Si la intención del ex libertino era impartir una lección de moralidad, no fue lo que logró con da Ponte quien, después de algunos problemas con la justicia veneciana por deudas impagas y quejas de maridos celosos, decidió que era mejor probar suerte en Viena, donde fue nombrado libretista del nuevo teatro italiano de la Corte. Suponemos que el rey de Austria, José II, estaba interesado en conocer qué podía contar este cura sacrílego, acusado de adúltero y ludópata. Era de esperar que sus libretos serían más divertidos que sus sermónes …
En Viena conoció a Mozart quien viajaba en la comitiva del arzobispo de Salzburgo. Pronto comenzaron a trabajar juntos, ya que la ópera italiana se había puesto de moda. El sacerdote cuenta en su (no siempre confiable) autobiografía, que inmediatamente percibió el dotado talento del joven austríaco.
Da Ponte ya había comenzado con éxito su carrera de libretista escribiendo “Il burbero di buen cuore” (basado sobre una obra de Goldoni) para el músico Vicente Martín y Soler. Pero su cetro como libretista estaba disputado por el abate Casti, quien no hacía honor a la castidad a la que aludía su apellido. No solo la disputa era por la calidad de los textos, sino que existía una secreta competencia para ver cual de los dos tenía peor fama. Una ardua tarea.
Mozart buscaba afanosamente un libretista para dar popularidad a su música. La ópera, entonces, no era una afición de las élites, era objeto de devoción popular. Un aria exitosa se entonaba en cualquier lugar, en mercados, en hogares burgueses y burdeles. Además, el libreto debía ser prestase atención, ya que los asistentes comían y charlaban durante la presentación. El silencio sepulcral y respetuoso, para escuchar un aria o un dueto, vendría mucho después.
Mozart y da Ponte se pusieron a trabajar en la obra de Beaumarchais, “Le mariage de Figaro”, estrenada poco antes en París. Los devaneos amorosos y el adulterio, eran poderosos atractivos pasionales que despertaron el interés del público y de José II. El dúo repitió el tema, esta vez con un final trágico, en Don Giovanni. Da Ponte no daba abasto y mientras escribía este libreto, desarrollaba la trama de otras dos óperas, con la ayuda de cigarros, café y una jovencita…
La última colaboración entre el músico y el sacerdote libretista fue “Così fan tutte”. Se supone que el mismo José II sugirió el tema ya que tenía fama de misógino.
La muerte del compositor truncó la continuidad de esta asociación que nos regaló obras de una frescura ingeniosa, ese brillo de picardía que fue sello inmortal de este dúo.
Da Ponte, gracias al prestigio logrado, viajó por otras ciudades de Europa. Praga, Dresde y finalmente Londres, donde además de escribir libretos fue administrador del King’s Theater. Podría haber hecho una carrera en la capital inglesa, pero el escándalo lo precedía y las deudas lo perseguían. Debió abandonar la ciudad con una nueva amante y dirigirse hacía un destino insólito: Nueva York. En el nuevo mundo, mientras se ganaba la vida como comerciante, continuó su actividad de empresario teatral, organizando conciertos de música italiana. El elegido fue Gioachino Rossini.
En 1830 redactó sus memorias que, como ya hemos dicho, goza de las imprecisiones, autojustificaciones y exageraciones propias de cada autobiografía. Sus pasiones se fueron sosegando por la imposición de los años y el agotamiento de las hormonas, o como él lo puso:
Haré como hombre que tras larga vía
menguar siente el aliento en cuerpo laso;
que, si está anocheciendo, aprieta el paso
hacia morada que ya ver ansía
Ese momento le llegó el 17 de agosto de 1838 cuando “poca tierra y mudo ocaso sean de mis cenizas tumba fría”