Ya nadie tenía esperanza, ya nadie esperaba el milagro de encontrar una solución pacífica al entuerto en el que las grandes potencias europeas se habían metido como consecuencia de la red de alianzas y las tensiones políticas que, no nos engañemos, respondían en su origen a la ambición territorial. El 3 de agosto de 1914, Austria ya estaba en guerra con Serbia y Rusia y esta última con Alemania; Bélgica había recibido y respondido el ultimátum teutón en el que el gobierno del Kaiser reclamaba el paso por tierras valonas hacia su objetivo francés; las tropas de la República marchaban hacia sus fronteras orientales para enfrentarse por segunda vez en cincuenta años a su viejo enemigo y el Reino Unido daba la orden de movilización ese mismo día. Los más ingenuos se alegraban de la oportunidad de saldar cuentas con antiguos rivales mientras que la amenaza de lo que podría ser, y sería, uno de los conflictos más violentos de la historia, hundía en la depresión a los mejor informados.
Maestros de Lyon y mineros del Rühr se despidieron al mismo tiempo de sus novias y madres; los trenes partieron en direcciones opuestas par llegar al mismo punto; los telegrafistas en cuarteles y ministerios no daban abasto a la avalancha de órdenes listadas en los planes de ataque. Aquel lunes en Berlín, Bruselas y París, políticos y militares bullían en actividad esperando lo inaplazable. Londres se uniría al frenesí cuando por la tarde el Ministro de Asuntos Exteriores Sir Edward Grey obsequiaba al Parlamento el que sería considerado el mejor discurso de su carrera, explicando a líderes y ciudadanos las razones por las que el Reino Unido no podía quedarse con los brazos cruzados ante los acontecimientos desarrollándose en las fronteras del continente. No era tarea fácil convencer a un país el por qué debía ir a la guerra. De hecho, antes tenía que ganarse a su propio partido, el Liberal, pacifista por excelencia y del que varios de sus miembros en el gobierno ya habían dimitido esa mañana al entender que Inglaterra no se mantendría neutral.
Grey inició su alocución revelando los acuerdos británicos con Francia y los planes militares que llevaban casi una década en desarrollo, aunque afirmó que dichas “conversaciones” no obligaban oficialmente al Reino Unido a acudir en ayuda de su vecino. Muchos de los pacifistas creían que se trataba de una de las muchas disputas entre Francia y Alemania y que su país no debía intervenir, por ello Grey (imagen) vio necesario desligar a Francia de la decisión. La razón, manifestó sobriamente, era defender los intereses británicos, que pasaban por mantener un equilibrio de fuerzas en el continente, para que nadie amenazara la hegemonía de la isla. Inglaterra, continuó, debe mantenerse firme “frente a un engrandecimiento desmesurado de cualquier potencia”. También se refirió a las obligaciones hacia Bélgica, que estaba a punto de ser invadida y cuya neutralidad estaba garantizada por todos los grandes países de Europa, incluyendo Inglaterra. Si esta ni defendía la neutralidad belga y Alemania conquistaba Holanda, Dinamarca y Francia, sería mucho más difícil en el futuro reparar el daño hecho y las consecuencias económicas para los británicos. Las opciones estaban sobre la mesa. El Parlamento debía tomar la decisión. Los vítores con los que la cámara saludó el final de su discurso le dieron la respuesta. El gobierno decidió enviar en las próximas 24 horas un ultimátum a Alemania para que desistiera de invadir Bélgica.
No habían pasado ni dos horas del triunfo de Grey cuando en París, el embajador alemán hacía una visita al Primer Ministro Viviani, quien ya sospechaba el motivo de la visita. Wilhelm von Schoen, obligado por las circunstancias, no se anduvo por las ramas y leyó el contenido del folio que extrajo de su bolsillo:
Las autoridades administrativas y militares alemanas han establecido un cierto número de flagrantes actos hostiles cometidos en territorio alemán por aviadores militares franceses.
Varios de ellos han violado abiertamente la neutralidad de Bélgica volando sobre ese país; uno ha intentado destruir edificios cercanos a Wesel (población alemana cercana a la frontera con Holanda); otros han sido avistados en el distrito de Eifel; uno ha dejado caer sus bombas sobre vías ferroviarias cercanas a Karlsruhe y Nuremberg.
Se me ha instruido, y tengo el honor de informar a vuestra excelencia, que en vista de estos actos de agresión el Imperio Alemán se considera en estado de guerra con Francia en consecuencia de los actos de esta última potencia.
Al mismo tiempo, tengo el honor de informar a vuestra excelencia que las autoridades alemanas retendrán barcos mercantes franceses en puertos alemanes, que serán liberados si, dentro de un plazo de 48 horas, se les asegura la completa reciprocidad.
Le ruego a M. le President, que reciba mi más profundo respeto.
Con una sarta de mentiras como excusa declaraba Alemania la guerra a Francia, algo parecido a lo que ocurriría veinticinco años después. Viviani se limitó a negar las acusaciones, pero entendía que la suerte estaba echada y que nada que hiciera o dijera cambiaría la posición alemana. Alea iacta est.
Esa misma noche, el Ministro Grey se encontraba con un amigo en su despacho de Whitehall. Asomado por la ventana, pensativo, observó cómo abajo, en el Parque de St. James, los serenos iluminaban las primeras farolas. Un amigo presente supuestamente le escuchó decir una frase que, cierta o no, se haría famosa: Las luces de Europa se apagan y no las volveremos a ver encenderse en el curso de nuestras vidas.
Texto extraído del sitio: https://www.cienciahistorica.com/2014/08/03/d-7-alemania-declara-la-guerra-a-francia/