Hay que ver el contexto internacional: en 1950 estaba en pleno desarrollo la guerra de Corea, y China (que apoyaba a Corea del Norte) temía dejar expuesto el flanco sudoeste a una eventual agresión de los norteamericanos (que apoyaban a Corea del Sur). China (Mao) pensaba que el reciente establecimiento de la República Popular China, que EEUU no había reconocido oficialmente, podía hacer que los norteamericanos decidieran usar sus armas nucleares contra China; después de todo, ya las habían usado contra Japón en la Segunda Guerra Mundial.
China había ocupado ya a principios del siglo militarmente el Tíbet, entre los años 1909 y 1910. Solo un nuevo acontecimiento exterior, como sería el estallido de la Primera Revolución China en 1911 (la revuelta nacionalista y republicana que derrocó a la dinastía Qing, última dinastía imperial china) lograría que el Tibet recuperara su independencia, si bien su soberanía nunca fue reconocida internacionalmente.
Hasta el Dalai Lama era ya plenamente consciente de la importancia de emprender serias reformas en todos los ámbitos si el país quería aspirar en un futuro a conservarla. No obstante este no sería un camino fácil: importantes sectores monacales no veían con buenos ojos la realización de profundos cambios en la administración y el gobierno del Tibet, que era y es una región estratégica demasiado importante para la geopolítica de los gigantes asiáticos.
Mientras, en China, tanto los nacionalistas como los comunistas (más allá de su guerra sin cuartel) insistían en que Tibet pertenecía a China. Cuando finalmente Mao proclamó la República Popular China en 1949, hizo efectiva la anexión del Tibet invadiéndolo (“liberándolo”, dijo), como para que no quedaran dudas.
Poco pudo hacer el ejército tibetano, muy inferior en número, armas y destrezas al del enorme invasor chino. El Dalai Lama (tenía quince años) pidió ayuda a la ONU, sin resultado, como era de esperar. Tan desfavorable era la situación que los tibetanos se vieron obligados a aceptar en 1951 el famoso “Acuerdo de los 17 puntos”, mediante el cual el Tíbet era reconocido como parte integrante de China a cambio de la promesa de que sus tradiciones culturales y religiosas fueran respetadas.
Así, la cuestión tibetana desde el punto de vista del gobierno de Pekín quedaba totalmente zanjada. China ocupó Lhasa, la capital, con presencia militar y administrativa, y Mao Tse-tung declaraba triunfante que el pueblo tibetano regresaba al seno de la madre patria.
Resumidamente, el “Acuerdo de los 17 puntos” (que de acuerdo no tenía nada, ya que era simple y llanamemnte una imposición), decía que el gobierno del Tibet ayudaría al “Ejército Popular de Liberación” (EPL) a consolidar la defensa nacional, que el pueblo tibetano ejercería la autonomía regional bajo el liderazgo de China (o sea, un oxímoron), que las “autoridades centrales” (chinas) no alterarían lo establecido por el Dalai Lama, que habría libertad religiosa, que las fuerzas militares tibetanas se integrarían a las del EPL, que no modificarían el idioma hablado y escrito en la región (¡gracias!), que mejorarían la vida de los tibetanos, que modificarían de a poco las leyes para lograrlo, que el EPL cuidaría a la región, que las relaciones exteriores de la región las manejaría el gobierno central chino, y que para garantizar el cumplimiento de todo eso el gobierno central de la República Popular China establecería un Comité Militar y Administrativo y un Cuartel General del Área Militar en el Tibet.
Acá estamos, acá nos quedamos, y ahora mandamos nosotros. ¿Capisci?
China envió durante ese tiempo decenas de miles de colonos al Tibet; el clima sociopolítico era más que denso y así se mantuvo por algunos años. La presencia china fue provocando un resentimiento cada vez mayor; si bien China había mejorado la infraestructura del país, había debilitado la cultura y la teocracia del Tibet. En 1955 se producirían las primeras protestas y en 1958 las autoridades locales chinas se verían obligadas a ejercer una dura represión ante las revueltas, que se sostuvieron en el tiempo y que hacia los primeros meses de 1959 ya contaban decenas de miles de tibetanos muertos.
En marzo de 1959 se produjo un alzamiento armado en Lhasa, la capital. Lo que hizo estallar la rebelión fueron los rumores crecientes de que los chinos planeaban detener al Dalai Lama, considerado el soberano, una reencarnación de una divinidad budista, una especie de dios-rey para su pueblo. El Dalai Lama, desde su figura de “hombre santo”, creía en la bondad innata de los hombres (ja), pero sus negociaciones prolongadas en el tiempo con Mao no habían dado ningún resultado. Los chinos aplastaron a los rebeldes de forma rápida y cruel; más de un millón de tibetanos murieron y más de cien mil huyeron del país.
La situación alcanzó tal gravedad que el 17 de marzo de 1959 el Dalai Lama, sus ministros y centenares de seguidores huyeron hacia el norte de la India para formar un gobierno en el exilio. Así comenzó una prolongadísima cruzada para restaurar la independencia en el Tibet.
El exilio del Dalai Lama tuvo un gran impacto en la opinión pública occidental. El Tibet místico imaginado por Occidente corría peligro de ser destruido bajo la perversa dominación china. La imagen era la de un malvado régimen comunista amenazando al bello y sereno Tibet. Pero el gobierno comunista chino no tenía una mirada tan poética; veía el asunto desde una óptica diferente, y al calor de la Revolución Cultural le asestaría otro duro golpe a la estructura religiosa y política de los Lamas: miles de monasterios fueron destruidos o vaciados por la fuerza. No estaban dispuestos a discutir la independencia del Tibet, de ninguna manera.
En 1988 el propio Dalai Lama, en la denominada ¨Propuesta de Estrasburgo¨, renunció a la independencia en favor de una verdadera autonomía dentro de China. Pekín conseguía así uno de sus principales objetivos, aunque como bien demostraron las revueltas de 1989 aún quedaba un largo camino por recorrer antes de que la población local aceptase totalmente su presencia.
El elemento religioso y un sentimiento nacionalista de rechazo a China han sido los principales motivos que han llevado a la protesta a los tibetanos en estas últimas décadas, y el conflicto aún sigue abierto.
En la actualidad, la situación es compleja: por una parte existe “el Tibet chino”, conocido oficialmente como “Región Autónoma del Tibet”, que es una de las cinco regiones autónomas (ja) que forman parte, junto con las 22 provincias, de la República Popular China, y su capital es Lhasa. Por otra parte, existe “el Tibet independiente”, conocido como “Administración Central Tibetana” o más aún como “Gobierno Tibetano en el Exilio”, que no se trata en realidad de un país sino de una organización que administra políticamente a los refugiados tibetanos en el exilio en India, Nepal y Buthan. Ersta organización se define como el legítimo gobierno del Tibet. Reclama autonomía real, poniendo como hipótesis de mínima igualar la situación de Macao o Hong Kong, y su sede está en Dharamsala, India. El poder simbólico lo ejerce el Dalai Lama, pero el poder político y administrativo lo ejerce una especie de primer ministro, Kalon Tripa, que fue electo democráticamente por los tibetanos en el exilio.