La muerte natural de Pancho Villa, con 12 balas en el cuerpo

“Parral me gusta hasta pa´ morir”, habría dicho Pancho Villa antes de partir hacia ese pueblo en el sur del Estado de Chihuahua. Nunca se sabrá si realmente pronunció estas palabras premonitorias o si se trata de una leyenda más de las que rodean al Centauro del Norte, un general analfabeto pero con capacidad innata para conducir, un amante feroz, un político astuto que entendió que era mejor retirarse antes de esperar un tiro por la espalda, como los que habían recibido Emiliano Zapata, Francisco Madero y Venustiano Carranza, entre muchos otros.

Pero no fue un tiro sino 150 balas las que dispararon nueve asesinos que lo esperaban en Parral. Doce lo atravesaron, dejando su cuerpo inerte expuesto al tórrido sol del verano mexicano. “Mi vida será contada de muchas formas”, dijo y fue tan así que dictó tres autobiografías que en nada se parecen. Ni siquiera puede uno estar seguro de cuál era su verdadero nombre, si José Doroteo Arango, Arango Germán o Francisco Germán.

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Su vida fue una sucesión de aventuras, desde sus días de forajido pasando por su participación en la revolución mexicana o apoyando al presidente Madero, hasta su fallida incursión en Columbus. Esta fue la única invasión armada que habían sufrido los norteamericanos y que gestó la expedición punitiva del general Pershing para dar con el líder rebelde. Sin embargo, tras once meses de infructuosa búsqueda, no pudieron dar con el evasivo Centauro quien seguía de cerca el derrotero del ejército americano.

Pancho Villa no quiso estirar su suerte y negoció con el presidente Álvaro Obregón una salida política. Se afincó en una hacienda de la localidad de Canutillo, propiedad donada por el gobierno mexicano, con cincuenta guardaespaldas para asegurar su vida. Sabía que muchos lo querían matar, empezando por el mismo presidente, antiguos enemigos y parientes de las víctimas de los conflictos en los que había participado. No solo tenía poderosos enemigos en México, sino que a su cabeza le habían puesto precio los mismos norteamericanos que lo habían perseguido por el norte del México.

Cuando las balas asesinas atravesaron su cuerpo, se podría decir que el general Pancho Villa falleció de “muerte natural”, ya que era absolutamente natural que un hombre que dirigió ejércitos de más de cincuenta mil hombres, transportados por trenes y aviones, responsable del deceso de docenas de miles de combatientes, fuese asesinado de esta manera. Natural era que muriese acribillado.

La autoría intelectual de este magnicidio a la mexicana fue del presidente Álvaro Obregón y su sucesor Plutarco Elías Calles, quienes respondían así a la exigencia nunca escrita del gobierno norteamericano. Al coronel Lara le pagaron para hacer los arreglos finales de esta “muerte natural”. Los encargados de ultimar a Villa fueron el diputado Jesús Salas Barraza, Melitón Lozoya y el general Joaquín Amaro Domínguez, todos ellos enemigos declarados que sabían que sus días estaban contados si el Centauro continuaba vivo. O era Villa o eran ellos. De allí que se organizaron para matarlo cuando pasase por Parral, cosa que hizo el 20 de julio de 1923. Al primer intento debieron suspenderlo porque coincidió con la salida de los niños de la escuela. Pocas cuadras después nueve hombres dispararon a mansalva contra el vehículo.

El general murió en el acto. Los hombres que participaron en su asesinato fueron condenados a 70 años de prisión, pena conmutada apenas un año más tarde. Para 1924, ninguno de ellos seguía en la cárcel.

Tres años después de su muerte, la tumba de Villa fue profanada y su cabeza cortada. Desde entonces nadie sabe dónde está, ni se conoce a ciencia cierta quién ordenó este escarnio. La versión que más se ha difundido señala a Prescott Bush -abuelo del Presidente- como el instigador principal, pero esa es otra de las muchas historias que rodean tanto la vida como la muerte de Pancho Villa.

 

Esta nota también fue publicada en Ámbito

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