Para defender un imperio tan extenso como el británico, el dominio del mar se hacía imprescindible. Ello obligaba a mantener escuadras activas en todos los mares, lo que dificultaba, por dispersión de fuerzas, la reunión de buques suficientes para enfrentarse en un momento dado a una poderosa escuadra.
Para solucionarlo, el Almirantazgo había establecido la doctrina de que su flota de guerra debía ser igual o superior a las dos que le siguieran en potencia. Así, su dominio de los mares, conseguido en la batalla de Trafalgar (1805), se mantuvo intacto.
Cuentan que el káiser Guillermo II quedó tan impresionado al ver el poderío de la Royal Navy en el desfile naval que conmemoraba el 60 aniversario de la subida al trono de su abuela, la reina Victoria de Inglaterra, que desde entonces le corroyó la envidia.
Había leído el reputado ensayo de Alfred Mahan La influencia del poder naval en la historia (1890), que establecía la supremacía del poder marítimo sobre el terrestre. Cierto que el ejército alemán era el más poderoso del mundo, pero la Kaiserliche Marine, la Marina Imperial, distaba de serlo.
La llegada del almirante Alfred von Tirpitz a la Oficina Naval del Reich, remedo de Ministerio de Marina, espoleó los deseos de un soberano que nunca había suscitado simpatías entre sus parientes de las demás monarquías europeas. Según Tirpitz, si Alemania quería participar en el “reparto del mundo”, tenía que enfrentarse a Gran Bretaña, y para ello necesitaba convertirse en una potencia naval.
Con el aplauso del káiser, se puso manos a la obra. Las infraestructuras navales se remozaron, y se amplió el canal Káiser Guillermo, que cruzaba la península de Jutlandia permitiendo que los buques pasaran del mar Báltico al del Norte y viceversa de un modo rápido. Solo quedaba construir suficientes navíos.
Pero Tirpitz era consciente de que nunca podría contar con una flota como la británica. Fiel al concepto de disuasión estratégica, pensó en alzar una fuerza capaz de infligir los daños suficientes para hacer tambalear la supremacía naval inglesa. Tras ello, pensaba, Londres se avendría a compartir la hegemonía mundial con Berlín.
Al fatuo Guillermo le faltó tiempo para pavonearse, y mostró sus mejores navíos a una delegación británica. La alarma cundió en las islas, y la prensa inglesa no tardó en reclamar una política naval más contundente, algo que el gobierno de Su Majestad la reina no podía desoír. El presupuesto naval se incrementó, y además se encontró al hombre idóneo para restablecer la situación.
Lord “Jackie” Fisher
John Arbuthnot Fisher ostentaba el cargo de primer lord del Mar. Embarcado desde los trece años, vivía en y para la Marina Real. Con su carácter resuelto, la nueva misión le vino como anillo al dedo. No solo renovó los sistemas de instrucción, reacondicionó puertos y astilleros y mejoró las condiciones de la marinería, sino que dio de baja un gran número de buques obsoletos que permanecían en activo.
Pero, para Fisher, sustituir los buques desguazados por otros nuevos no era suficiente. Sus nuevos barcos debían incorporar todos los adelantos de la época. Solo así se cumpliría la función primordial de la Marina Real: “Estar siempre preparada para golpear con fuerza al enemigo”.
Así pues, a partir de un proyecto del italiano Vittorio Cuniberti, su Comité de Diseño plasmó el que había de ser el acorazado del futuro: un buque potente, rápido y bien protegido, cuya simplificada y poderosa artillería (un solo calibre para las piezas mayores) facilitara la logística y el cálculo de tiro. Su nombre: Dreadnought.
Le seguirían otros cada vez mayores que incorporaron una mejora sustancial: la sustitución del carbón por el fueloil como combustible, algo que los alemanes no se podían permitir, al carecer de petróleo. Pero seguía sin estar satisfecho.
