado también “de Brus”) se enfrentaban a la vera del arroyo de Bannock (conocido como Bannockburn), tal como habían pactado meses antes. El objetivo: ganar el castillo de Stirling, uno de los últimos en manos inglesas, para la causa patriótica y, de una vez por todas, asestar un golpe definitivo sobre el invasor del Sur. Contra todo pronóstico, una fuerza escocesa de entre 7 y 10 mil hombres se enfrentó con las huestes más numerosas y mejor preparadas del rey Eduardo y, tras dos jornadas legendarias, logró encauzar definitivamente el curso de las Guerras de la Independencia en favor de Escocia. Más allá de lo espectacular del hecho – hecho, vale la pena recordar, sobre el que se fundaría básicamente la identidad nacional escocesa – resulta interesante entender qué había detrás de este conflicto, así como sus verdaderas consecuencias.
De reclamos y liderazgos
Mucho antes de Bannockburn, los hombres que comandaban los ejércitos en pugna traían consigo un bagaje que les permitía justificar su presencia en el campo de batalla, especialmente Bruce. Él era nieto de su homónimo, Robert Brus, señor de Annandale conocido también como “El Competidor”. La razón del mote se debía a que, en 1238, con un Alejandro II anciano y sin hijos gobernando Escocia, el Gran Concejo decidió que Brus, ostentando un linaje ejemplar, sería el sucesor. Los planes, finalmente, no se llevaron a cabo dado que el rey se casó nuevamente y produjo un heredero que llegó a convertirse en Alejandro III. Sin embargo, el destino a veces da segundas oportunidades y, nuevamente, Brus pudo imponer su reclamo. En 1286, Alejandro III murió sorpresivamente cuando su caballo cayó de un acantilado (aparentemente justo cuando estaba yendo a cumplir sus deberes matrimoniales para producir un heredero varón) y su única descendiente – Margarita, la doncella de Noruega, de sólo 3 años – pereció sólo tres años después, en 1290. En este punto, junto con otros reclamantes, el septuagenario Brus renovó su pretensión al trono y la oficializó pasándola formalmente a su hijo y a todos sus herederos.
La posibilidad de acceso de éste o cualquier otro pretendiente al trono escocés, sin embargo, estaba complicada por la interferencia inglesa en el país a finales del siglo XIII. Desde que en 1278 Alejandro III había accedido a ser reconocido, en tanto propietario de tierras inglesas, como vasallo del rey Eduardo I, insospechadamente se había comenzado a gestar un problema que alcanzaría dramáticas proporciones. Luego de la muerte de Margarita, el rey inglés jugó con las divisiones internas en el país y decidió favorecer a Juan Baliol, el otro contendiente de importancia, a cambio de que éste se sometiera al poder inglés.
Nace una estrella
Con las manos atadas, el avance de Eduardo I se dejó sentir sobre Escocia hasta que en 1296 se dispararon focos de rebelión por las acciones de William Wallace y Andrew Moray. La causa patriota, especialmente después de la victoria de Serling en 1297, conmovió a algunos de los señores y el joven Robert Bruce, por ejemplo, llegó a prestar su apoyo a las fuerzas revolucionarias. La derrota escocesa en Falkik (julio de 1298), sin embargo, dio por terminada esta experiencia.
Para inicios del siglo XIV, Inglaterra efectivamente mandaba sobre tierra escocesa y Bruce, con la expectativa de ser reconocido como el pretendiente legítimo, se sometió al poder de Eduardo I y fue nombrado Protector del Reino. Como era de esperar, el acuerdo tácito se rompió cuando John Comyn, que ostentaba el mismo título que Bruce y era el sobrino de Juan Bailol, decidió jugar sucio para imponerse en esta carrera y acusó a su contendiente de traición. Escapando apenas al arresto y la tortura, Bruce decidió concertar una reunión con Comyn en la Iglesia de Greyfiars y, aparentemente en un arrebato de violencia no premeditado, mató a quien representaba su competencia más importante. Tal fue la relevancia de este hecho que, sólo seis semanas después, el 27 de marzo de 1306, Bruce fue coronado como Robert I, rey de Escocia.
