Dante Alighieri pertenecía a una antigua familia florentina. Entonces la ciudad estaba dividida en dos bandos políticos, los güelfos, a los que pertenecía el poeta, y los gibelinos. A pesar de estas discusiones políticas, Dante se casó con una gibelina y pretendió aplacar las diferencias entre estos grupos opositores. Su propuesta tuvo tan poca aceptación que, durante una misión a Roma, Dante fue declarado enemigo de Florencia y desterrado de su patria. Comenzó así un largo y amargo exilio que lo mantuvo separado de su familia por muchos años. Para ese entonces, había escrito su primera colección de sonetos, La vita nuova, donde aparecía la figura de Beatrice. Siempre se presumió que estos poemas estaban dedicados a Beatrice Portinari, una amiga de la infancia, perteneciente a una distinguida familia de la ciudad, que se casó con el banquero Simón Bardi. La trágica y temprana muerte de Beatrice caló profundamente en el poeta, quien idealizó (e inmortalizó) su recuerdo, no así el de su esposa Gemma, a la que jamás nombró en sus poemas.
Para el tiempo en que finalizó su peregrinaje literario por el infierno, el purgatorio y el cielo, Dante se había establecido en Rávena, actuando como diplomático en la corte del conde Guido da Polenta. Después de una misión a Venecia, Dante cayó enfermo de malaria y falleció en su ciudad adoptiva. Fue enterrado con honores en la iglesia de San Pier Maggiore. Bernardo Canaccio le dedicó este epitafio:
He cantado los derechos de la monarquía,
los cielos y la laguna Estigia que he visitado
mandado por el destino.
Después mi alma fue trasladada a un mejor lugar
donde me reuní con el Hacedor en el cielo.
Yo, Dante, yazgo enterrado en el exilio,
hijo de esa desamorada madre, Florencia.
Sin embargo, ni aun muerto lo dejaron en paz. Dante había sido un continuador de la prédica del médico árabe, Averroes (el mismo que cita Borges en El Aleph), pero el papa Juan xxii veía esta prédica con malos ojos y condenó a Dante por hereje, aun después de muerto, y ordenó quemar su libro De monarchia.
Doscientos años después de haber pasado a la inmortalidad, en 1519, un grupo de florentinos le pidió al papa León X, de la casa de los Médicis, que facilitase el regreso póstumo de Dante. Entre los firmantes se encontraba el mismísimo Miguel Ángel, que se comprometía a construir en Florencia una tumba digna del admirado poeta. El papa, como buen florentino, no podía denegar la vuelta del hijo pródigo y autorizó el traslado. Cuando la comisión solemnemente abrió el sarcófago del bardo, encontró, para sorpresa de todos, que el poeta -o lo que quedaba de él- había abandonado su tumba. ¿Dónde estaba Dante? Por más que buscaron, había desaparecido. Quizás, se esperanzaron algunos, se había fugado en búsqueda de su etérea Beatrice.
Lo que sucedió fue más simple: los monjes franciscanos, para evitar la forzada sustracción de su hijo adoptivo, hicieron un orificio en su sarcófago, retiraron por allí todos sus huesos y los escondieron tras una puerta que permaneció cerrada hasta 1865. Desde entonces, los restos de Dante descansan en la hermosa capilla que la ciudad de Ravena le dedicó. Sin embargo, algo le faltaba al poeta…
En 1999, apareció entre dos libros de la Biblioteca Nacional de Florencia un pequeño sobre que decía contener las cenizas del poeta. El profesor Masón, presidente de la sociedad Dante di Italia, sospechó que no eran legítimas ya que, como vimos, este no había sido cremado. Lo que pasó es algo más complicado de explicar.
Cuando el esqueleto de Dante fue redescubierto en Ravena en 1865, tras la puerta entre las capillas Rasponi y Braccioforte, el escultor Enrico Pazzy recogió el polvo de la urna y lo guardó en este sobre, que envío a la biblioteca de Florencia, para que al final tuvieran, los pobres florentinos, al menos una partecita del poeta. Por una desventura póstuma, esta carta permaneció extraviada por más de cien años. Al final de cuentas, los florentinos tenían a su hijo dilecto sin saberlo.
En 1878, un tal Pasquale Miccoli, en su lecho de muerte, entregó un paquete a sus descendientes, donde aparecieron unos huesos que, dijo, pertenecían a Dante. Efectivamente, estas eran partes de la osamenta que le faltaba al divino poeta y que Miccoli, al parecer, había tomado prestadas.
Pero no fue el único en dispersar a Dante. Muchos otros practicaron esta costumbre de tomar recuerdos íntimos de él. Es más, algunos comentan que ciertas partes del poeta terminaron en un puerto lejano de Sudamérica, llamado Buenos Aires.
El señor Luigi Barolo, próspero comerciante italiano que había hecho fortuna en Argentina, construyó el edificio más alto del país para eternizar su nombre y honrar al admirado poeta florentino. Pensaban, tanto Barolo como el arquitecto Pianti, que tarde o temprano estallaría una guerra peor a la que habían conocido en Italia a principios de siglo XX. Era menester, entonces, tener preparado un enterratorio a la altura de Dante. Por esa razón, el edificio que construyó reproduce las aventuras de Alighieri por los cielos y los infiernos y, además, albergó una réplica de la tumba que Miguel Ángel concibiera para él. Hoy la tumba ya no está en el palacio Barolo y nadie recuerda la simbología del edificio pero, en alguno de sus secretos pasajes, dicen que descansa una minúscula porción del bardo disperso.
Hacia 1921, en el mundo había tantos huesos, astillas y cartílagos atribuidos a Dante, que una comisión de anatomistas debió ser convocada para completar el rompecabezas óseo del poeta, que aún yace en Rávena, lejos de su ingrata Florencia.