Esta es la doctrina de la Tabula Rasa, originada en el empirismo de John Locke, que decía: “la mente es un papel en blanco, vacío, sin idea alguna. ¿Cómo se rellena? ¿De dónde procede todo el material de la razón y el reconocimiento? Lo respondo: de la experiencia.” O sea: se nace “vacío”, el entorno va llenando el envase. Esta doctrina va acompañada de otras dos: la doctrina del Fantasma de la Máquina (la división en cuerpo y mente, la idea dualista del hombre de Descartes por la cual el hombre está constituido por materia y espíritu) y la idea del Buen Salvaje.
La idea del Buen Salvaje se inspiró en la interacción entre los movimientos coloniales europeos con los pueblos indígenas de América, África y Oceanía. Esta idea sostiene la creencia de que los seres humanos en su estado natural son bondadosos, desinteresados, pacíficos, tranquilos. Y que males como la perversión, la violencia, el egoísmo y la ambición son producto de la “civilización”. En otras palabras: el hombre en estado salvaje es sano, puro e incontaminado. Son “otros” hombres, organizados, avanzados, socializados con otras reglas, los que imponiendo su poder sobre los primeros, contaminan su esencia de manera inexorable.
Esta teoría deriva del romanticismo de Jean-Jacques Rousseau, que escribió en 1775: “Nada hay tan dulce como el hombre en su estado primitivo, cuando la naturaleza lo ha colocado a distancia de la estupidez de las luces funestas del hombre civilizado. Ese estado es el mejor para el hombre, que debió salir de él por algún funesto azar que no debió ocurrir jamás. El estado salvaje es la verdadera juventud del mundo, y todos los progresos ulteriores, que en apariencia tienden a la perfección del individuo, llevan en realidad a la decrepitud de la especie.” En otras palabras: el hombre salvaje es puro, los hombres malos civilizados lo contaminan.
Rousseau decía esto pensando en Thomas Hobbes, que había dejado clara su postura: “el hombre es el lobo del hombre”. Hobbes opinaba todo lo contrario a Rousseau: “los hombres, durante el tiempo en que viven sin un poder que les infunde temor, se encuentran en una guerra de cada hombre contra cada hombre. En esta situación no hay lugar para cultura alguna sobre la tierra, ni para el arte, ni para el comercio, ni para el conocimiento. Sólo para una vida solitaria, pobre, inmunda, bruta y breve.” Hobbes pensaba que el hombre sólo podía escapar de esa existencia infernal y miserable entregando su autonomía a una persona o asamblea soberana sobre él: a esta estructura la llamó “leviatán”.
Estas dos posturas tienen, desde luego, implicaciones más que visibles en la vida humana. Todo niño nace salvaje (es decir, incivilizado). Por lo tanto, si los salvajes son nobles por naturaleza (teoría del Buen Salvaje), la educación de los niños será cuestión de ofrecerles oportunidades que les permitan desarrollar su potencial, y si se transformaran en personas “malas”, será porque la sociedad los ha corrompido. Si, por el contrario, los salvajes son malos por naturaleza (Hobbes), entonces la educación de los hijos es una cuestión de disciplina, vigilancia y manejo de conflictos, y los naturalmente perversos mostrarán la parte de su maldad esencial que no haya sido dominada suficientemente.
Nadie puede dejar de reconocer la influencia de la teoría del Buen Salvaje en la conciencia humana actual. La misma se observa en el respeto por lo natural, la desconfianza por lo elaborado, el desprestigio de muchas normas disciplinarias tildadas de autoritarias y en la interpretación de problemas sociales como defectos institucionales subsanables, más que como cuestiones inherentes a la condición humana.
El prestigioso antropólogo Ashley Montagu tomó como referencia la idea del Buen Salvaje para justificar la búsqueda de paz y fraternidad como algo natural, y yendo algo más lejos dijo que “los estudios biológicos respaldan el principio de la fraternidad universal, ya que el hombre nace con el impulso de la cooperación, y si este impulso no se satisface, los hombres y las naciones enferman.” Vaya uno a saber a qué estudios biológicos se refería cuando dijo esto en 1950, con las cenizas de más de treinta millones de víctimas de la Segunda Guerra Mindial aún calientes. En fin. El borrador de ese manifiesto fue rechazado.
La llamada revolución cognitiva demostró que el “mundo mental” se puede asentar en el mundo físico; los procesos mentales tienen explicación científica y pueden ser estudiados en el laboratorio. Esto va desmoronando el dualismo de Descartes y nos acerca a una nueva interpretación de la naturaleza humana. Ya no se cree, como antes, que los hechos físicos comunes tienen “causas” y la conducta humana “razones”.
Con las distintas habilidades mentales que aparecen en los niños antes que asimilen la cultura que les toque, y aún en criaturas con poca o ninguna cultura, la mente ya no puede ser considerada un bulto informe destinado únicamente a ser maleado o manipulado. Por otro lado, los genes parecen ser más egoístas que nadie: en cualquier competición por lo que sea, los genes “buenos” llegarán últimos; los genes se seleccionan para preservar al individuo primero y a la especie después. La teoría del Buen Salvaje iría, en algún sentido (bastante concreto, en realidad) a contramano del darwinismo puro y duro.
Entre los jíbaros y los yanomami, los hombres más exitosos, deseados y admirados eran aquellos que cortaban más cabezas o mataban más personas en las batallas; las mujeres buscaban esos hombres antes que a otros. No había en ese caso (y en otros innumerables más) contaminación alguna de las civilizaciones más “avanzadas”.
La aniquilación total o parcial de los nativos americanos por parte de los europeos ha sido, sin duda, uno de los grandes crímenes de la historia. Pero antes de su llegada, los mayas y los aztecas sometían a las tribus satélites y estos a su vez a las pequeñas tribus minoritarias. Por otra parte, los pueblos indígenas tienen derecho a sobrevivir en sus tierras tanto si son proclives a la violencia y a la guerra (como lo han sido todas las sociedades humanas a lo largo de la historia) como si no lo son. En este punto, quienes condicionan la supervivencia de los nativos a la doctrina del Buen Salvaje se meten peligrosamente en un terreno que los excede.
Por otra parte, parece una falacia creer que todo lo que ocurre en la naturaleza es bueno. El movimiento ecologista suele apelar al argumento de la “bondad” de los procesos de la naturaleza, pese a que en ellos corre sangre permanentemente. A los animales depredadores se les atribuye el necesario y lógico papel de sostener la dinámica de la naturaleza y de las especies eliminando a los débiles, ejerciendo una especie de eutanasia natural en nombre de la preservación de la especie y el círculo de la vida. De manera que se acepta como saludable y natural la agresión y la depredación, cosa que la teoría del Buen Salvaje, de manera selectiva, no acepta como algo bueno y natural en la especie humana. Eso lleva a una especie de falacia moralista: “lo malo, si es natural (si ocurre en la naturaleza, sin intervención humana), está bien”.
En sociedades antiguas las personas iban a la guerra aún sin carencias alimentarias o de territorio porque eso mejoraba su status y su éxito con las mujeres, incentivos darwinistas si los hay.
La idea de que la violencia y la perversión no son estrategias naturales del repertorio humano sino fruto de una conducta aprendida o de la intoxicación de la sociedad ya es difícil de sostener. Tanto la doctrina de la Tabla Rasa como la del Buen Salvaje encierran además un peligro extra: pervierten el concepto de la enseñanza, de la educación, de las artes, transformándolas en una especie de “ingeniería social”.
El hombre salvaje parece ser tan bueno como el hombre civilizado. Y tan malo como él, también. Manifestándose de otras formas, como si jugara en otra liga pero con las mismas trampas, las mismas fechorías. Así es como la teoría del Buen Salvaje se transforma en un mito. Porque un verdadero mito… debe ser falso.