Su creencia de que la “velocidad es un arma” le convenció de la necesidad de construir un nuevo tipo de buque que completara al anterior. Debía ser más veloz para actuar como los ojos de la flota, y, al mismo tiempo, mantener la misma pegada para acabar con pequeñas escuadras sin la intervención de los acorazados. Aunque para lograrlo se tuviera que reducir el blindaje. Había nacido el crucero de batalla.
La aparición del Dreadnought supuso una desagradable sorpresa para Tirpitz, que intentó dar inmediata réplica con la botadura del SMS Nassau en 1908. Pero el buque alemán no estaba a la altura. Aún llevaba motores a pistón, y su flotabilidad no era buena. No obstante, Alemania era la primera potencia tecnológica de la época, e iba a demostrarlo.
Conceptos distintos
Desde antes de Nelson, la Marina Real se había caracterizado por una estrategia ofensiva, muy apoyada en su artillería, y así seguía siendo en vísperas de la Gran Guerra.
Por contra, los diseñadores de Tirpitz tenían como axioma la protección de sus buques, pues, al contar con menor número, cada pérdida acentuaba el desequilibrio. Por esta razón, sus proyectos hacían hincapié en la coraza -cada vez más amplia y espesa, a fin de encajar un mayor castigo-, pero también en una compartimentación que les permitiera mayor flotabilidad.
Con más compartimentos internos que sus rivales, casi nunca comunicaban entre sí. De modo que, si uno quedaba inundado, no comprometía a los adyacentes. El sistema era un verdadero calvario para la marinería, que se las veía y se las deseaba para ir de un lugar a otro, pero la seguridad era mayor.
Sin embargo, más protección significaba menor velocidad. Había que equilibrarlo. La artillería pagó el pato. El calibre de sus cañones menguó, no solo por su peso intrínseco, sino también por el de la munición que habría que embarcar. Para paliar la desventaja, se dio más importancia a la calidad de las piezas, a la formación de los artilleros y a los sistemas de tiro. La dirección de tiro de los nuevos buques monocalibre estaba centralizada para lograr una salva única de gran potencia.
Por ello, la calidad de los telémetros era fundamental. Los modelos británicos resultaban fáciles de manejar, aunque su eficacia iba en paralelo a la luminosidad. Por el contrario, los aparatos alemanes eran más complejos, pero menos dependientes de la luz, y tenían mayor alcance.
Además, se permitía a los jefes de torre corregir la información de la central, si así lo consideraban. Algo que los británicos tenían prohibido. En las primeras semanas de la Gran Guerra, la suerte vino en ayuda de los británicos. El 26 de agosto de 1914, el crucero ligero alemán Magdeburg fue abordado por buques rusos en el mar Báltico, que se hicieron con sus códigos de cifra. Una copia se envió a Londres, donde fue descifrada por la Sala 40.
Desde entonces, el Almirantazgo conocería en poco tiempo las entradas y salidas de los buques enemigos. Además, el reparto de los mares entre los aliados hizo que Francia se encargara del Mediterráneo, dejando a la Gran Flota, como se había bautizado el grueso de la Marina Real, el control del mar del Norte. Allí esperaría la salida de la flota alemana. Mientras, buques menos modernos y poderosos harían frente a los escasos barcos alemanes que se aventuraban a surcar otros mares. No obstante, la Flota de Alta Mar se hacía esperar.
Primeros enfrentamientos
Guillermo II, respaldado por el comandante de la flota, el almirante Friedrich von Ingenohl, temía perder sus preciosos buques. No solo por su valor militar, sino porque esperaba que, atracados en puerto, disuadieran a los aliados de cualquier desembarco en la costa alemana. De ahí que limitara su salida, para desesperación de Tirpitz.
Tampoco los medios de comunicación ingleses estaban contentos con la prudente actuación del jefe de la Gran Flota, el afable almirante John Jellicoe. Este pretendía esperar la salida de la flota enemiga a mar abierto, donde, en una batalla convencional, se impondrían los británicos por su superioridad.
