El 6 de septiembre de 1998, moría el director cinematográfico japonés Akira Kurosawa (nacido el 23 de marzo de 1910). En los días siguientes, miles de obituarios en todo el mundo se lamentaron por la pérdida de un “maestro de maestros” o del “Shakespeare del cine contemporáneo”, como lo calificó Steven Spielberg, y cerca de 35 mil personas acudieron a su funeral en los estudios Kurosawa de Yokohama, Japón.
Si bien para los últimos años de su vida muchos consideraban que Kurosawa ya había perdido la capacidad de sorprender, hoy se continúa rescatando el trabajo que realizó en la década de 1950 y 1960 y su rol en la historia del cine se mantiene como algo indiscutible. Muchas de las treinta películas que hizo a lo largo de casi medio siglo de carrera aparecen en rankings de las mejores de la historia y ya se ha repetido hasta el cansancio la forma en la que el cine de Kurosawa influenció a otros. Sergio Leone, George Lucas o el mismo Spielberg reconocen que le deben muchísimo al japonés y que se inspiraron en (por no decir robaron de) sus obras para hacer films como La guerra de las galaxias (1977), una película que toma mucho de La fortaleza oculta (1958), y Por un puñado de dólares (1964), luego reconocido como un plagio de Yoshimbo (1961).
Tan grande es su importancia que muchas veces la sola mención del nombre “Kurosawa” es suficiente para inspirar solemnidad y dar a entender que se está hablando de algo mayor y elevado. Quizás porque se ha vuelto un lugar tan obvio en la historia cinematográfica, irónicamente, hay algo de la obra de Kurosawa que repele y, por eso, son pocas las personas que no temen acercarse a ella y decir con exactitud por qué es importante.
Un poco de su biografía puede resultar esclarecedor para entender su motivación y su contexto ya que, partiendo de lo básico, Kurosawa se destacó en el cine en el Japón de la posguerra. Con una formación en artes plásticas, el mundo de la cinematografía no era la opción más obvia, pero empezó a trabajar en los estudios Toho en la década de 1940, inicialmente en roles menores. Si bien en este período llegó a dirigir algunas películas, su momento de mayor reconocimiento a nivel internacional llegó en 1950, con la presentación de Rashomon en el Festival de Cine de Venecia. Esta película, notable por su estructura narrativa, en la que se presentan múltiples perspectivas de un mismo evento, terminó ganando el León de Oro y catapultando al director japonés al estrellato.
A esta primera experiencia le siguieron otras películas super exitosas, incluyendo algunas de sus más icónicas, como el cuasi wastern Los 7 Samuráis (1954); la adaptación de Macbeth, Trono de Sangre (1957) y la bellísima Ikiru (1951), una reflexión cinematográfica sublime acerca de la vida y la muerte. El éxito mundial de Kurosawa en esta época era innegable y, a la vez, en Japón su obra no tenía mayor repercusión. Normalmente era comparado de forma con sus contemporáneos Kenji Mizoguchi y Yasujiro Ozu, más populares entre los japoneses, y en general salía perdiendo. Esto se debe, irónicamente, a su triunfo en el mundo. El éxito en Occidente de alguna forma perjudicó la imagen de Kurosawa en su propio país, ya que la distribución de sus films se volcó hacia afuera de las fronteras nacionales, dónde sabían que iban a vender bien, y los japoneses tendían a considerar a su trabajo como algo hecho a la medida del público extranjero.
Más allá del debate acerca de su “japonesidad”, un tópico donde toda discusión termina resultando fútil, el valor de Kurosawa radica en que supo hacer un tipo de cine muy personal que, como ya ha quedado claro, ha sido copiado muchísimo y que pocas veces ha estado a la altura del original. La versatilidad y la capacidad de conjurar géneros híbridos, como sus reconocidísimos “western” de samuráis, es probablemente uno de los aspectos de su cine más reconocidos. Pero a esta novedad narrativa se puede agregar una importantísima innovación de Kurosawa: parte de su singular búsqueda estética consistía en un uso intenso de lo visual como parte de la construcción de un relato. En un medio cinematográfico, por supuesto, hablar del uso de las imágenes para contar una historia no es nada nuevo, pero en el cine de Kurosawa, la composición y, especialmente, el uso calculado del movimiento son centrales en cada momento que vemos en sus películas. Como bien ha indicado Tony Zhou en un detalladísimo ensayo visual de la obra del japonés, sea por la manipulación del clima para generar una atmósfera específica, por el uso de los actores de forma grupal o individual o, simplemente, por los movimientos de cámara que elige, Kurosawa era capaz, sólo a través del uso de la imagen, de desatar toda una serie de respuestas en el espectador, mucho más intensas que si se hubiera limitado a “contaminarlas” con diálogos expositivos.
Este rigor casi científico a la hora de dirigir, naturalmente, sólo se podía lograr con una actitud perfeccionista. Kurosawa, es por eso también conocido por la obsesión con la que manejaba el detalle y por su personalidad sumamente controladora, trabajando no sólo como director de sus películas, sino también asumiendo roles protagónicos en otras áreas técnicas, como la edición. Su carácter estricto, razón por la que se lo apodaba “el emperador”, le valió muchísimos problemas con su grupo de trabajo e, incluso, produjo el distanciamiento entre él y su actor estrella, Toshiro Mifune, después de 1965.
Esta mano férrea, por supuesto, implica que la creación de las imágenes que vemos en sus películas estaba lejos de lo azaroso. En el cine de Kurosawa no hay espera innecesaria a la caza de un momento perfecto. Todo lo que se ve en la pantalla es el resultado de una arquitectura diseñada para generar la perfección por cuenta propia. Es así que, aunque se pueda criticar la narración y decir que el tempo del relato es bastante lento, todos reconocen que no hay ni un elemento de más en sus películas. Cuando pensaba en la forma en la que quería filmar, Kurosawa dibujaba cada plano y decidía como quería que todo se viera de antemano. Cuando llegaba el momento del rodaje, aún con todo ya diagramado, pasaba un rato dirigiendo a los actores y ensayando hasta por una hora antes de empezar. A tal preparación, aunque parezca un poco contradictorio, sumaba el uso de múltiples cámaras, algo bastante poco común en esa época, dispuestas para captar aquel momento perfecto desde varios ángulos. Gracias a todo este trabajo previo, cuando finalmente se rodaba, muchas veces una sola toma era suficiente para capturar lo que estaba buscando.
Aunque estas son características autorales que recorren toda su filmografía, el éxito en la vida de Kurosawa probó ser menos constante. Hacia inicios de la década de 1970 luego de su participación fallida en la hollywoodense Tora! Tora! Tora! (1970), y del fracaso de Dodes’ka-den (1970), el director intentó suicidarse. “Expulsado” de los estudios japoneses por lo caro de sus películas, hacia el final de su carrera Kurosawa debió asociarse con otros para conseguir el financiamiento de sus obras. Así es como aparece la participación soviética en Dersu Uzala (1975), la producción de los norteamericanos George Lucas y Francis Ford Coppola para hacer Kagemusha (1980), y la financiación francesa para la producción de Ran (1985).
Si bien estas obras contaron con reconocimiento en todo el mundo e incluso ganaron varios premios, para muchos no se comparaban con sus obras previas. Aunque, según estas visiones, ya se encontraba en decadencia, hacia el final de su vida Kurosawa dedicó sus últimos esfuerzos como director a la realización de un cine netamente introspectivo, como son Los sueños de Akira Kurosawa (1990) y su “despedida”, Madadayo (1993).