Así se organizó el entierro de Franco en el Valle de los Caídos hace ya 45 años

“Españoles, Franco ha muerto”. Con el anuncio de la muerte del dictador, de la boca del entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, se ponía en marcha la ‘Operación lucero’, el detallado plan con todos los pormenores de las ceremonias fúnebres en memoria de Franco elaborado con el fin de evitar la improvisación que marcó la pompa de Carrero Blanco dos años antes.

En este operativo, entre otras cuestiones, se estipulaba que Franco sería enterrado en el Valle de los Caídos, ya que no había expresado ninguna preferencia en este sentido, a pesar de que el propio Arias Navarro había reservado una sepultura para el matrimonio en la década de los 60: precisamente, el panteón del cementerio de Mingorrubio en el que está enterrada Carmen Polo y al que serán llevados los restos del dictador tras su exhumación.

Una cuestión de Estado

La consideración de las autoridades en aquel momento, no obstante, era que el sepelio de Franco era una cuestión de Estado que tenía que hacerse conforme a consideraciones políticas; así que, con el consentimiento de la familia, se procedió a organizar un funeral de Estado para quien había ostentado el título de “Caudillo de todas las Españas”.

Tras una prolongada agonía en la residencia sanitaria de La Paz, Franco fue oficialmente declarado muerto en la madrugada del 20 de noviembre de 1975, coincidiendo con el 39 aniversario de la muerte del fundador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera (también enterrado en Cuelgamuros después de que sus restos fueran trasladados allí por orden de Franco en 1959). En pocas horas, su cadáver fue llevado a su residencia de El Pardo para ser velado en privado.

entierro franco

En aquel lugar se preparó una capilla ardiente y se celebró una misa de corpore insepulto, a la que asistieron su viuda, sus hijos y nietos, los miembros del Consejo de Regencia, los príncipes de España Juan Carlos I y Sofía de Grecia, Arias Navarro y otras personalidades cercanas al dictador. La ceremonia fue oficiada por el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, famoso por sus disputas con Franco y abucheado en el funeral de Carrero Blanco al grito de “Tarancón, al paredón”.

Miles de personas pasaron a ver el cadáver del dictador

En las primeras horas del día siguiente, las ceremonias privadas dieron paso a las públicas. Los restos mortales del dictador fueron trasladados al Salón de Columnas del Palacio Real, donde fueron expuestos envueltos en el uniforme de capitán general. Allí se instaló la capilla ardiente abierta al público, tras un turno de Vela para el Consejo de Regencia, el Consejo del Reino y el Gobierno y el desfile de las fuerzas de los tres ejércitos españoles ante el cadáver.

El desfile de los ciudadanos duró casi un día entero, ya que se prolongó desde entonces hasta la madrugada del 22 de noviembre. Varios miles de personas pasaron frente a Franco, para llorar su muerte, contemplar al que había gobernado el país durante cuatro décadas o para constatar con sus propios ojos el fallecimiento del que consideraban su opresor. En cualquier caso, no se produjeron incidentes graves, más allá de algún seguidor que se quedó inmóvil saludando el féretro y tuvo que ser apartado, como testimonian las imágenes emitidas por Televisión Española.

El 24 de noviembre, se celebró en la Plaza de Oriente una multitudinaria misa pública a cargo del cardenal González Marín, arzobispo de Toledo, precisamente por la mencionada animadversión que generaba Tarancón en algunos sectores de la cúpula franquista. A esta ceremonia asistió, de nuevo, la familia del dictador, así como los recién coronados reyes de España, el Gobierno y los jefes de las misiones extranjeras enviadas por el fallecimiento de Franco.

Desde ahí partiría un nutrido cortejo fúnebre de personal militar que trasladó el cuerpo a la Basílica de Cuelgamuros, pasando por el Arco de Triunfo, para una última ceremonia a la que se estimó que acudieron más de 100.000 personas.

“Luces menores”

En este último acto, se constató el todavía vigente aislamiento internacional del régimen, que ese mismo año había ejecutado sus últimos fusilamientos, ya que con la excepción del presidente francés (Valéry Giscard) y el vicepresidente estadounidense Nelson Rockefeller, los asistentes internacionales eran meras “luces menores”, como diría más adelante Henry Kissinger: el príncipe Rainiero de Mónaco, el rey Hussein de Jordania, la primera dama filipina Imelda Marcos y el dictador chileno Augusto Pinochet. Este último, a su regreso a Chile, le confesaría al gobernador civil en funciones de las Islas Canarias, Lorenzo Olarte, su “admiración hasta la muerte” por Franco y su deseo de construir un mausoleo similar al Valle de los Caídos para sí mismo.

Finalmente, el ataúd del dictador, que entró en la basílica a hombros de su familia y fue descendido hasta su nicho por miembros de su guardia personal, fue cubierto por la pesada losa de granito de Alpedrete que aún señala su sepultura con sorprendente sobriedad (tan sólo lleva inscrito su nombre y una sencilla cruz) mientras los presentes le dedicaban un último adiós. Al menos, hasta que casi 44 años después sea trasladado a Mingorrubio junto a su viuda.

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