La beligerancia de los medios forzó la situación. El 28 de agosto, varias flotillas de destructores al mando del comodoro Tyrwhitt, bajo el amparo de los cruceros de batalla del autoritario vicealmirante David Beatty, aparecieron al noroeste de la isla de Heligoland y se enfrentaron a las dos líneas de destructores que hacían de pantalla a la Flota de Alta Mar. Hundieron dos cruceros ligeros y un destructor, antes de que la falta de visibilidad y el aumento del fuego germano les hiciera desistir.
La Flota de Alta Mar, que tanto había costado, tampoco podía permanecer inactiva, y finalmente fue autorizada a bombardear la costa inglesa. El éxito mediático, que no práctico, de estas acciones movió al almirante Von Ingenohl a concebir una operación más ambiciosa.
Consciente de que la Gran Flota no estaba al completo, ordenó la salida de los cruceros de batalla del vicealmirante Franz von Hipper rumbo al Dogger Bank para hundir aquellos cruceros ligeros que, ahora sin protección, patrullaban la zona. Alertados por la Sala 40, la escuadra de cruceros de batalla de Beatty y la división de cruceros ligeros de Tyrwhitt aparecieron de improviso ante los alemanes la madrugada del 24 de enero de 1915, hundiendo un crucero-acorazado mientras el resto de la escuadra alemana se retiraba.
Londres festejó el combate como una gran victoria, y la popularidad del ambicioso Beatty creció en igual proporción que disminuía la de Jellicoe. La prudencia natural de este había aumentado tras el hundimiento de tres cruceros-acorazados por el submarino U9 del capitán Otto Weddigen en menos de una hora el mes de septiembre anterior.
Sin embargo, la derrota de Dogger Bank iba a modificar el planteamiento alemán. Von Ingenohl sería sustituido por el almirante Reinhard Scheer. Consciente de la inferioridad numérica de su flota, pero también de la necesidad de actuar para mantener la moral de las tripulaciones, el nuevo comandante venció toda resistencia y, aun teniendo que asumir retrasos y modificaciones, puso en marcha un plan para asestar un fuerte golpe a los británicos.
Por un lado, sus submarinos y zepelines se apostarían frente a las bases británicas para informar de la salida de la Gran Flota y evitar toda sorpresa. Por otro, los cruceros de batalla de Von Hipper se dirigirían al norte, con el fin de servir de señuelo a los buques del temerario Beatty y colocarlos bajo el fuego de sus acorazados antes de que la Gran Flota pudiera intervenir. El plan no solo iba a desencadenar la mayor batalla naval de la Primera Guerra Mundial, sino la mayor que la historia había visto: Jutlandia para los británicos, Skagerrak para los alemanes.
Se desata la batalla
A la una de la madrugada (hora alemana) del 31 de mayo de 1916, los cruceros de batalla alemanes empezaron a salir de su base de Wilhelmshaven rumbo al estrecho de Skagerrak, seguidos hora y media después por los acorazados de Scheer. Eran en total 16 acorazados, 5 cruceros de batalla, 6 pre-dreadnoughts, 11 cruceros ligeros y 62 destructores.
Ignoraban que el mal tiempo impediría la labor de los dirigibles, mientras el gran número de destructores británicos obligaría a sus submarinos a permanecer sumergidos sin poder identificar a los buques que les iban pasando por encima. Jellicoe, por el contrario, sí fue informado por la Sala 40 de la salida de un enemigo que no había guardado silencio radiotelegráfico.
De inmediato, Beatty salió de Rosyth con 6 cruceros de batalla y buques de apoyo, a los que debían unirse los 4 acorazados del contralmirante Hugh Evan-Thomas. Más al norte, desde Scapa Flow y Cromarty, levó anclas el grueso de la Gran Flota, con Jellicoe en el puente del acorazado Iron Duke.
