Alfonsín y los juicios: una historia de turbulencias

 Con el tiempo el “padre” de la democracia ha logrado cautivar a personalidades de todo el arco político y, a pesar de sus múltiples fracasos, existe una clara tendencia a imaginar su presidencia como un momento fundante, como el origen de una nueva y mejor Argentina. Lejos de desestimar su tarea como el primer líder de la post-dictadura, uno tiende a creer que la tendencia a la hipérbole y la idolatría siempre van a ser menos interesantes que una mirada crítica de los hechos. Así es que en un día como hoy, repleto de celebraciones, también vale la pena concentrarse en las circunstancias que rodearon lo que hoy se considera uno de los mayores logros de la etapa alfonsinista: los juicios a los perpetradores de violaciones a los derechos humanos durante la última dictadura militar.

Porque Alfonsín era, ante todo, un político, venía desde hace años buscando construir su poder sobre las entonces inestables bases de la UCR. Él había comenzado su carrera dentro del radicalismo, recién casado y recibido de abogado, a finales de los cuarenta y lentamente había ido ascendiendo en importancia hasta erigirse en 1972 como la cara del Movimiento de Renovación y Cambio, facción interna que promovía la orientación del partido hacia un perfil más similar a la social democracia europea. A pesar de sus derrotas iniciales y de la clausura de las actividades políticas a partir de 1976, Alfonsín se supo mantener a flote, destacándose de la rama conservadora afín a Balbín con ciertas actitudes como su participación en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) desde 1975, y su actitud crítica frente a la acción militar en Malvinas en 1982. Todo esto, sumado a la muerte del histórico líder radical en 1981, contribuyó a convertirlo en el candidato presidencial por la UCR en vistas a las elecciones de octubre de 1983.

La historia, ya ampliamente conocida, culminó con Alfonsín coronándose con la máxima magistratura luego de una intensa y memorable campaña que incluyó spots televisivos, actos masivos y cajones incendiados. Con escuchar algún discurso, cualquiera, de los meses que precedieron a las elecciones queda claro que su retórica era incomparable, pero más allá de la forma el contenido también proponía cierta mística asociada a la vieja idea del “nuevo comienzo”. Como había pasado con el radicalismo, en la lógica de Alfonsín la Argentina toda estaba entrando en una etapa diferente, una que estaría de ahí en más signada por la democracia que, por el simple hecho de existir, repararía todas las injusticias del pasado.

Parte de esta retórica, hoy devenida en tabú, era la idea de que el país había sido, en su historia reciente, poseído por fuerzas demoníacas de signo contrario. De este modo, ya desde julio de 1983, Alfonsín se distanciaba de ese pasado y, luego como presidente en enero de 1984, cuando dio una célebre conferencia de prensa, remarcaba que “habíamos intentado combatir al demonio con el demonio, y en definitiva habíamos convertido al país en un infierno”. De ahí en más, seguía, se volvía “necesario que todos aprendamos la necesidad de superar todo esto (…) en términos de reconciliación, directamente vinculada también con la verdad y la justicia”. En este punto se entiende porque, a tan sólo días de asumir el gobierno, cumplió con una de sus promesas de campaña referida a enjuiciar a los culpables y firmó los decretos que ordenaban procesar a los jefes de las organizaciones armadas y a los miembros de las juntas militares, además de anunciar su intención de derogar la autoamnistía y reformar el Código de Justicia Militar.

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Juicio a las Juntas.
Juicio a las Juntas.
 

El primero de estos puntos, los juicios, una vez salvados los otros dos, representaba un problema bastante más particular de lo que la memoria colectiva hoy parece recordar. Por una parte, quedaba claro que existía una demanda social al respecto, especialmente de parte de las organizaciones de derechos humanos, pero esta cierta imparcialidad que a juicio de Alfonsín debía existir respecto al pasado, limitaba el margen de acción. Para él, parte del problema de garantizar la gobernabilidad implicaba también no enajenar a los militares, por lo que se decidió que los procesos debían durar poco y concentrarse sobre unas pocas figuras para actuar de forma ejemplificadora.

Así es que, en 1983, años antes de la semana santa de 1987 y la ley de Obediencia Debida, Alfonsín ya dejaba claro que para él se debía distinguir entre “los que planearon y emitieron las ordenes correspondientes; quienes actuaron más allá de las órdenes, movidos por crueldad, perversidad o codicia, y quienes las cumplieron estrictamente”. De este modo, junto con la reforma del Código de Justicia Militar que habilitaba soluciones “mixtas” dentro de los fueros militares y civiles, él confiaba en que podría saciar las ansias de justicia en la medida necesaria como para plantear un nuevo comienzo.

En poco tiempo , sin embargo, resultó obvio que estas expectativas estaban completamente infundadas. La CONADEP – comisión dependiente del Ejecutivo que Alfonsín había creado con la idea de que sería más controlable que una bicameral – había realizado un serio y exhaustivo trabajo que, sumado al “show del horror” que expuso mediáticamente el detalle de los crímenes, permitió a grandes porciones de la sociedad conocer la extensión de los hechos. Aunque la idea de “equilibrar las cosas” seguía viva en la persecución penal de los jefes guerrilleros y en la redacción de leyes que habilitaban la revisión de las condenas de los presos políticos durante los años de la dictadura (algunos de los cuales seguirían detenidos hasta 1986), la opinión pública cada vez más se inclinaba en contra de los militares. Las presiones continuaron en aumento durante todo 1984 y cada vez fue quedando más claro que el esquema tripartito de culpabilidad planteado Alfonsín no iba a ser tan fácil de implementar.

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CONADEP.
CONADEP.

 

Abandonada la posibilidad de un juicio acotado, a todo el conflicto se agregó también una seria subestimación de parte del gobierno acerca de lo que sucedía en el ámbito castrense. Si se considera, como afirmó el historiador Marcos Novaro, la unidad que existía entre los uniformados a partir de “la solidaridad corporativa y la reivindicación profesional de la ‘guerra antisubversiva’, único galardón conquistado durante el Proceso”, y se le suma el hecho de que no se les ofreció ningún tipo de concesión a cambio de su cooperación más que la “recuperación del prestigio perdido”, poco sorprenderá que las filas se cerraran sobre sí mismas. Con las Fuerzas sintiéndose traicionadas y un Alfonsín incapacitado moral, económica, política y socialmente de encarar un amplio esfuerzo de seducción, tuvo que contentarse con soluciones nimias que, como quedaría claro con todos los levantamientos posteriores, casi le costaron la democracia.

Por su parte, los juicios, que hoy son vistos como un elemento fundante del período democrático, despertaron respuestas tan dispares que, aunque muchos le dieron la bienvenida al “nunca más”, otros consideraron que el enjuiciamiento de unos pocos exoneraba al resto de los culpables. La sensación generalizada, sin embargo, parece haber sido la de una comprensión de la total ilegalidad de los hechos, cuestión que terminó por fortalecer la democracia y a la que el gobierno continuó, a pesar de todo, apostando.

En definitiva, la situación permite apreciar las turbulencias y los errores de cálculo que convivieron con la mística que hoy todos preferimos recordar. Evitando caer en la mera acusación de los males, queda claro que es importante repasar los eventos para entenderlos en toda su magnitud. Así, como bien indicó Novaro, “lo cierto es que Alfonsín no dejó de buscar, a pesar de las dificultades crecientes que surgían a su paso, puntos de acuerdo entre todos los actores involucrados (…) entendiendo que el consenso democrático y el futuro del nuevo régimen dependían de ello”.

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