Belgrano, un prócer enfermo hasta las lágrimas

Desde su retrato mira condescendiente, orgulloso pero sin soberbia. Sus ojos parecen transmitir cierta paz interior, más allá de los problemas cotidianos. Cuesta creer que este caballero de aspecto delicado y vestimenta elegante haya sido el aguerrido general de Tacuarí, Salta y Tucumán. Abogado y economista devenido militar, le debemos la fortuna de los primeros gobiernos patrios y la defensa de nuestros balbuceantes pasos en el camino de la libertad.

Podría haberse quedado en su cómodo escritorio de Buenos Aires, atendiendo sus intereses, o cumpliendo alguna función pública, administrativa o diplomática. Para eso tenía sobradas luces, como había demostrado durante su permanencia en la Universidad de Salamanca, donde integró el cuadro de honor de los estudiantes destacados. Todo el mundo sabe bien que esa casa de estudios no presta nada que no sea intrínseco a la naturaleza de cada individuo. Justamente en Salamanca comienzan los desvelos del joven Belgrano, pues vuelve de España, en 1794, francamente desmejorado. El jovencito elegante que se fue a los 16 años, retorna convertido en un hombre enfermo, a punto tal de excusarse frecuentemente de su trabajo administrativo en el gobierno colonial. Durante los años 1794 – 1796, 1798 – 1800, 1803 – 1804, 1807 y 1809 debió pedir licencia de sus funciones en el Real Consulado ¿Cuáles eran las causas de estas ausencias? Distinguidos profesionales lo aclaran sin eufemismos: “Un vicio sifilítico con complicaciones originadas del influjo del país”.

Dado “su deplorable estado” solicitó ser reemplazado por la única persona que creía capacitada para cumplir con sus funciones, don Juan José Castelli, primo del prócer.

Durante su permanencia en España, no pudo sustraerse de los placeres de Venus, un pecado casi inevitable a la temprana edad en que debió viajar a la península. No debemos olvidar que esos eran los tiempos de Goya y sus majas desnudas y vueltas a vestir tras una noche de excesos amatorios. Entonces, uno de cada cuatro varones padecía alguna enfermedad venérea. No habían llegado aún los tiempos del látex.

En busca de esa salud pérdida, Manuel se dirigió primero a Montevideo, después a la costa del Río Uruguay y finalmente a las de San Isidro, donde su hermana Juana poseía una hermosa quinta. Aprovechó ese tiempo para redactar las Memorias del Consulado que abundan en consejos económicos para hacer prósperas estas lejanas colonias ya que fue él el difusor de la teorías de Quesnay y los fisiócratas.

Sin embargo ni “ese vicio sifilítico” ni esos “influjos del país” le impidieron participar como sargento mayor del regimiento de Patricios durante las segundas invasiones inglesas (en las primeras no había actuado por un conflicto de intereses).

Por esos años, una desgracia menor se sumó a las ya existentes, al parecer una obstrucción de las vías lagrimales (lo que llamamos una dacriocistitis crónica) terminó fistulizándose, y las lágrimas de Belgrano corrieron por sus mejillas sin necesidad de emocionarse. El orificio era muy pequeño, casi imperceptible y cosméticamente aceptable, como puede apreciarse si se presta atención a su retrato.

Su espíritu patriótico no privó a Belgrano de padecer otros males y en campaña contrajo paludismo. A poco de hacerse del mando del Ejército del Norte, en una nota dirigida al gobierno, hace mención de “terribles fiebres que se declararon en tercianas”. El paludismo diezmaba a las tropas patrias. Desde tiempos inmemoriales, la malaria hacía desaparecer ejércitos en un día. Pero en el caso de nuestro héroe, no podemos decir que haya sido la mayor de sus desgracias. Al contrario, aquí puede aplicarse aquello de que “no hay mal que por bien no venga”. Muy probablemente las altas temperaturas inducidas por el parásito, impidieron la reproducción de la treponema pallidum, la causa de su “vicio sifilítico” y de esta forma pudo evitar que la enfermedad avanzase hasta su estado de neurosífilis, con irremediables secuelas psiquiátricas.

De no ser así, ¡nuestro Belgrano se hubiese convertido en Napoleón! O mejor dicho, en uno de esos locos que se paseaban por los manicomios con una mano apretando el abdomen. Resulta ser que el prototipo del neurosifilítico padece un cuadro psiquiátrico llamado megalomanía, es decir, se cree un ser superior a los demás, y entonces ¿quién era más grande que Napoleón?

Por suerte Belgrano conservó su lucidez y facultades mentales hasta el fin de sus días, gracias a las fiebres palúdicas que exterminaron al treponema (bacteria que produce la sífilis).

Hacia 1819, después de haber movilizado al Ejército del Norte para aplacar a la montonera de López y Ramírez, Belgrano llevó su ejército a Córdoba. Allí, el Dr. Castro -médico y por entonces gobernador de la provincia- lo encontró en tan mal estado que convocó a sus colegas para atender la salud quebrantada del general. Belgrano se dejaba morir. “Tienen aquí una capilla para enterrar a los soldados. También pueden enterrar a un general”. Imposibilitado de actuar, decidió dejar el mando del ejército a Francisco Fernández de la Cruz y dirigirse a Tucumán, ciudad de clima benigno y afectos más asentados.

A Buenos Aires viajó el general con su médico, el Dr. Redhead, un escocés que residía en Salta y había sido enviado por Güemes para cuidarlo. Llegado a la capital, Belgrano pasó a habitar la misma casa que lo había visto nacer. Allí arregló sus asuntos terrenales, testando a favor de sus hermanos, el 25 de mayo de 1820, y dando instrucciones privadas a fin de proveer los medios para mantener a su hija, fruto de la relación con Dolores Helguera (curiosamente no habla del hijo habido con Josefa Escurra).

reloj belgrano.jpg

También le dejó su reloj al Dr. Redhead, el mismo que le había regalado el rey de Inglaterra, como pago de sus honorarios. Este es el famoso reloj fue robado del Museo Histórico Nacional.

La enfermedad progresaba inexorablemente y Belgrano se preparó para morir como buen cristiano. A tal fin pidió ser enterrado con los hábitos de la orden dominica, a la que sus padres tanto habían beneficiado.

Belgrano murió a las siete de la mañana del 20 de junio de 1820. “Pensaba en la eternidad adónde voy y en la tierra querida que dejo, espero que los buenos ciudadanos trabajen para remediar sus desgracias”, le dijo al Dr. Castro antes de caer en un estupor. Las últimas palabras que se le escucharon pronunciar claramente fueron: “Ay, Patria mía”. Un lamento que aún retumba en nuestros oídos.

Ultimos Artículos

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

TE PUEDE INTERESAR

    SUSCRIBITE AL
    NEWSLETTER