Las fuerzas británicas, que casi doblaban a las alemanas, sumaban 28 acorazados, 9 cruceros de batalla, 8 cruceros-acorazados, 26 cruceros ligeros, 79 destructores, 1 minador y 1 portahidroaviones. Nunca se había conocido flota tan poderosa.
Duelo de cruceros
A las 14.18 h, mientras los destructores alemanes B109 y B110 inspeccionaban el carguero neutral danés NJ Fjord, fueron avistados por el crucero ligero inglés Galatea, que arrumbó hacia ellos para cañonearlos.
Al poco, el Galatea divisó varios cruceros ligeros, que confundió con los cruceros de batalla germanos. Enterado Beatty, cambió de rumbo para cortarles la retirada y atacarlos sin informar a Evan-Thomas, que debía apoyarle.
Los buques menores alemanes, por su parte, informaron a Hipper, que ordenó su retirada para atraer al enemigo hacia sus cañones, cuya andanada podía alcanzar los 18 km de distancia, sin saber que los que se acercaban eran los grandes buques de Beatty.
Mientras la línea germana se formaba detrás del Lützow, su buque insignia, los ingleses hacían lo mismo tras el Lion. Eran 6 cruceros de batalla británicos contra 5 alemanes, con más cañones y de mayor calibre: 340 frente a 305 mm. Sin embargo, ambos grupos se sentían seguros al saber que contaban con el apoyo de sus acorazados, ignorantes de que los del enemigo también se acercaban.
A las 15.48, cuando ambas líneas se hallaban a unos trece kilómetros, comenzó el intercambio de fuego. El suave viento llevaba el humo de las chimeneas y de las descargas hacia los buques ingleses, limitando su visibilidad. Además, Hipper había ordenado reducir la velocidad para afinar la puntería. Pronto llegaría el premio.
A las 16.04, el Indefatigable estalló y se partió, llevándose consigo a casi toda su tripulación. Solo hubo dos supervivientes. Quizá un proyectil dio en los depósitos de cordita, que, a diferencia de los alemanes, se hallaban sin protección. Era un primer aviso sobre la endeblez de los cruceros de batalla británicos.
Beatty ni se inmutó. Siguió adelante con el ataque, no sin antes enviar a los destructores para deshacer la línea alemana. Pero, si bien Hipper tuvo que ordenar alguna maniobra para evitar los torpedos, la línea se mantuvo. Solo al divisar los primeros acorazados alemanes, Beatty se dio cuenta de su delicada situación y ordenó un cambio de rumbo.
Sin saber por qué, Scheer hizo disminuir la velocidad de sus acorazados, dejando la persecución en manos de Hipper. Pero la súbita aparición por la retaguardia alemana de los acorazados de Evan-Thomas, que se había demorado al malinterpretar las órdenes de Beatty, hizo que este cobrara nuevos bríos y volviese a unirse a la refriega. Perdió un segundo crucero de batalla, el Queen Mary.
Hora de los acorazados
Dado que el hundimiento de los dos cruceros de batalla enemigos había dejado a Beatty en inferioridad, Scheer quiso rematar el trabajo de Hipper. Sobre todo porque, al no haber recibido aviso de sus submarinos, supuso que el grueso de la Gran Flota se hallaba aún en puerto.
En ese momento, la posición de los contendientes respecto al sol había cambiado, y sus rayos daban de lleno en la cara de los oficiales de tiro alemanes. Aunque percibía el tronar de los cañones, Jellicoe ignoraba en detalle qué estaba pasando. Creía que correspondían a encuentros entre buques menores, hasta que a las 18.14 fue informado de la situación real.
Solo entonces ordenó la formación de la línea de batalla, que se extendía a lo largo de más de veinte kilómetros. Su intención era cortar la retirada del enemigo, pero no acertó en el rumbo. Perdió un tiempo precioso, aprovechado por los alemanes para hundir dos cruceros-acorazados y un tercer crucero de batalla, el Invincible. Todo un desastre que Beatty quiso enmendar.
