Clara Immerwahr: mujer conciencia

El primero de mayo de 1915, Clara Haber seguramente estuvo muy ocupada, organizando la celebración de uno más de los éxitos de su marido Fritz. El rigor y la obsesión por el trabajo del doctor Haber ya lo ubicaban en la élite científica mundial, por lo que las fiestas eran frecuentes en la mansión del matrimonio. No obstante, ese día celebraban algo mayúsculo. El primer ataque con armas químicas letales, ocurrido el 22 de abril en Ypres, concebido y orquestado por Haber contra las tropas francesas, había sido tan exitoso que lo habían nombrado capitán. Se festejaba el honor concedido a él, un civil, y además judío.

Clara pasó la tarde escribiendo cartas y por la noche participó en la recepción, quizá visiblemente incómoda. No era raro que sus amistades murmuraran acerca de su vestimenta, tan rústica y modesta que solían confundirla con la servidumbre, o de que siempre parecía nerviosa y agitada. Ella esperó a que el último invitado se fuera, y tal vez se despidió en silencio de su único hijo, Hermann, de trece años. Fue al jardín, probó el arma de su marido con un primer disparo, y luego dirigió el segundo a su pecho.

Hermann aún la encontró con vida, pero Clara murió un poco después. Parece ser que el capitán Haber solicitó permiso a sus superiores para acompañar a su hijo y organizar el funeral de su mujer; al no obtenerlo, partió al frente la noche del dos de mayo.

Fritz Haber poseía una de las más brillantes mentes que un químico tuvo jamás. El proceso industrial que lleva su nombre permite sintetizar el amoniaco que requieren las plantas a partir de dos de las sustancias más comunes de la Tierra: el aire y el agua. Este descubrimiento, que produce “pan del aire”, le hizo ganar el Nobel de Química de 1918, y sigue empleándose para producir la ingente cantidad de fertilizantes necesarios para la agricultura moderna. Se estima que más de un cuarto de la población mundial no podría sobrevivir sin el hallazgo de Haber, lo que lo convierte en uno de los más grandes benefactores de la humanidad.

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Fritz Haber dando instrucciones a los soldados acerca de cómo desplegar el cloro durante la Primera Guerra Mundial

Fritz Haber dando instrucciones a los soldados acerca de cómo desplegar el cloro durante la Primera Guerra Mundial

Sobre la obra y la contradictoria personalidad de Fritz Haber se han escrito libros enteros. ¿Cómo ese hombre carismático y de vivaz conversación, amigo de Albert Einstein, pudo concebir armas tan inhumanas que hasta los más recios militares alemanes se rehusaron inicialmente a emplear? Su apariencia, caricaturizada por la cultura popular en personajes tales como el Dr. Evil, de Mike Myers, se ha convertido en la personificación del científico malévolo, cuyo único propósito es aniquilar.

Sin embargo, de Clara Immerwahr, como es el caso de muchas mujeres, tan o más compleja que su marido, sabemos mucho menos. Nació en Breslau, Alemania (hoy Breslavia, Polonia) en 1870, en una familia judía acomodada. Su padre tenía un doctorado en química, y aunque había terminado por dedicarse a los negocios, siempre conservó su interés por esta ciencia. El matrimonio Immerwahr crio a sus cuatro hijos en un ambiente frugal en el que la educación era muy valorada. Así, cuando la joven Clara manifestó su interés por estudiar química, no dudaron en apoyarla. El acceso a un Gymnasium, el paso previo a la universidad, estaba vedado a las mujeres; por ello, a los veintidós años se inscribió en un seminario para profesoras, que le ofrecía la única educación superior posible y sólo la habilitaba para enseñar en escuelas para niñas. Una vez concluido el seminario, Clara estudió con tutores privados por dos años para presentar el examen de admisión a la Universidad de Breslau. Lo pasó en 1896, a los veintiséis años de edad. Las alemanas no conseguirían su admisión a la universidad sino hasta 1908.

