Cecil Beaton fue capaz de legar no solo una obra, sino una forma de entender la vida de la que todavía podemos seguir aprendiendo. Dandy de curiosidad infatigable, padre de la fotografía moderna de moda, retratista formidable, dibujante, diseñador, figurinista, director artístico, fue también autor de unas memorias sin desperdicio. Su libro “El Espejo de la Moda” es una guía fascinante de la sociedad y la cultura del siglo pasado. También es la prueba de que el talento de Beaton estaba en su mirada: captaba sin prejuicios cualquier rasgo que denotase en alguien maestría en “el arte de vivir”, fuese quien fuese, razón por la que le dedica tanto espacio a figuras famosas, como a otras apenas conocidas fuera de un círculo muy reducido.
En ese rastreo absolutamente cosmopolita, nos sorprende, por cierto, con un puñado de nombres españoles: Dalí y Picasso, por supuesto, y el maestro Balenciaga, pero también Miguel de Covarrubias; Rita de Acosta, Lyding por un segundo matrimonio “con un hombre carente de imaginación que pertenecía a los mejores clubs”, anfitriona generosa y mujer de gusto exquisito; Eugenia Errazuriz “Beau Brummell de la decoración interior del siglo XX”, la duquesa de Lerma, que se lo podía permitir todo, y quizá por ello huía siempre de lo supérfluo…
Beaton nació en Londres, el 14 de enero de 1904, hijo de una familia acomodada más que rica. Descubrió la belleza y la moda de la mano de su madre, quien suplía con imaginación y buen gusto los límites de su presupuesto. Sobre todo influyó en él su extravagante tía Jessie, “demasiado bajita pra ser considerada una belleza”, divertida, audaz y entusiasta “mártir de la moda”. Ya arruinada, le enseñó que, finalmente, el “estilo” y la elegancia eran sobre todo un talante frente a la vida. En sus juegos infantiles, sus hermanas Nacy y Baba se dejaban disfrazar y fotografiar por él de las maneras más exóticas, buenos ensayos para lo que luego serían sus cotizadísimos trabajos para “Vanity Fair”, “Harper’s Bazaar”, “Vogue”, “Life”, “The Scketch”.
La moda sería su mundo, pero también el retrato de sociedad: una galería inagotable donde se mezclaban realeza, aristocracia, política, cultura, cine… Durante la guerra puso sus cámaras al servicio del gobierno británico. Esa mirada que descifraba el sentir de la sociedad, sus códigos y sus rituales, escudriñó hasta el último detalle los tanques destripados de El Alamein, los movimientos de tropas, y sobre todo, los bombardeos de Londres. La foto de una víctima, Eileen Dunne, de tres años, aferrada a su muñeca, hizo que la opinión pública americana aceptase la entrada en la contienda europea. Con la paz, Beaton volvió a su moda, a sus retratos, y a sus trabajos para el ballet y el teatro. En dos obras que luego se llevarían al cine, “My Fair Lady” y “Gigi”, dio rienda suelta a sus particulares nostalgias eduardianas, y terminaron recibiendo tres Oscar.
Cecil Beaton fue testigo y parte de un mundo en cambio acelerado. No le era fácil aceptarlo, pero espíritu abierto, se resignaba a ciertas pérdidas a cambio de la “autenticidad” que le obsesionaba. “Sería insensato el pretender -escribió- que nuestro espejo social nos devolviera siempre la misma imagen. Lo importante, en último término, es comprobar si esa imagen corresponde realmente a lo que sentimos que es”.