Los Pulitzer, los premios más famosos del mundo del periodismo, se encuentran inmersos en la celebración de su centenario. Y entre los hitos que han marcado su historia, es inevitable detenerse en la primera concesión a una mujer: fue en 1937 y la galardonada fue uno de los nombres fundamentales de la prensa escrita norteamericana en la primera mitad del siglo XX, Anne O’Hare McCormick (1880-1954).
En 1921, O’Hare, inglesa de nacimiento pero educada en Estados Unidos y con apenas experiencia como periodista, decidió probar suerte y aprovechar los frecuentes viajes que realizaba a Europa junto a su marido, ejecutivo de una empresa de importaciones de Dayton, para escribir crónicas que cubrieran temas que se escapaban del radar de la red establecida de corresponsales. Armándose de valor escribió una petición al editor del New York Times, quien le respondió con un lacónico “inténtelo”.
Así lo hizo, y su debut no pudo ser mejor: envió una crónica desde Italia dedicada al ascenso de un personaje que hasta entonces había recibido poca atención por parte de la prensa de Estados Unidos, Benito Mussolini. Proféticamente, O’Hare entendió que aquel exaltado acabaría siendo un personaje clave en la política mundial. Así resumió la fascinación que despertaba entre sus compatriotas: “Italia está oyendo la voz de su amo”. El director del Times, Carr Van Anda, quedó impresionado, y las colaboraciones de O’Hare se convirtieron en habituales. Con el tiempo, llegó a firmar una columna que se convirtió en uno de los espacios de referencia del periódico.
Prácticamente no hubo ningún personaje importante de la Europa de entreguerras que no fuera entrevistado por ella: Leon Blum, Hitler, Stalin, Churchill, los papas Pío XII y XII o Dollfuss, entre otros muchos, fueron analizados y expuestos en unas crónicas que hacían demostración de una gran sagacidad para el retrato psicológico. Tampoco los presidentes norteamericanos se le resistieron: entrevistó a Roosevelt, Truman y Eisenhower.
Pero lo más importante es que, en sus crónicas, no se limitaba a recoger las opiniones de los líderes. Tenía una gran capacidad para conectar con la gente común y corriente y, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, envió crónicas desde toda Europa en las que tomaba el pulso de comerciantes, transeúntes y gente de a pie. Tenía un especial don para ganarse la confianza de todo el mundo, algo en lo que jugaba un papel esencial el hecho de que, a pesar de la gran exactitud que definía sus artículos, raramente tomaba notas: anotar, afirmaba, distanciaba a los entrevistados, y atribuía a no usarlas su capacidad para hacerse cercana a ellos.
Tras la Segunda Guerra Mundial (en la que llegó a ejercer de consejera de Franklin D. Roosevelt, con quien se reunió anualmente para hablarle de sus conocimientos de primera mano de la situación europea), se encargó de cubrir con detalle el juicio de Nuremberg, la gestación y firma del tratado que dio lugar a la carta de nacimiento a la OTAN, la guerra de Corea, las negociaciones para la creación de todo el conglomerado de las Naciones Unidas (llegó a participar en la comisión norteamericana que dio origen a la Unesco), y se convirtió en una de las máximas expertas en todo lo referido a las relaciones de Estados Unidos con Europa y Asia.
Ante este curriculum, no es de extrañar que, en 1936, un año antes de la concesión del premio Pulitzer por su labor como corresponsal, se convirtiera en la primera mujer en integrarse en el comité editorial del Times, lo que la facultó para escribir editoriales del periódico. El presidente del diario dejó claro, con una curiosa imagen, cuáles serían sus competencias en la carta con la que le ofreció el puesto: “Será usted la ‘editora de la libertad’. Será su trabajo alzarse sobre sus patas traseras y gritar cuando la libertad es interferida en cualquier lugar del mundo”.
Fiel a este mandato, hizo de la Unión Soviética uno de sus temas principales. Ya en 1928 había publicado un libro sobre sus dos viajes al país, La hoz y el martillo, y tras la Segunda Guerra Mundial escribió en numerosas ocasiones manifestando su escepticismo de que Stalin fuese capaz de llegar a un conflicto directo con Estados Unidos, por más que asumiera una retórica retadora. Abogó, una y otra vez, porque su país no se dejara llevar por ese juego, y que se dedicara a reforzar sus lazos con las “naciones libres”.
Poseía las mayores distinciones del mundo del periodismo y había sido nombrada doctor honoris causa por un gran número de universidades, incluyendo las de Columbia, Fordham, Ohio State y Dayton. Con motivo de su muerte, el Club de Mujeres Periodistas de Nueva York creó el Anne O’Hare McCormick Memorial Fund, con el objetivo de dotar becas destinadas a destacadas estudiantes de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia.