El robo del cadáver del presidente Abraham Lincoln

“Si tuviera dos caras, ¿estaría usando esta?” Abraham Lincoln

 

Sic semper tyrannis…[1] Quizás Abraham Lincoln no llegó a escuchar esta frase, menos aún a comprender que era a él a quien estaba dirigida cuando la bala asesina de John Wilkes Booth puso fin a sus días en el Ford´s Theatre de Washington, un lugar apropiado para el final trágico del presidente norteamericano, perpetrado por un actor shakespereano.

El doctor Edward Curtis fue el encargado de hacer la autopsia del presidente asesinado. Pura formalidad: todos sabían la causa de su muerte. Al menos los guantes, las gasas y hasta unas astillas de huesos fueron a parar al Museo Nacional de Salud y Medicina en Washington D. C.

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<i>Asesinato de Abraham Lincoln</i>. De izquierda a derecha: Henry Rathbone, Clara Harris, Mary Todd Lincoln, Abraham Lincoln y John Wilkes Booth (Litografía coloreada de Currier and Ives, 1865).</p>
<p>“><em>Asesinato de Abraham Lincoln</em>. De izquierda a derecha: Henry Rathbone, Clara Harris, Mary Todd Lincoln, Abraham Lincoln y John Wilkes Booth (Litografía coloreada de Currier and Ives, 1865). </p>
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John Wilkes Booth.
John Wilkes Booth.

 

 

La nación estadounidense estaba consternada, anonadada por el magnicidio. La primera reacción del Congreso fue ofrecer la cripta bajo su cúpula para alojar los restos del presidente asesinado. Dicha cripta había sido construida para albergar los restos de George Washington, pero la familia de este decidió que descansara en Mount Vernon. Por tal razón, la cripta se encontraba sin huésped alguno… y siguió así. Ahora era la familia de Lincoln la que declinaba dicho honor. El presidente asesinado sería enterrado en Springfield, Illinois, la ciudad testigo de sus primeros triunfos.

Para transportarlo por casi dos mil kilómetros hasta su enterratorio, era necesario conservar el cadáver. Esto no revistió mayores complicaciones ya que, durante la reciente Guerra Civil que había despedazado al país, preservar los cadáveres de los soldados caídos ‒para ser devueltos a sus seres queridos al lugar de donde eran oriundos‒ había sido una de las consignas del Ejército estadounidense. La legislación aprobada bajo estas circunstancias dio lugar al desarrollo de técnicas de embalsamamiento mediante la inyección de químicos. La primera patente, otorgada en 1856, pertenecía a J. Anthony Gaussardia. En pocos años, muchas patentes prosperaron para preservar a los héroes muertos y, de esta forma, las familias podían ver por ultima vez a su ser querido caído en servicio. Ahora era el turno del presidente. Su cuerpo fue embalsamado por Thomas Holmes[2], con un líquido de su invención llamado, curiosamente, innominata.

Durante el viaje a Springfield, que duró dos semanas, un millón de personas pudieron contemplar el cadáver perfectamente conservado del presidente. Junto al de Lincoln, viajaba el ataúd que contenía los restos de su hijo, muerto tres años antes, cuando el jefe de Estado enfrentaba uno de los momentos más dramáticos del conflicto. Estas circunstancias habían sumido a Lincoln en un estado depresivo del que llegó a sobreponerse. Su esposa jamás se recuperó completamente del fallecimiento de su hijito y, menos aún, de la muerte del presidente.

Como dato curioso, la noche del asesinato, Lincoln estaba con su hijo Todd, y el general Edelmiro Mayer, un oficial argentino voluntario que peleó por la Unión dirigiendo tropas de color. Edelmiro fue un buen amigo de Todd y un testigo privilegiado de los terribles sucesos de esa noche.

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El tren del cortejo fúnebre de Lincoln.
El tren del cortejo fúnebre de Lincoln.

 

 

Cuando llegó a Springfield, su cadáver fue transitoriamente hospedado en una bóveda del cementerio, mientras esperaba la conclusión del mausoleo que se construía en su memoria. Fue entonces cuando se leyeron los versos que Walt Whitman le dedicara: “This dust was once a man [Este polvo alguna vez fue un hombre]”.

Esta transición duró ocho años. Con el tiempo, el cadáver fue trasladado diecisiete veces y verificada su identidad en cinco oportunidades, pero lo más llamativo de estas aventuras póstumas fueron los intentos de secuestro que debió soportar el presidente muerto, no por cuestiones políticas o ideológicas, sino por la aviesa intención de cambiarlo por un criminal.

Big Jim Kennally estaba a cargo de un gran negocio: falsificaba dólares. Lo hacía tan bien, que era casi imposible diferenciar sus productos de los billetes oficiales. Eran tan, pero tan exactos, que el Tesoro estadounidense se había visto obligado a retirar de circulación los billetes de cinco dólares. No lo hacía solo, es más, no lo hacía él. Las placas las confeccionaba un tal Benjamin Boyd, un artista en lo suyo. Por desgracia para Kennally, el Servicio Secreto puso preso a Boyd y confiscó sus placas.

