A principios de los ’70, un concierto organizado como medio para una ayuda humanitaria era algo innovador. Ravi Shankar, músico de origen bengalí, contactó a su amigo George Harrison para proponerle hacer un concierto juntos con el fin de recaudar fondos para ayudar a los refugiados de Bangladesh; Harrison no sólo aceptó sino que propuso hacer algo a gran escala. Así, el ex beatle se convirtió en el primer artista en organizar un evento de este tipo, con un alto nivel de producción y enorme magnitud.
Decía Ravi Shankar: “La tristeza me invadía. Me encontré con George en California y le dije que quería hacer algo por Bangladesh. Le expliqué la situación y le di algunas cosas para leer. Cuando comprendió lo que sucedía quedó profundamente afectado y me dijo que quería ayudar. Las cosas se movieron rápido: George llamó a Ringo, que estaba en España. Ringo llamó enseguida a Leon Russell. Todos se involucraron inmediatamente. A último momento se acopló Bob Dylan, y ya no nos quedó duda de que sería un éxito. Concebir, planear y ejecutar un concierto de esa magnitud en sólo cuatro o cinco semanas debe ser un record en el mundo del espectáculo, y eso se logró gracias a la extraordinaria actitud de todos los participantes.” “La juventud que venga a los conciertos y los que compren el álbum conocerán lo que ha producido tanto dolor.”
Harrison y Shankar se involucraron de manera completa y desinteresada; buscaban aumentar la conciencia internacional y conseguir fondos para los refugiados tras el genocidio relacionado con la guerra entre Pakistán Occidental (hoy Pakistán) y Pakistán Oriental (Bangladesh). La guerra de la liberación e independencia de Bangladesh duró desde marzo hasta diciembre de 1971. Bangladesh se declaró a sí mismo “Estado soberano de Bangladesh” y estableció un gobierno en el exilio en Calcuta, India. Los bengalíes fueron atacados y asesinados por las fuerzas armadas de Pakistán Occidental; más de un millón de personas murieron y casi siete millones huyeron hacia la India, donde fueron alojados en campos de refugiados.
Shankar y Harrison comenzaron a organizar el concierto en abril. Harrison se contactó con varios músicos amigos pidiéndoles ayuda; la mayoría aceptó. Los otros tres ex Beatles confirmaron sus asistencia en un primer momento, pero al final sólo llegó Ringo Starr; John Lennon se bajó a último momento porque Harrison no aceptó la participación de Yoko Ono y Paul McCartney declinó su asistencia muy contrariado por los problemas legales que subsistían desde la separación de The Beatles.
A fines de junio el New York Times informó sobre la realización del concierto. Las entradas volaron, se agotaron inmediatamente. Fue tal la demanda que, como el Madison Square Garden sólo tenía una fecha disponible (el 1 de agosto), se decidió hacer dos conciertos el mismo día: el primero comenzaría a las 14.30 hs, el segundo a los 20 hs. La lista de músicos que participarían del concierto se mantuvo en secreto; el público sólo sabía que George Harrison sería parte de él.
El día del concierto a las 14.30 hs, puntual, George Harrison aparece en escena. El Madison Square Garden estalla. Harrison hace una breve introducción sobre el propósito del concierto y presenta a Ravi Shankar. Anuncia que el concierto comenzará con Ravi Shankar y su grupo. Le avisa al público que la música de Shankar es “más seria”, diferente a lo que están acostumbrados a escuchar, y solicita que escuchen en silencio y respetuosamente.
Ravi Shankar en cítara, Ustad Ali Aknar Khan en sarod, Alla Rakah en tabla y Kamala Chakravarty en tambora interpretan un “Dhum”, algo que Shankar describe como “una melodía”, y luego un “Gat”, al que define como “un tintal de 16 compases”. El grupo despliega talento durante cuarenta minutos. En el Madison Square Garden no se mueve ni una mosca; cuando terminan, una enorme ovación, mitad afecto, mitad asombro, inunda el estadio. El inicio ha sido tan diferente a lo habitual como notable.
