“Cuando ya tenía un auto último modelo, tapizado con cuero de jaguar, llegó hasta un bar de Constitución y le pidió al dueño que le hiciera seis especiales de jamón y queso. ‘No me los envuelva —le dijo— y póngalos en hilera sobre el mostrador’. Preguntó cuánto costaban, pagó y de un manotazo tiró los sandwiches al suelo.
Frente a la sorpresa del dueño del bar, que no sabía explicar la actitud de aquel hombre espectacularmente vestido según la línea Divito, se oyó la voz del visitante más fuerte que al comienzo: ‘Hace diez años, yo tenía hambre, lustraba zapatos aquí enfrente y vos me negaste un sandwich’…
Aplaudido y apostrofado en vida, la historia de este personaje arrancó en Mercedes, San Luis, el 25 de mayo de 1925. A los 13 años de edad hizo un pequeño envoltorio con su escasa ropa, se trepó a un tren de carga que iba rumbo a Buenos Aires y decidió vivir por su cuenta.
La primera noche la pasó en el Ejército de Salvación, y al otro día, con un cajón de lustrar que le prestaron, compró dos cajas de betún y junto a un banco de Plaza Constitución empezó a sacarle brillo a Buenos Aires.
Por las tardes iba a tomar el café con leche —gratis— en la Misión Inglesa de San Juan y Paseo Colón, servido por la generosidad del padre Thompson. Después de la merienda había guantes de boxeo para los interesados. ‘Le tenia tanta bronca a la vida —contaría años después— que pedí un par de ellos’.
Esa tarde tiró a un marinero que le llevaba diez años y uno de los testigos de la escena, un peluquero albanés llamado Lázaro Koci, debe haber sentido lo mismo que Neil Armstrong al pisar la Luna. A partir de ese momento se abriría la gran leyenda de José María Gatica, llevado de la mano, por el peluquero.
En poco tiempo se convertiría en el más grande imán de taquilla del Luna Park, al influjo de características de peleador casi sin paralelo. El 25 de febrero de 1946 debutó como fondista superando por puntos a Miguel González, y ese mismo año comenzaría el pleito interminable. El 31 de agosto enfrentó por primera vez en el profesionalismo a Alfredo Prada y lo venció por puntos. El duelo ya venía del campo amateur con un triunfo para cada uno y con los guantes chicos se encontrarían otras tres veces para robustecer la paridad: dos victorias para Prada y dos para Gatica.
Prada fue la sombra, el hombre que no se acomplejaba ante ‘El Tigre’. Todos los otros, Federico Thompson incluido en su debut porteño, parecían indefensos frente a su accionar portentoso, avasallante.
Protagonizó incidentes que quizá se agrandaron y los palos le cayeron sin piedad. Tuvo gestos como para enternecer a Bela Lugosi, pero pocas veces se contaron.
En una Navidad encontró a un lustrabotas de diez años, flaco, errante, con la brújula en todos los rumbos. Lo llamó, lo hizo entrar en una gran confitería de la calle Santa Fe, compró pan dulce, champaña, un pavo y lo llevó en su auto hasta la villa miseria en que vivía. ‘Esta Navidad —le dijo a los padres— la pago yo’.
En el Luna Park no tuvo tregua: la mitad del público lo iba a ver ganar y la otra mitad, enardecida por sus desplantes ufanos, soñaba con verlo perder de cualquier manera.
De esta forma su figura estuvo permanentemente adornada con luces y sombras, silbidos y aplausos, con especiales de jamón y queso mordidos con bronca, y también con mantel largo y vinos con edad de la ‘colimba’.
A fines del 50 se fue a Estados Unidos, pero no reparó jamás en la importancia de la oportunidad que se le ofrecía. En su primer combate venció a Terry Young por nocaut en el cuarto asalto y todo quedó listo para enfrentar al campeón mundial de los livianos, un negro excepcional llamado Ike Williams. La pelea no era por el título, pero encerraba un trampolín que no vio o no quiso ver. El 5 de enero de 1951 se hizo el breve combate y su mandíbula se estrelló rápidamente contra el puño del campeón y perdió por toda la cuenta.
El maestro Fioravanti, relator de la efímera pelea, nos contaría hace unas semanas: ‘Fui al hotel para consolarlo, pensando en su tristeza. Eran las tres de la mañana y cuando me abrió la puerta me encontré a Gatica muy bien acompañado, bailando al compás de una rumba’.
La campaña oficial se cerró el 6 de julio de 1956 y después, súbitamente, llegó la niebla. Peleas por el interior, hasta algún encuentro de catch, y el retorno a la calle sin protección económica alguna. Así, tristemente, volvió a la primera estación.
El 12 de noviembre de 1963 moría en el hospital Rawson. Vendía muñequitos rojos muy cerca de la cancha de Independiente y cayó bajo las ruedas de un colectivo de la línea 95.
Los hombres que se ponen en jueces lo castigaron sin lástima y aún lo siguen haciendo. Los que apenas comprendemos, sin ser árbitros jamás, lo recordaremos siempre.
Lo dijo Félix Daniel Frascara y basta: ‘Como Gatica no habrá ninguno igual, no habrá ninguno’”.
Fuente: Texto de El mundo de luces y sombras de José María ‘Mono’ Gatica, nota de El Veco en el diario La Opinión del 12 de noviembre de 1977.