Cándido López, “el manco de Curupaytí“, fue un hombre con una profunda sensibilidad. En sus obras —retratos del campo de batalla— se percibe con claridad su capacidad para transformar la atrocidad de la guerra en un manifiesto a la belleza. Hombrecitos que parecen jugar, en medio de los verdes prados paraguayos, donde ocurrió la Guerra de la Triple Alianza, a los tiros, al enfrentamiento, a la muerte.
Cándido López vivió todo eso: en 1864 se enroló en el Batallón de Guardias Nacionales de San Nicolás y fue a combatir en esa cruenta guerra. Como sabía leer y escribir lo pusieron como Teniente 1° y le asignaron un pelotón, pero como aún no sabía manejar un arma prefirió el cargo de Teniente 2°. Estando en combate, en sus tiempos libres, se dedicaba a pintar paisajes de campamentos militares. Elegía un lugar alto y hacía bocetos.
Al volver de la guerra, lo hizo en condiciones lamentables: una granada había estallado a su lado y con la explosión perdió el brazo derecho —aunque hay historiadores que dicen que fueron las esquirlas de una metralla y, tras estar vendado en vano, debieron amputarlo—. Tuvo que entrenar su mano izquierda. Y lo hizo. La sensibilidad seguía estando en él.
Entre 1888 y 1901 hizo los principales cuadros, esos que hoy están en el Museo Nacional de Bellas Artes. Al año siguiente, en un campo que había alquilado en la ciudad bonaerense de Baradero, murió.
Sus mejores obras: