“Tenemos que ver toda la vida como si fuéramos niños”, decía Henri Matisse, aunque puede afirmarse que su infancia fue poco inspiradora. “En mi pueblo si había un árbol en el camino, lo arrancaban porque arrojaba sombra a cuatro plantas de remolacha”. Su padre, un comerciante de semillas, jamás estimuló el talento de Henri. Es más, en alguna oportunidad llegó a pegarle una paliza cuando lo sorprendía dibujando “tonterías”.
En 1887 Henri marchó a París a estudiar leyes, siguiendo la consigna paterna. De hecho, llegó a recibirse y ejerció la profesión, pero sufrió una apendicitis que lo postró por varias semanas. Estando convaleciente, su madre le regaló unos pinceles para que se entretuviese, y entonces Matisse encontró “el paraíso”, según confesó en su memoria.
Decidido a no abandonar este paraíso, enfrentó a su padre. Estaba dispuesto a dejar el ejercicio de las leyes para dedicarse a pintar. “Te vas a morir de hambre”, le recriminó su padre, “Es una carrera para vagabundos…” (un clásico en la historia de muchos artistas).
En ese momento Monsieur Matisse no se imaginaba que su hijo sería uno de los pintores más célebres de Francia y amasaría una gran fortuna con sus obras, donde se percibía la influencia de Van Gogh y Gauguin.
Alumno del excéntrico Gustave Moreau, pasó Henri muchas horas en el Louvre copiando a los grandes maestros. Su preferido era Jean Siméon Chardin.
Es primer gran éxito fue la exposición de Cours de la Reine, el 20 de marzo de 1906, en la edición del Salón de Artistas Independientes.
Sus lienzos llenos de color, puro y espontáneo, causaron sensación. El mundo estaba ante un nuevo vigor expresivo.
El crítico Louis Vauxcelles describió esta exposición, donde se destacaba una escultura de Donatello inmersa en esta fantasía de color, como si ésta estuviese rodeada de fauves (salvajes). A estos artistas, encabezados por Matisse, les quedó fauves al igual que años antes, la palabra impresionismo había sido acuñada por el crítico Louis Leroy con un matiz despectivo.
Henri viajó a España, visitó el Prado, caminó las calles de las ciudades mediterráneas que plasmó en sus cuadros, y recibió la influencia de las esculturas africana, que sumó primitivismo a su fauvismo.
A diferencia de las predicciones de su padre, Matisse hizo una fortuna vendiendo sus pinturas. Su gran contrincante en la concepción creativa (aunque el término cubismo fue un neologismo de Matisse) y en la venta de obras, fue Pablo Picasso.
A pesar de las diferencias de años y los criterios conceptuales, Henri y Pablo tenían muchos en común gustos: estaban fascinados por el arte africano, veían la producción artística con ojos de niño y a ambos les encantaban las mujeres… pero mientras Pablo satisfacía su enorme apetito sexual conquistando a esas mujeres que posaban para sus cuadros, Matisse, hombre enfermo (que muchas veces pintaba desde una cama instalada en su atelier munido de largos pinceles para llegar al lienzo), se conformaba con observar (“como un cansado hombre de negocios” al decir del artista) y pintar a esas mujeres desnudas, ante la indiferencia de su esposa, Amélie Parayre, que resultó ser una aliada fiel, más allá de las durezas que ofrece la vida de todos los individuos (tanto Amélie como su hija estuvieron presas de la Gestapo).
Henri Matisse nació un día como hoy de 1869, y nos gusta creer que sigue habitando el paraíso que encontró mientras se recuperaba de una operación.
“Sin pasión, no hay arte”, dijo el niño al que su padre castigaba por dibujar “tonterías”.