Investido de este poder, el nuevo monarca rápidamente encaró sus primeras batallas contra los ingleses, pero los resultados fueron desastrosos y terminaron con varios de los miembros de su familia muertos o capturados. Derrota tras derrota, eventualmente Bruce se convenció de que debía cambiar su estrategia y, evitando enfrentamientos directos, se volcó a la táctica guerrillera. Especialmente útil en el contexto luego de la muerte del rey Eduardo I en 1307, Bruce aprovechó que Eduardo II, el nuevo líder inglés, se encontraba muy ocupado tratando de resolver pujas internas en su país (la mayoría centradas alrededor del nombramiento poco ortodoxo de su amante, Piers Gaveston). De este modo, a través de emboscadas a las diferentes posesiones inglesas, Bruce fue zanjando la cuestión en Escocia en su favor. La hora de la verdad, sin embargo, llegaría en 1314 cuando se planteara por primera vez una lucha frente a frente entre los dos líderes.
Bannockburn
En junio de 1313, mientras Bruce se encontraba en una expedición en la Isla de Man, su hermano, Edward, condujo un asedio en el castillo de Serling y, para torcer el brazo de los ingleses, llegó a un acuerdo con Philip Moubray, un señor escocés que cuidaba el sitio en su nombre. Si para el solsticio de verano (midusmmer – el 24 de junio) del año próximo el castillo no se encontraba ocupado por el ejército inglés, Moubray se comprometía a abrir las puertas y dejar pasar a los escoceses.
Con este antecedente, tanto Bruce como Eduardo II se tuvieron que mover rápido para llegar a esa cita. Éste último mandó a llamar a todos sus aliados y, para inicios de junio, se encontraba marchando al frente de unos 15 mil hombres (cuerpos de infantería y arqueros) y 2500 caballeros armados con caballos de guerra o destreros. Mientras esta masa humana, acompañada, por estar en tierra enemiga, de todos los insumos que pudieran llegar a necesitar, avanzaba lentamente por el viejo camino romano que unía Edimburgo con Stirling, los escoceses también se preparaban. No contaban ni por casualidad con los mismos recursos y no tenían una caballería pesada como sus enemigos, pero desde mayo de 1314 contingentes encabezados por algunos de los compañeros de lucha más importantes de Bruce se comenzaron a congregar en el bosque de Tor, cerca del castillo.
Amparados por los árboles y los arrollos – con el Pelstream a un lado y el Bannockburn al otro – armaron un buen campamento y usaron mucho de su tiempo de espera para entrenar y perfeccionar sus schiltron – formaciones cerradas circulares de lanceros que actuarían como defensa contra la caballería – y para planear su ataque. Estudiaron la zona y limitaron el paso con zanjas repletas de pinches a cada lado del camino de modo que, para cuando el momento del enfrentamiento llegara, aunque tuvieran menos hombres podrían dominar el terreno. Efectivamente, cuando el ejército inglés llegó apurado el 23 de junio por la tarde, lo fue haciendo de a poco, en una larga fila que impediría el paso de más de tres o cuatro jinetes a la vez.
Además de esta ventaja, el bando escocés contaba con una estructura más fuerte centrada alrededor de la figura de Bruce, quién había elegido llevar a gente de su confianza a liderar la batalla. Eduardo II, por su parte, no sólo estaba al frente de cuerpos de personas de diferentes naciones obligados a acudir primariamente por lazos de vasallaje, sino que también debió lidiar in situ con las pujas de poder que sobrevivían en la corte inglesa.
Esto se notó desde el principio de la batalla cuando, en la vanguardia, sin que Eduardo lo ordenara, unos caballeros liderados por el sobrino del conde de Hereford, Sir Henry de Bohun, se adelantaron hacia donde estaban los escoceses esperando. Desde lejos el comandante inglés vio a un hombre montado en un corcel (caballo ligero) al frente de un escuadrón de infantería, sin protección y apenas armado con un hacha. Cuando vio la corona alrededor de su cabeza no dudó en avanzar en busca de la gloria de ser el responsable de matar a Bruce. El rey escocés, por su parte, advirtió que de Bohun se acercaba a toda velocidad y, en una de los momentos más épicos de la historia militar, decidió quedarse quieto y esperar que se acercara. Él sabía que para un caballero en plena carrera – con una mano en la lanza, otra en el escudo, ninguna en las riendas – cambiar de rumbo no era fácil. Así, estando sólo a metros de la lanza mortal, Bruce dirigió su propio caballo al lado opuesto del jinete, se paró sobre sus estribos y asestó un golpe tan fuerte con su hacha en la cabeza de de Bohun, que el caballero cayó muerto y el mango del arma se rompió.