Durante toda su estancia en la universidad, el estatus de Clara fue de oyente. Esto significaba que debía obtener autorización para asistir a cada curso, lo cual dependía de conseguir el apoyo del maestro a cargo, así como de todo el profesorado. Tras estos permisos había cartas de buena conducta, referencias personales y un sinfín de obstáculos que Clara y otras amazonas intelectuales, como frecuentemente se llamaba a estas pioneras, sortearon uno a uno. Clara se interesaba en la fisicoquímica, que en Alemania estudiaban personalidades como Walther Nernst, Richard Abegg, Otto Sackur y el mismo Haber. Abegg fue clave en impulsar las investigaciones de Clara acerca de las relaciones entre la solubilidad de ciertos compuestos y la conductividad de sus soluciones y, en 1900, supervisó la tesis doctoral que ella defendió con mención magna cum laude. Otto Sackur fue uno de los oponentes de la tesis de Clara, y al igual que Abegg, se convertiría en su amigo y confidente.

La doctora Immerwahr trabajó un tiempo como asistente en el laboratorio de Abegg,3 publicó tres artículos científicos, asistió a congresos y se dedicó a dar charlas a amas de casa acerca de la “ciencia en el hogar”, actividad que hoy podríamos catalogar como divulgación científica. En un congreso de electroquímica, en el que fue la única mujer participante, Clara se reencontró con Fritz Haber, a quien había conocido años atrás en una clase de baile. La pareja se casó en 1901, luego de unos cuantos meses de cortejo.

Al principio, Fritz Haber involucró a Clara en sus investigaciones, pero terminó imponiéndole su papel de “esposa de un científico”. Ella trataba de mantenerse al tanto de los avances de la disciplina que tanto amaba, y con frecuencia traducía artículos científicos del inglés al alemán. Asimismo, se hizo cargo de la versión al inglés de Thermodynamics of Technical Gas-Reactions, texto clásico de Haber. Aunque empezó a anclarse en las actividades domésticas, en su mente seguía fija la idea de regresar al laboratorio; a su amigo Abegg le confesó que “ni en sueños pensaba en abandonar el trabajo científico”. No fue sino hasta 1902, con el nacimiento de Hermann, que Clara se dio cabal cuenta de que su carrera había terminado. Hermann era un niño enfermizo que exigía muchos cuidados, y se volcó en atenderlo. Por esta época Clara, de naturaleza recatada en extremo, abandonó para siempre el lecho conyugal.

La ascendente carrera de Haber lo hacía viajar constantemente, y las diferencias entre los esposos se volvieron irreconciliables. Para 1909, año en el que Haber logró la síntesis del amoniaco, Clara escribía a Abegg:

Yo he perdido lo que Fritz ha logrado en estos ocho años, e incluso más, lo que me deja con la más profunda insatisfacción […] Fritz simplemente destruye la personalidad de cualquiera que sea menos asertivo que él, y éste es mi caso.

A la tristeza y frustración de Clara se añadieron las muertes de Abegg en 1910 y la de Otto Sackur en 1914. Ambos, con quienes mantenía largas conversaciones epistolares, eran lo único que la vinculaba aún con la ciencia.

Según Émile Durkheim, cuando el lazo del individuo con la sociedad se debilita, se desdibuja la línea entre la vida y la muerte. El aislamiento de Clara Immerwahr de la sociedad a la que quería pertenecer pudo haber sido una de las razones que la llevaron a quitarse la vida. Hay también indicios de que, la noche de su suicidio, Clara descubrió los amores de Haber con la que sería su segunda esposa, Charlotte Nathan. Otros han proyectado en ella preocupaciones de nuestros tiempos y han sugerido aventuradamente que, al suicidarse, Clara manifestaba a Fritz Haber el horror que le provocaban sus proyectos de muerte. Clara Immerwahr sería, según esta óptica, una pacifista avant la lettre, la representante de una ciencia conservadora de la vida, en las antípodas de la ciencia patriarcal y destructora que Haber representaba mejor que nadie.

Las cartas de despedida de Clara no llegaron a sus destinatarios. Quizá nunca conozcamos sus motivos. Aunque la suya no haya sido la protesta silenciosa de una pacifista, y sus logros científicos no deslumbren a muchos, su tesón merece ser recordado. Como señala un texto que le rinde homenaje, a Clara Immerwahr “se le negó un camino recto, libre de escollos, y tuvo que dar largos rodeos para llegar a su destino”.

Texto extraído del sitio revistadelauniversidad.mx

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