A pesar del momentáneo éxito, las visibles columnas de humo que anunciaban a Jellicoe llevaron a Scheer a ordenar un difícil viraje de 180°, realizado a la perfección en solo 5 minutos, para desaparecer entre la niebla y el humo.
Mientras tanto, Hipper, sometido a un fuerte castigo, se vio obligado a abandonar el semihundido Lützow, que, fuera de formación, intentaba llegar a puerto. Cerca ya de las 19.00, Scheer ordenaba otro complicado cambio de rumbo para desorientar a los ingleses, pero, sin quererlo, se había situado a la vista de la línea de Jellicoe, que se le acercaba perpendicularmente.
Solo entonces se dio cuenta Scheer del error, y mandó una tercera y difícil media vuelta bajo el fuego de los más de doscientos cincuenta cañones pesados de Jellicoe. El alemán recibió el apoyo de los maltrechos cruceros de batalla de Hipper, que realizaron una carga suicida junto a sus destructores para salvar a sus hermanos mayores, aun a costa de recibir numerosos impactos.
Una combinación de factores facilitó su salvación. Mientras Jellicoe intentaba zafarse de los torpedos lanzados por los destructores alemanes, una errónea información le avisaba de que se había avistado un periscopio. Ambos riesgos forzaron maniobras evasivas que descompusieron su línea.
Cuando se restableció, los alemanes ya no estaban allí. Solo al anochecer Beatty logró recuperar contacto visual con un enemigo cuyos buques, varios renqueando, buscaban el amparo de sus puertos.
Tenía miedo a caer en una trampa, y sabía de las deficiencias de sus hombres en el combate nocturno. De modo que su decisión se quedó a medias. En vez de perseguir a toda máquina a la Flota de Alta Mar, optó por un cambio de rumbo que lo situó entre aquella y sus bases, seguro de que al amanecer podría reanudar el combate con ventaja.
Enfrentamientos nocturnos
Sin saberlo, ambas flotas navegaban casi paralelas, aunque fuera de vista. La insistencia de Beatty hizo que su superior le permitiera continuar la persecución con sus restantes cruceros de batalla.
Apercibidos los alemanes, los 6 viejos predreadnoughts que hasta entonces habían permanecido al margen de la lucha se interpusieron en su camino, permitiendo la huida de sus hermanos.
Eran ya las 21.50 cuando el testigo pasó a los buques menores, que se cañoneaban sin cesar y casi a tientas, aunque los artilleros alemanes se mostraban más acertados. En la confusión, Scheer ordenó un nuevo cambio de rumbo para acortar las distancias a puerto, sin saber que se dirigía hacia los destructores ingleses. Poco importaba frente a sus grandes cañones.
Sobre la medianoche, la 4.ª Flotilla de destructores dejaba de existir, aunque los alemanes sentían la pérdida de su crucero ligero Rostock, alcanzado por un torpedo, mientras el Posen y el Elbig chocaban entre sí. El combate había degenerado en una melé.
Mientras, el Lützow agonizaba. Con su estructura prácticamente hundida, su tripulación se reunió en cubierta, disciplinadamente y en silencio, para ser recogida por los destructores de escolta encargados de rematar al gigante.
El crucero-acorazado inglés Black Prince también fue hundido. Una vez más, Jellicoe oyó las detonaciones, pero desconocía la posición real del enemigo. Todos creían que estaba al corriente de lo que acontecía, y nadie pensó en informarle. Por el contrario, a lo largo de la batalla, Scheer recibió aviso de todo lo que sucedía.
Poco antes de las dos de la madrugada del 1 de julio, cuando los buques de la Flota de Alta Mar estaban a solo 28 millas de sus bases, con los hombres cansados y los buques maltrechos, aparecieron 16 destructores enemigos que lanzaron sus torpedos. Una rápida maniobra evasiva los puso a salvo, excepción hecha del viejo pre-dreadnought Pommern.