Shankar y su grupo se retiran del escenario y llega George Harrison, traje blanco, camisa roja, pelo y barba largos, look Jesucristo. Con él llegan todos los músicos que se instalan en el reducido escenario. Es una verdadera orquesta: dos baterías (Ringo Starr y Jim Keltner), dos teclados (Billy Preston y Leon Russell), dos bajos (Klaus Voorman y Carl Radle), un grupo de vientos: The Hollywood Horns (Jim Horn, Allan Beutler, Chuck Findley, Jackie Kelso, Lou McCreary, Ollie Mitchell), en el que se incluyen saxos, trombón y trompetas, un coro de “cantantes de todo el mundo” (Don Nix, Jo Green, Jeanie Greene, Marlin Greene, Dolores Hall, Claudia Linnear y otros), con un estilo blusero-goespeliano que tendrá gran participación, el grupo Badfinger (Pete Ham, Tom Evans, Joey Molland y Mike Gibbins) y otras tres guitarras (Jesse Ed Davis, George Harrison y Eric Clapton, que no tocaba en vivo desde hacía dos años y estaba mal de salud por una úlcera gástrica, pero quiso estar presente). Todos esos talentos en un mismo escenario. Es como mucho. Esa imponente orquesta funcionó en forma perfecta, como si hubieran tocado juntos toda la vida. Un aluvión incontenible de calidad musical.
Harrison arranca con “Wah-Wah”, una canción con un riff contundente que domina los tiempos del tema y resulta perfecta para subir la presión de músicos y público; el coro es excepcional, el saxo también. Después cambia la guitarra eléctrica por la acústica y continúa con “My sweet Lord”, esa especie de oración-letanía que reitera frase tras frase sus alabanzas al Señor y a Krishna. Se instala en el público un clima festivo pero tranqui que sigue con “Awaiting on you all”, una canción de estilo intermedio entre las dos anteriores. Harrison está en una etapa mística: “change in the name of The Lord and you’ll be free”, dice, y el coro le da un aura religiosa al momento. Y entonces llega Billy Preston, que empieza en el teclado “That’s the way God planned it”, una hermosa canción de letra mística que roza el gospel; en medio del tema hay un breve dueto del órgano de Billy y el punteo de guitarra de Clapton, y al final Preston deja el teclado, avanza al escenario y sigue cantando mientras se mueve con mucho ritmo y mucho más sentimiento y pasión, en un crescendo final conmovedor. Billy es muy carismático, transmite lo que siente en forma inmediata, lo que dice se escucha y se siente a la vez. Es el primer golpe, algo inesperado quizá, de la noche.
La fiesta sigue con Ringo desde la batería, que ataca “It don’t come easy”, cuyos acordes iniciales son inconfundibles. Ringo (con traje y camisa negra y con barba) es un músico muy querido, les cae bien a todos. El tema es pegadizo, Ringo canta con alegría, en un momento se olvida una frase y la emparcha con un “eeeeh” que continúa acentuando más aún el estribillo que le sigue, pero a Ringo se le acepta todo. Después de su tema sigue George con “Beware the darkness”, un muy buen tema, reflexivo, íntimo, con una buena participación del coro y la aparición de Leon Russell cantando la segunda estrofa con una voz demoledora. Al final de este tema George hace la presentación de todos los músicos, les agradece y resalta el hecho de que algunos de ellos han cancelado sus propios shows para estar presentes ese día. Después de las presentaciones viene “While my guitar gently weeps”, un gran clásico de todos los tiempos, con Harrison al comando con una Fender y Eric Clapton haciendo los famosos solos de guitarra con una Gibson. Este gran tema, que trasciende épocas y gustos, es el segundo golpe de la noche; el público ya está satisfecho, no importa lo que venga después. Pero lo que vendrá después será de la misma extraordinaria calidad.
Harrison presenta a una bestia: Leon Russell. De expresión seria, casi enojada, detrás del piano, barbado, con el pelo larguísimo ya canoso, este monstruo arranca con “Jumpin’ Jack Flash”. La versión de Russell del memorable tema de Jagger y Richards es sobrecogedora; su voz es dinamita pura, tiene un volumen que voltea paredes, el tipo es afinado hasta para gritar. Su voz es desafiante y deja claro que esa canción ahora es toda suya. Y la hace sublime. El tipo no decae ni al final, porque cuando se va apagando el tema engancha con “Young blood”, que más que una canción es una historia contada y cantada de una manera tan estremecedora que es imposible que no se acelere el pulso. Russell sube y baja con la voz, el coro es perfecto, Harrison y Pete Ham hacen buenas segundas voces, Russell dialoga musicalmente con el coro, es una interpretación brillante. Sobre el final, Russell hace una especie de recitado melódico que hace a la historia que cuenta la canción, y cuando parece que se apaga vuelve el riff implacable de “Jumpin’ Jack Flash” a todo volumen y termina muy muy arriba. No es un golpe, es un mazazo. Russell a-rra-sa.
