El aspecto particular de Andy Warhol, era su carta de presentación. Su piel, casi transparente, estaba surcada por rosácea y acné. Su aspecto delgado al punto de la emaciación y su calvicie cubierta por pelucas cambiantes (aunque la blanca platinada fue la que marcó su look en los años 60´, elegida para darle un aire de atemporalidad), nada tenía que ver con los personajes que elegía para sus cuadros y especialmente para esas películas, reiterativas y aburridas, que nadie ve y nadie vio porque pasarse seis horas contemplando el Empire States o al poeta John Giorno mientras duerme desnudo, no es lo que uno puede llamar una experiencia enriquecedora.
La repetición era la propuesta esencial de sus obras y razón de su ubicuidad en el arte moderno. Su creación tenía un criterio industrial llevado a cabo en su célebre estudio, llamado The Factory.
Hasta los ocho años Andy no se caracterizó por ser un joven sano: fracturas —que él mantenía ocultas para no ser castigado por sus padres—, escarlatina, tonsilitis, eran afecciones que todos hemos sufrido, pero el evento que lo marcó el resto de sus días fue una fiebre reumática complicada con un Corea de Sydenham, más conocida con el mal de San Vito, por sus movimientos involuntarios. Esto lo confinó a la cama y allí pasó las horas llenando cuadernos de dibujos y escuchando cuentos que su madre leía con un espeso acento checo. Estos relatos se convertían en prolongadas sesiones de expresiones ininteligibles, que terminaban con un invariable “gracias mamá” y un chocolate de premio. Indudablemente estos cuidados crearon un vínculo con su madre, con la que vivió en Nueva York casi hasta su muerte (poco antes volvió a Pittsburgh, su ciudad natal). La enfermedad le dejó una conciencia de su propia fragilidad exacerbada por una timidez caso patológica.
Warhol no se inscribió en la mentada corriente de los 60´, tan célebres por su “sexo, drogas y rock and roll”. Sobre el primer punto, si bien Warhol nunca ocultó sus inclinaciones homosexuales, poco se sabe de sus vínculos con hombres y mujeres. Más parecía un ángel asexuado, aunque sus películas, especialmente, tuviesen un trasfondo erótico.
Andy era un tipo que cuidaba de su salud con cierta inclinación fóbica, no abusó de tóxicos y gracias a su hipocondría se cuidaba constantemente de lo que ingería y consultaba periódicamente a su médico de cabecera, el doctor Cox. Además asistió al gimnasio para fortalecer sus músculos (cosa que, evidentemente, no logró).
En cuanto al rock and roll, Warhol bancó a una banda llamada Velvet Underground, precursora del punk.
Después de una exitosa carrera como ilustrador, Andy Warhol se convirtió en una aceitada máquina de haber dinero, que continuó funcionando después de muerto.
Llevado de urgencia al hospital más cercano, fue dado por muerto por los médicos que no tenían la menor idea de quién era ese personaje con peluca.
Los diarios inmediatamente publicaron la noticia que pronto quedó eclipsada por la muerte de Kennedy. Esta vez a Warhol le restaron minutos a los muchos de gloria que supo acumular en su vida. De todas maneras no desaprovechó la oportunidad y se hizo fotografías por Richard Avedon, mostrando las cicatrices de la cirugía. Años después del atentado en su libro de filosofía afirmó: “Hacer plata es un arte, trabajar es un arte y hacer negocios es un arte”.
Solanas, que había hecho trabajos menores para Warhol, fue declarada insana. Años después salió de la prisión y lo llamó a Andy por teléfono. El episodio lo aterrorizó, nunca más anduvo sin vigilancia.
Warhol nunca tuvo una buena relación con la muerte. De hecho, al único entierro al que asistió fue al de su padre. Jamás se despidió de su querida madre y cada vez que moría un amigo prefería decir que se había ido a Bloomingdale, el nombre de una gran tienda americana (quizás como los guerreros vikingos iban al Vanhdala, los mercenarios del arte asemejen al cielo a una gran tienda, no en vano para algunos críticos Warhol era “el más brillante espejo de nuestro tiempo”).
Después del atentado, su médico de cabecera le había comentado la necesidad de operarlo de un trastorno vesicular que lo tenía a mal traer, pero su temor a los hospitales lo hacía buscar opciones mágicas como la de toma pastillas de ajo. También pensó que tenía un tumor cerebral como el melodramático personaje de Amarga Victoria con Bette Davis en 1939. Warhol adoraba el star system americano y leía revistas donde se explayaban sobre los personajes de Hollywood. Todo a su alrededor era vanidad. Truman Capote se hacía liftings faciales, Diana Vreeland trataba por todos los medios de borrar el paso del tiempo de su rostro, Cecil Beaton acababa de sufrir un accidente vascular y Warhol se operaba esa nariz dispar y trataba el acné que lo aquejaba a pesar de haber dejado de ser adolescente.
La explosión de la epidemia de SIDA empeoró su hipocondría. Oficialmente apoyó los eventos para recaudar fondos contra la enfermedad, pero la muerte de sus amigos gays lo llevó a tener reacciones neuróticas y evitar el contacto físico de cualquier tipo con aquellos que podían estar afectados por la enfermedad. Su actitud fóbica lo llevaba a decir: “Estoy muy nervioso, no hago nada y aún así lo puedo contraer”. Todo era una amenaza y cualquier nueva terapia alternativa era su tabla de salvación, aun la de usar cristales alrededor del cuello. Un tal doctor Bernsohn —el mismo que le aconsejaba sobre cristales— le decía que su cuerpo había sido “colonizado” por otra persona cuando Andy era muy joven. Este concepto le venía a las mil maravillas para su obra y su vida.
El SIDA continuaba haciendo estragos a su alrededor, la gente que él había conocido desaparecía “mágicamente” de su vida; nadie sabía cómo llegaba la enfermedad a su vida y nadie sabía por qué lo mataba o por qué lo dejaba vivir.
En este contexto le tocó vivir quizás el episodio más traumáticos de su existencia, peor aun que el atentado. Mientras firmaba ejemplares en una librería de Nueva York, se acercó una joven mujer que imprevistamente le sacó la peluca. Nadie lo había visto calvo, ni aún su amante. Después de una reacción violenta se puso la capucha de su campera y siguió autografiando libros. Ni se molestó en presentar cargos contra la mujer. Esta fue la muerte de su intimidad.
Mientras amigos y ex amantes morían por la “peste rosa”, los cólicos hepáticos de Warhol empeoraban su aspecto al punto de parecer un muerto vivo. El doctor Cox fue terminante, había que operarlo, pero el temor a los hospitales era más fuerte. El deterioro de su condición lo dejó sin opción. Cuando lo operaron, su vesícula estaba a punto de la gangrena. La operación fue un éxito y hasta se aprovechó para reparar una antigua hernia que lo obligaba a usar corset. Warhol se despertó de la anestesia con el humor cambiado y no piidó analgésicos. Durmió, comió, habló con su enfermera pero abruptamente desmejoró de un minuto al otro. El equipo de emergencia trató de resucitarlo por una hora, pero no hubo caso, murió de una arritmia que le ocasionó una falla cardiaca. Warhol murió las 6:32 de la mañana del 22 de febrero de 1987.
Warhol tuvo más de 15 minutos de fama en su vida, y aún después de muerto, siguen corriendo esos minutos.