Algo más que un Bikini

Las islas Bikini pertenecen a la república de las islas Marshall en Oceanía. Bikini, una paradisiaca isla de playas de arena blanca en el Pacífico, fue escenario de las pruebas nucleares de EEUU en los años 50. Cuando se cumple el 55 aniversario de la operación Bravo, en la que se lanzó una bomba de potencia mil veces superior a la de Hiroshima, sus antiguos pobladores piden que se declare el atolón patrimonio de la humanidad de la Unesco. La Guerra Fría está tatuada en las costas de Bikini. Las llagas que dejaron las 23 bombas lanzadas por Estados Unidos desde 1946 a 1958, durante la carrera armamentística contra la Unión Soviética, siguen grabadas en su fondo marino en forma de enormes cráteres.

Bravo fue la más potente de todas. Un error en la bomba de hidrógeno diseñada por los científicos de Los Alamos condujo a que una explosión que debía limitarse a los 5 millones de toneladas de TNT alcanzara los 15 megatones el 1 de marzo de 1954, convirtiéndose en el mayor test nuclear efectuado nunca por Estados Unidos. El gigantesco champiñón atómico esparció sus cenizas letales a cientos de kilómetros a la redonda, generando efectos negativos sobre la salud de al menos un millar de personas, pescadores y otros habitantes de las islas Marshall.

Estas circunstancias convierten a Bikini en un lugar que hay que proteger, según los “bikinianos” que pujan por lograr el reconocimiento de la Unesco. “Bikini es única en el mundo. En este enclave apacible, de aguas azul turquesa, puedes mirar directamente a los ojos de la historia y contemplar el tipo de devastación que provocan las armas de destrucción masiva”, explicó el portavoz de los “bikinianos”, el estadounidense Jack Niedenthal, máximo defensor de la candidatura de Bikini como lugar patrimonio de la humanidad.

“Los 4.100 descendientes de los nativos han recibido compensaciones económicas de Estados Unidos pero sienten que no han recibido el reconocimiento que merecen por su sacrificio”, añade Niedenthal. La mujer y los cinco hijos de Niedenthal son descendientes del centenar de nativos que fueron desalojados en 1946 y trasladados sucesivamente a varias islas donde el principal problema era la alimentación, convirtiéndose en una suerte de nómadas del Pacífico durante los últimos cincuenta años.

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Algunas decenas de “bikinianos”, que siempre han tenido en mente el regreso a su paraíso perdido, volvieron en 1968, pero tuvieron que cejar en su empeño una década después, al descubrirse que poseían niveles de radiactividad once veces superiores al máximo permitido por las autoridades estadounidenses.

Hace tiempo que el veneno, invisible, sin olor ni sabor, desapareció del agua y los peces, esparcidos a lo largo y ancho del océano; pero la radiación se esconde en todo lo que crece en esa tierra enferma. Pernoctar en la isla, bucear en sus aguas o tomar el sol en una de sus playas es inocuo, pero no así la ingesta de las frutas, que crecen salvajes con altos niveles de cesio.

Sin embargo, el mayor obstáculo para la estancada industria del turismo en Bikini, considerado uno de los diez mejores destinos de buceo del mundo por las publicaciones especialidades, no radica en el peligro nuclear. La compañía local Air Marshall Islands suspendió los vuelos al atolón en junio del año pasado debido a la subida del precio del carburante y las autoridades anularon las visitas.

Sólo con barcos equipados con agua, comida e instrumental para atender las necesidades, los submarinistas pueden lograr el permiso para navegar en la laguna de la isla, que guarda tesoros como el pecio del Saratoga, un portaaviones de la Armada estadounidense que participó en la Segunda Guerra Mundial y que fue hundido para probar los efectos de la detonación nuclear en su casco. Pero Bikini no es sólo popular por su negra historia. A finales de los cuarenta, cuando la palabra “atómico” se utilizaba para referirse a algo “sensacional” y comenzaban a verse los primeros bañadores de dos piezas en las pasarelas, el francés Louis Réard inmortalizó el nombre de la isla en un anuncio sobre su versión de la mítica prenda de baño: “Bikini, más pequeño que el bañador más pequeño del mundo”.

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Texto publicado originalmente en http://www.efemeridespedrobeltran.com/

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