Inmediatamente después de esta escena, a gran velocidad, llegó el resto la caballería y un schiltron escocés avanzó a encontrarla. Como no había apoyo de arquería, el parate más efectivo contra este tipo de formaciones, la infantería escocesa estaba bastante resguardada y, con gran disciplina la masacre pudo continuar casi ininterrumpida hasta que la vanguardia inglesa se retiró. Como muestra de la inoperancia en la cadena de mando inglesa, aún con esto habiendo tenido lugar, a pocos metros de allí, en St. Ninian’s Kirk, se produjo un segundo ataque de caballería que tampoco fue ordenado y que también fue repelido por los escoceses.
Acabadas las luchas ese día, ambos bandos se retiraron a descansar. En el medio de la noche, sin embargo, Sir Alexander de Seton, escocés que estaba al servicio de los ingleses, desertó, se escapó del campamento y le contó a Bruce de los problemas de organización en su bando, asegurándole que si atacaban al día siguiente seguro ganarían.
Desde temprano por la mañana, con la primera luz, los ejércitos se empezaron a organizar y se apostaron en el campo de batalla. Del lado escocés, tras los discursos, las bendiciones, y la presentación de las reliquias de San Columba, los soldados mostraron su eficacia y entrenamiento cuando, en una medida sin precedentes, empezaron a marchar formados en schiltrons (estructuras netamente defensivas y en general estáticas) de forma escalonada. A pesar de los eventos del día anterior, por alguna razón, los ingleses tampoco usaron arqueros esta vez y decidieron que iban a empezar con caballería. Bruce, con astucia, aprovechó y guio a los suyos hasta cerca de los ingleses, tratando de quedar fuera del rango de tiro de los arqueros.
En este punto, la impericia se cobró nuevamente vidas del ejército de Eduardo cuando el conde de Gloucester, peleando con los Hereford por ver quien tendría el honor de liderar la vanguardia, tomó la decisión apresurada de marchar sin que se lo ordenaran. Con esta movida no sólo llevó a unos 500 caballeros contra las fatales lanzas escocesas, sino que no contó con que los arqueros, para no herir a los de su bando, se vieron obligados a parar su ataque.
Con un campo de batalla lleno de heces, de sangre, de caballos y personas muertas, la caballería inglesa intentó seguir avanzando y, sólo tras una larga serie de intentos infructíferos, Eduardo ordenó un ataque de los arqueros. El momento no era ideal y sin un buen ángulo de entrada, algunos lograron cruzar a la orilla opuesta del Pelstream Burn, dónde pudieron dar algunos de sus primeros tiros certeros. Bruce, sin dejarse amedrentar, ordenó un ataque de caballería que, aunque montada en caballos ligeros, logró dispersar al enemigo.
En el frente, sin embargo, el flanco izquierdo de la línea escocesa había quedado expuesto. Fue en ese momento clave donde Bruce, apostando al todo o nada, llamó a su reserva de infantería – hasta entonces oculta entre los árboles – y jugó la última carta que le quedaba. Literalmente con la retaguardia descubierta, no había nada que previniera que los ingleses flanquearan su ejército y lo atacaran desde atrás, pero él confió en que la flaqueza de liderazgo en su bando era tal que no se iban a percatar. Con la infantería escocesa asestando golpes fatales de espada, hacha y lanza a diestra y siniestra, el ejército enemigo finalmente quedó arrinconado en un espacio limitado entre los arroyos y, previendo lo peor al ver emerger del bosque a los miembros del “bajo pueblo” (sirvientes y acompañantes del campamento) que venían a matar y saquear, los soldados ingleses comenzaron a rendirse en masa.
El rey Eduardo, casi completamente expuesto y sintiendo la inminente derrota, huyó a Stirling en busa de refugio, pero Philip Moubray, ahora oportunamente aliado de la causa patriota, no lo dejó pasar. Mientras el monarca huía al castillo de Dunbar, donde finalmente podría subirse a un barco y retornar a Inglaterra, en la retirada, en el campo de batalla, la carnicería continuó y hombres y caballos murieron ahogados o pisoteados.
Aunque en lo inmediato la situación distaría de ser enteramente estable, con esta batalla Bruce había logrado sellar el destino de Escocia por los siguientes trecientos años. Así, a siglos de este evento, se sigue celebrando su trascendencia y, aun para aquellos que no tengan muy en claro qué fue lo que pasó el 23 y el 24 de junio de 1314, como señaló el historiador Alistair Moffat, “se sabe lo suficiente para entender el tremendo significado de lo que tuvo lugar. Fue la batalla que ganó una nación, un reino para un nuevo rey, el más grande guerrero que haya usado la corona escocesa”.