El corpus literario de Alejandra Pizarnik es uno de los más curiosos y personales de la literatura argentina. Surreal, existencial y feminista son solo algunas de las palabras que se han usado para describirlo, sin poder dar cuenta absolutamente de la esencia de sus textos. La búsqueda de Pizarnik, presente a lo largo de su obra, entre su poemarios y sus diarios, es extremadamente personal y difícilmente se pueda encasillar en un único concepto. Más que nada, la poeta intentó desesperadamente dar sentido a su vida y a su trayectoria. Leer a Pizarnik es asomarse a su inconsciente y descubrir que estaba abrumada por la incógnita, empapada de existencialismo y de insatisfacción. Entre tantas interrogantes y silencios, casi lo único que queda claro sobre sus deseos es que ella sabía que algún día quería morir.
Este deseo de acabar con su vida, presente constantemente, incluso en dedicatorias que escribió a sus amigos cuando tenía solo 12 años, es un dato que se realza a partir de su suicidio el 25 de septiembre de 1972. Conocer el final y volver a referirse a sus intenciones suicidas, explicitadas una y otra vez, es una tentación demasiado grande a la hora de examinar su biografía. Sin embargo, las visiones deterministas acerca de la vida de Pizarnik, aunque de alguna forma validadas por su final, terminan siendo meramente parciales.
La tragedia, por supuesto, siempre estuvo en la vida de la autora, incluso desde su mismísima infancia. Es ampliamente sabido que, a pesar de ser la niñez un lugar de idilio en su literatura, ella no recordó sus primeros años con felicidad. Nacida en Avellaneda en 1936 en el seno de una familia de inmigrantes rusos y eslovacos de religión judía, siempre se sintió incomprendida por su entorno suburbano. No sólo sufrió hechos de antisemitismo y de discriminación por su acento europeo, producto de un hogar donde solo se hablaba en idish, sino que además su propio aspecto le producía problemas.
“Era fea. Creo que eso era parte de su tragedia”, llegó a afirmar su amiga Elvira Orphée. El acné, las constantes comparaciones con su hermana, Myriam, la favorita de la familia, y una ligera tendencia a engordar fueron episodios que minaron su autoestima y la marcaron, ayudando a dar una imagen de tristeza constante.
Sus amigos y conocidos, no obstante, no la recuerdan en general como una persona deprimente, sino que evocan su gracia, su ironía y su alegría. Para sus allegados, Pizarnik era un extraño ser, una chica petisa, andrógina con su corte a la garçon y encantadora. Fetichista, amante de los cuadernos, las lapiceras de las buenas cosas, Cortazar le dedicó un poema en el que refiriéndose a esto afirma “amabas esas cosas nimias”. Este contraste entre su vida privada interna y lo que elegía mostrar permite distanciarse un poco de aquella imagen de “poeta maldita” y concentrarse un poco más en ella como persona, en sus años de trabajo y en su circulación por el mundo cultural de la década de 1960.
Como la niña sensible que Pizarnik había sido, ella nunca dejó de sentirse insegura. La indecisión de la adolescencia la acompañó en su paso a la adultez, especialmente visible en su dificultad para elegir una carrera universitaria. Pasó por le periodismo, la filosofía, las letras y la pintura, todo para finalmente abandonar y dedicarse a la escritura de lleno. Aunque no sacó demasiado en limpio en términos educativos, los contactos que pudo hacer en estos años le permitieron producir y publicar sus primeros poemarios. Sus relaciones más significativas de esta época fueron, probablemente, con León Ostrov – el psicólogo que la ayudó a establecer una relación más profunda con su inconsciente – y con Juan Jacobo Bajarlía, su profesor, mentor y amante. Éste último no sólo le presentó nuevas formas poéticas, sino que también le abrió la puerta a los círculos literarios, dónde entró en contacto con autores, editores y directores de revistas que ayudaron a difundir su trabajo.
Para la década del sesenta partió a París por cinco años, donde continuó estudiando, escribiendo y disfrutando. Probablemente este haya sido el momento más feliz de su vida, a pesar de los momentos duros y traumáticos que llenan sus diarios de estos años. Trabajó como traductora y realizó contribuciones a varios medios como Cuadernos, Zona Franca y Sur, situaciones que le permitieron entablar relaciones con personalidades como Julio Cortázar y Octavio Paz, quien incluso prologó su libro Árbol de Diana (1962).
A lo largo de toda su vida tuvo romances. Muchos. Hombres y mujeres la atraían por igual, aunque no estaba dispuesta a asumir abiertamente su bisexualidad frente a cualquiera, especialmente a su familia, aun habiendo vivido durante mucho tiempo con su novia la fotógrafa Marta Moia. “Me asusta mucho la palabra ‘homosexual'”, dejó asentado en su diario.
A fines de la década del sesenta, especialmente luego de la muerte de su padre en 1967, la vida de Pizarnik se empezó a volver cada vez más inestable. Su coqueteo con la muerte se acrecentó y su adicción a los fármacos, iniciada años antes con el consumo de anfetaminas para adelgazar, se intensificó. Luego de varios intentos de suicidio y pasos por instituciones psiquiátricas, decidió cumplir con lo que siempre supo que quiso hacer y se quitó la vida en 1972, consumiendo cincuenta pastillas de Seconal.
Su obra, lo que la sobrevive, se ve hoy como una continuación de su ser: su poesía, tan llena de preguntas sobre el silencio, la identidad y la incapacidad de la lengua de dar sentido a las cosas; y sus diarios, una forma literaria que ella amaba y que se esforzó por cultivar. Estos últimos, especialmente en los años recientes, han ido adquiriendo cada vez más importancia, más que nada por los muchos misterios que han abierto. Mucha de la vida de Pizarnik se ve en una nueva luz cuando se lee qué era lo que ella pensaba de sí misma y la forma en la que elegía documentar los sucesos de su existencia. Al mismo tiempo, las omisiones y censuras hechas a posteriori despiertan preguntas que sólo los pocos afortunados que vieron el manuscrito original preservado en la Universidad de Princeton son capaces de responder.
Se sabe que luego de su muerte prematura sus papeles personales tuvieron un derrotero errático hasta que su hermana Myriam le solicitó a su amiga Ana Becciú que actuara de albacea y dispusiera de todo el material que ella había escrito. Luego de ceder su archivo a la universidad norteamericana se encargó de la publicación de la obra póstuma. Quizás como forma de cuidar su imagen, de evitar que Pizarnik cayera presa del escándalo, la selección que se hizo dejó de lado unas 120 entradas donde existían referencias a escenas violentas o de alto contenido sexual, especialmente aquellas con otras mujeres. Los últimos años de su vida, 1971 y 1972, fueron notoriamente censurados y gran parte de su enfermedad, incluidas aquellas menciones a lo que se supone que fue un desenfreno sexual de sus últimos años, siguen inéditas.
Hoy, a pesar de que siempre se sintió sola y, como llegó a afirmar, pensó: “ningún ser me necesita, ninguno me requiere para completar su vida”, su estrella sigue brillando en las letras argentinas.