Después de tal demostración de calidad los músicos se retiran. Harrison vuelve al escenario a bajar un poco la temperatura de la sangre hirviendo y entrega otro clásico suyo, “Here comes the sun”, una canción-balada-buena-onda que descontractura y genera una emoción de otro tipo: más relajada, digamos. Toca el tema con guitarra acústica y acompañado por uno de los Badfinger en una segunda guitarra.
Preparado así el terreno para el “estilo-despojado-de-canción”, llega el maestro en el rubro: Bob Dylan. Dylan no es ni bueno ni malo: es único. Guste o no. El set que hace en el concierto es posiblemente lo mejor que ha hecho en vivo en su vida. Su extraña voz entre nasal y gangosa nunca ha sonado mejor ni más afinada, falsetes incluidos. Harrison en guitarra y coro, Ringo en percusión pero lejos y Leon (bajo) son un soporte y un mini-coro de lujo. Dylan, con su guitarra acústica y su armónica en un arnés que le cuelga del cuello, empieza con “A hard rain’s gonna fall”, una gran canción, un himno de angustia, frustración y tristeza, con estructura simplísima y repetitiva, pura poesía lacerante. Sigue con “It takes a lot to laugh, it takes a train to cry”, una canción dolorosa, pausada, muy bien cantada. Después, “Blowin’in the wind”, otro himno que se canta y se plagia en todo el mundo desde hace décadas. A esta altura ya la mitad del público está sorprendida por la gran performance vocal de Dylan y la otra mitad ya está llorando. Sigue “ Mr. Tambourine”, genial, preciosa; Dylan va desde muy arriba a un tono demasiado bajo, domina el tema porque siente realmente lo que canta. Termina su set con “Just like a woman”, una canción en la que Bob Dylan gime y aúlla haciendo de esta bella canción algo extraordinario. Dylan nunca ha cantado esta dificilísima canción con tanta maestría como lo hizo en ese concierto. Arranca aplausos cuando llega a un agudo imposible y desde ahí baja en picada a un bajo perfecto; George y Leon hacen unas segundas voces exactas y la canción es una obra de arte impecable. Dylan termina su set, que parece “separado” del resto. No muestra emoción alguna; para emociones, sus canciones… no su cara ni su expresividad. Él es así. Ha cantado cinco de sus seis canciones más bellas, una atrás de la otra, con su estilo afligido-agobiado-malhumorado-protestón, sin decir una sola palabra, sin un mínimo mohín de sonrisa o de satisfacción, pero sin una mueca de disgusto, lo que ya es mucho decir. Lo de Dylan es inolvidable. Lo que venga después de esto tiene que ser muy especial.
Pero George vuelve. El bis es la última estocada: “Bangladesh”, la canción que ha compuesto para el concierto. La canción es bastante simple, su letra también, es una canción-alegato, un estilete musical, con frases de primera plana que llegan y hieren. Es estremecedor cómo suena toda la orquesta en este, el último tema del concierto. Porque acá tocan todos como si fuera la última vez, y suenan gloriosos. Hay un saxo de Jim Horn que eriza la piel, la batería de Jim Keltner impacta, el dúo de bajos de Voorman y Russell golpea en la cabeza y Harrison se desgañita como quien canta sufriendo. Es un tornado musical que crece y se mantiene hasta el final. Harrison saluda y se va antes de que se detenga la música. El mensaje del concierto se ha dado en esta última canción.
La recaudación de los conciertos fue de U$D 249.418,50. La recaudación por la venta del simple “Bangladesh”, del álbum triple del concierto y de la película del concierto fue mucho mayor, y superó los U$D 8 millones.
El concierto para Bangladesh fue extraordinario, en todos los sentidos posibles. Irrepetible. Inolvidable. Único.
Hace cincuenta años…