Nunca sabremos cómo Big Jim concibió la peregrina idea de cambiar el cadáver de Lincoln por la liberación del habilísimo Boyd y, además, reclamar doscientos mil dólares por las molestias ocasionadas. Magnífica idea en su concepción, aunque de dificultosa concreción.

En un principio, Kennally contrató al hombre equivocado. En una noche de copas y mujeres, este se dio aires con una señorita y le confesó sus intenciones de secuestrar al cadáver del presidente. La damisela en cuestión ‒que podría haber tenido una vida airada, mas no por eso dejaba de ser un patriota‒, sin dudarlo, comunicó a las autoridades las delictivas intenciones de su festejante, que desbarataron el primer intento de liberar a Boyd.

Sin darse por vencido, Kennally contrató a dos profesionales de fuste, Terrence Mullen y Jack Hughes. Estos planearon dar el golpe la noche del 7 de noviembre de 1876. Esa noche se conocería el nombre del nuevo presidente de Estados Unidos. ¡Qué mejor fecha para secuestrar a un ex mandatario!

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Fotografía de Lincoln del 8 de enero de 1864.
Fotografía de Lincoln del 8 de enero de 1864.

 

 

Afortunadamente, una vez más la información se filtró (no quisiéramos creer que delincuentes de esta talla se vanagloria de sus futuras fechorías frente a las damas de transitoria compañía, ¿no tendrían otro tema de conversación?). Los rumores llegaron a los oídos de Robert Todd Lincoln, único hijo del ex presidente que intentaban secuestrar. Advertido el Servicio Secreto, intentaron infiltrarse en la banda con uno de sus dobles agentes. A tal fin, involucraron a un ladronzuelo llamado Swegles, cuya especialidad era, justamente, el robo de cadáveres para las facultades de Medicina.

Incorporado a la banda, este mantuvo informadas a las autoridades. Por tal razón, el día que el grupo destinado a sustraer el cuerpo embalsamado del Lincoln partía de Chicago a Springfield, los siguió una nutrida comitiva de agentes secretos que viajaban como tales, es decir, sin uniforme ni placas que denunciasen su condición. Adelantándose a los malvivientes, los agentes de la ley ocuparon los oscuros recovecos de la cripta presidencial. Esperaron a lo largo de tres horas hasta que Mullen, Hughes y compañía hicieron su ingreso en búsqueda del sarcófago presidencial. Swegles debía darles a los guardianes de la ley la señal para actuar pero, rodeado por la pandilla, no encontraba oportunidad para hacerlo, hasta que ya con el ataúd a cuestas lo enviaron a buscar el carro. Advertidos los agentes del orden, salieron prontamente de sus escondites para apresar a los delincuentes con las manos en la masa o, mejor dicho, en el féretro. Entre disparos, gritos, órdenes de arresto y exhibición de placas, los agentes se aprestaron a detener a los secuestradores… pero estos ya habían desaparecido. ¿Dónde estaban?

Resulta que, incómodos en las penumbras de la tenebrosa cripta, y temerosos de las retaliaciones póstumas del presidente, los malhechores habían decidido esperar al carro en un lugar menos sombrío. A las puertas del cementerio, oyeron los gritos y los disparos. No les alcanzaron las piernas para huir, creyendo que un ejército diabólico venía a castigarlos por perturbar el descanso de los justos.

A Kennally nunca lo atraparon. Mullen y Hughes solo pasaron un año en prisión y debieron pagar una multa de setenta y cinco dólares, no porque el robo de cadáveres fuese considerado un delito, sino por haber conspirado en sustraer un ataúd, que sí era un delito. Benjamin Boyd terminó sus días en prisión.

Lo cierto es que este intento obligó a mantener al cuerpo de Lincoln fuera de la cripta por once largos años. Durante ese tiempo, los desprevenidos visitantes rindieron sus respetos a una tumba vacía.

Como hemos mencionado, el doctor Curtis había retenido unos fragmentos de hueso en la autopsia. En 1991, pidieron permiso para hacer una prueba de ADN y confirmar si el aspecto delgado y elongado del estadista se debía al síndrome de Marfan (que, entre otros, afectó a Paganini, como veremos más adelante). Un Comité del Museo Nacional de Salud y Medicina decidió que todavía no se sabía lo suficiente sobre la genética de este síndrome y que no valía la pena seguir perturbando los restos de Lincoln hasta que no se conociera el tema en profundidad. La ciencia dirá…

En 1901, Abraham Lincoln fue colocado definitivamente en el sarcófago de su enterratorio, custodiado por toneladas de cemento para desalentar cualquier otro intento de sustracción, a cambio de vaya uno a saber qué cosa…

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[1]. Esta frase: “Así siempre a los tiranos”, se le atribuye a Marco Junio Bruto en la versión de Julio César de Shakespeare. La pronunció a la vez que clavaba el puñal asesino en el cuerpo del que, hasta entonces, había sido su protector. Julio César solo atinó a preguntar: “Et tu, Brutus?”.

[2]. Este conservaba en su casa de Brooklyn muchos cuerpos embalsamados. No era raro ver cabezas sobre los sillones de su living. Como era de suponer, Holmes murió loco.

El Asesinato de Lincon

 

 

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