¿Pudo alguien en el siglo XX pensar y sentir como un romano del siglo I d.c? Un libro demuestra que esto fue posible. Este año se cumplieron 70 años de la publicación de Memorias de Adriano, la gran novela de la escritora belga –nacionalizada estadounidense– Marguerite Yourcenar (1903-1987). Si bien escribió ensayos, poemas, teatro, memorias familiares, la escritura más radiante de Yourcenar está en sus novelas históricas.
Provenía de una familia aristocrática. Todo en su vida parecía preparado para que su destino fuera inevitablemente literario. Su padre le enseñó latín a los 10 años, y griego clásico a los 12; a los 8 años, ya leía a Racine y a Aristófanes. Una educación a través de los libros que compensaba el hecho sorprendente de que la escritora no recibió una educación formal. Nunca fue a la escuela.
Como su padre, que era viajero, Yourcenar se entregó a los viajes, y estuvo en la capital italiana cuando se produjo en 1922 la Marcha sobre Roma de las camisas negras, los seguidores de Mussolini que lo llevaron al poder. Así se inició el encuentro de la escritora con Italia. Se entregó a lecturas eruditas y apasionadas sobre el Imperio Romano, en cuya historia encontraría al personaje que brillará en su novela más universal.
Viajó con insistencia a Grecia, país que adoptó como su patria espiritual. Tradujo a Cavafis junto al poeta, también griego, Constantin Dimaras. Y vertió al francés Las olas, de Virginia Woolf, cotejando la traducción con la propia escritora en su casa de Bloomsbury.
Como otros intelectuales y artistas, Yourcenar escapó de la tempestad que devastó a Europa con la llegada de la Segunda Guerra Mundial. Encontró refugio en Estados Unidos y allí compartió su vida con Grace Frick, traductora norteamericana con la que vivió hasta la muerte de esta, en 1979.
En la posguerra, en 1951, se publicó su esfuerzo de una década: la muy documentada Memorias de Adriano, una extensa e imaginaria carta del emperador romano Adriano, que vivió entre los años 76 y 138. Yourcenar se embriagó con este personaje, el tercero de los llamados cinco emperadores buenos. Un emperador que tenía como modelo de gobernante justo y eficaz a su predecesor, el famoso Trajano. Adriano, de origen español, nacido en Itálica, en Sevilla, ya llamó la atención de sus contemporáneos cuando no continuó la política de las muchas guerras para expandir el imperio. Su gobierno fue de relativa paz, y se dedicó a los viajes y a cultivar su hondo amor por la cultura y la filosofía griegas, por los estoicos y los epicúreos, al tiempo que pasó mucho tiempo en Atenas, a la que dio nuevos bríos y grandes obras.Como otros intelectuales y artistas, Yourcenar escapó de la tempestad que devastó a Europa con la llegada de la Segunda Guerra Mundial
Yourcenar imaginó ser Adriano; una mujer capaz de, por la magia literaria, devenir hombre dentro de la ficción. Y a poco de aparecida la novela, de un estilo lírico y preciso, cosechó muy buena crítica, acaparó el interés, fue un éxito editorial que derivó en numerosas ediciones que continúan hasta la fecha. Un hecho que insinuaba que, a mediados del siglo de las dos grandes guerras mundiales, había todavía espacio para la alta literatura. Grace Frick hizo una difundida traducción inglesa de la obra, y Julio Cortázar otra en español, aún de referencia, que tuvo muchos lectores en la Argentina.
En 2005, el cineasta británico John Boorman anunció el proyecto de adaptación cinematográfica de la novela. Hasta se barajó el nombre de Antonio Banderas para interpretar al emperador romano. Sin embargo, la iniciativa terminó en la nada.
El éxito de Memorias de Adriano generó expectativas por la nueva novela de Yourcenar. Antes de que ésta llegara, la escritora pasó la Semana Santa en Sevilla y luego se trasladó a Granada, donde visitó el posible sitio del fusilamiento de Federico García Lorca durante la guerra civil española. Y el 10 de mayo de 1960 le envío a Isabel García Lorca, hermana del poeta, una emotiva carta en la que evoca al creador de Bodas de sangre.
La nueva novela finalmente llegó en 1965. Opus nigrum es la historia del médico, filósofo y alquimista Zenón, sabio renacentista apasionado por el saber que sufre las estocadas de los dogmas, supersticiones y prejuicios de su época. Este nuevo encuentro de literatura e historia tuvo también una entusiasta recepción. Y dio lugar a una adaptación cinematográfica, esta vez sí realizada, L’Oeuvre au noir, en 1988, del reconocido cineasta belga André Delvaux.
Más allá de los logros literarios de Opus nigrum, la mejor entrada a la obra de Yourcenar es sin duda la larga carta de Adriano a Marco Aurelio, el emperador que fue a su vez un sabio estoico. En ella, Adriano le habla de su vida, de sus responsabilidades de gobierno y sus viajes, del arte y su apuesta por la paz, de la amistad y su amor por su joven amante Antínoo, cuya muerte lloró amargamente.
Unas largas memorias cuya idea seminal surgió cuando, al releer un volumen de la correspondencia de Flaubert, en 1927, Yourcenar dio con una frase que la impactó vívidamente: “Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único desde Cicerón hasta Marco Aurelio en que solo estuvo el hombre”. Ese hombre, imaginado como un emperador por Yourcenar, se le apareció desde lo que también Flaubert llamó la “melancolía del mundo antiguo”. Y para recrear esa mirada lejana Yourcenar se valió de numerosas lecturas que aclara en el cuaderno de notas de su novela.
Yourcenar encontró en el emperador romano el desafío de novelizar sus pensamientos y recuerdos. Adriano recuerda así su juventud, sus jornadas de caza en la Toscana, sus días militares junto con Trajano y la conquista de Dacia; la estancia en su amada Grecia; la noche en el desierto de Siria en la que conoce a un sabio brahmán que, cansado de este mundo ilusorio según su filosofía, se lanza a la llamas para, con el arder de su carne, escapar hacia lo que cree es la verdadera realidad; o su paso por los misterios de Eleusis, los ritos secretos que, en la Grecia antigua, prometían la inmortalidad.
Itinerarios del hombre que luchó contra la corrupción en su propio gobierno imperial. Como parte de este proceder, desplazó de los cargos importantes en las provincias a los ambiciosos e imprudentes y los reemplazó por técnicos competentes, profesionales de la administración. Así, dice, “despedí a los funcionarios incapaces”. Por eso, en un momento de balance, Adriano se siente satisfecho por haber mantenido la paz y la buena administración en el imperio; está feliz porque “había luchado lo mejor posible para favorecer el sentido divino en el hombre, sin sacrificar lo humano. Mi felicidad era mi retribución”.
Pero no hay ninguna dicha completa, ni para un emperador. Cuando llega a la vejez se dice, con resignación: “He llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrotada aceptada”.
En el momento de su muerte se marcha con su último deseo: “Todavía un instante miremos juntos las riberas familiares, los objetos que sin duda no volveremos a ver…tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos…”
Entrar a la muerte alerta, despierto. La impresión de sabiduría que queda en el lector luego de recorrer la vida del emperador no debería separarse, según la propia escritora, de su gran logro como hombre de gobierno, como político, más que como monarca filósofo que quiere gozar en el banquete de la felicidad y el conocimiento.
Por eso, Yourcenar no dudó en aclarar que, si Adriano “no hubiera mantenido la paz del mundo, y no hubiera renovado la economía del imperio, sus venturas y desventuras personales interesarían menos”. En otra oportunidad, la escritora señaló que “lo esencial es que el hombre llegado al poder haya probado luego que merecía ejercerlo”.
Luego de llegar a lo alto, Adriano demostró que era digno ocupante del trono, por sus méritos y no por su monopolio de la fuerza.
En 1980, Yourcenar fue aceptada como miembro de la Academia Francesa de las letras. A los halagados con ese reconocimiento se los llama “los inmortales”. La “inmortal” ocupó el sillón que había sido de Roger Caillois, pero siguió eligiendo como lugar de residencia su casa de Mount Desert Island en el estado de Maine, Estados Unidos; una casa que actualmente es un museo abierto a las visitas durante los veranos.
En 1986 se encontró con Borges en Ginebra, pocos días antes de la muerte del autor de El Aleph. Yourcenar le preguntó entonces al escritor argentino cuándo saldría de su laberinto, a lo que éste respondió: “Cuando hayan salido todos”. Ironía desencantada que acaso sugiere que nunca saldremos de nuestros laberintos.
Para recrear la vida íntima de Adriano, Yourcenar imaginó el laberinto del emperador. Tal vez dentro de un siglo otra novelista tan brillante como la artista belga intente descifrar el laberinto de algún hombre del poder de este tiempo de pandemia y sueños quebrados. En todo caso, muchos líderes actuales harían bien en sacar algunas lecciones del Adriano que Yourcenar creó.
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Esta nota fue extraída de La Nación