Fueron los últimos estertores de la batalla. Dos horas después se divisó el faro de Horns Rev, primera señal de que los germanos estaban llegando a sus bases. Scheer hizo disminuir entonces la marcha para esperar a los buques más rezagados. El acorazado Ostfriesland chocó con una mina, pero logró llegar a puerto, al igual que el resto de la flota.
Solo entonces recibió Jellicoe el informe de la Sala 40 sobre la posición de su enemigo, para advertir que había perdido la partida. Siguió buscando a sus rivales unas horas más, pero, convencido de que habían llegado a puerto, ordenó el reagrupamiento de sus buques y la vuelta a casa.
¿Victoria o derrota?
Los marineros alemanes fueron recibidos con todos los honores, mientras la prensa hablaba de una gran victoria. Los resultados parecieron darle la razón, y los medios internacionales se hicieron eco. Los británicos habían perdido 3 cruceros de batalla, 3 cruceros-acorazados y 8 destructores, y registraron 6.094 muertos, 674 heridos y 177 prisioneros.
Por su parte, a la Flota de Alta Mar se le debían restar 1 crucero de batalla, 1 pre-dreadnought, 4 cruceros ligeros y 5 destructores. Las pérdidas humanas no llegaron a la mitad: 2.551 muertos y 507 heridos. Pero esta aparente victoria táctica carecía de resultados prácticos.
En realidad, Scheer había eludido el encuentro decisivo, y sabía que, a pesar de las pérdidas, el poder de la Gran Flota permanecía intacto. Durante el resto de la guerra, la Flota de Alta Mar casi no volvió a salir.
La victoria estratégica se había decantado del lado británico. Con todo, Londres percibió el resultado como una derrota. Jellicoe fue criticado abiertamente, mientras se enaltecía a Beatty. Pero el tiempo matizó esta versión. Pronto se vio que la agresividad de Beatty, que renunció al apoyo de Jellicoe, no había conducido a nada, salvo a graves pérdidas.
Además, las comunicaciones no habían estado a la altura, y la férrea disciplina de la Marina Real había coartado toda iniciativa. Y, si bien la cadencia de tiro británica fue superior, las deficiencias en la munición y la mejor protección de los buques alemanes habían anulado tal ventaja. Del mismo modo, se había constatado la endeblez constructiva de los cruceros de batalla ingleses.
En conjunto, Scheer e Hipper, siempre compenetrados, se habían mostrado como maestros de la maniobra. Frío y sereno, Scheer había llevado siempre las riendas de la batalla, asumiendo riesgos solo cuando los posibles resultados así lo aconsejaban.
Por el contrario, sus enemigos parecieron jugar partidas distintas. Beatty, en pos de la victoria, sin importar el precio, mientras Jellicoe, atenazado por la prudencia y la falta de información, siempre jugó en desventaja.
Como señalara el capitán de fragata español Mateo Mille, autor en 1935 de la que algunos siguen contemplando como la mejor historia naval de la Gran Guerra: “La batalla de Jutlandia no tuvo influencia alguna en el curso de la general de la contienda, quizá por haberse librado demasiado tarde, cuando ya el dominio del mar era patrimonio aliado”.
UN AMARGO PUNTO FINAL
Tras el armisticio, la Flota de Alta Mar fue desarmada y conducida a la base escocesa de Scapa Flow, en las islas Orcadas, donde una reducida tripulación de mantenimiento alemana quedó a su cargo, a la espera de lo que decidieran las grandes potencias.
Los meses pasaban, y la situación de aquellos hombres, recluidos en sus buques -pues no podían pisar tierra- y con frecuencia humillados, se volvió francamente difícil. A mediados de 1919 empezó a correr la voz de que la flota sería repartida entre los vencedores de la Gran Guerra, y, por lo tanto, ningún buque volvería a ver puerto alemán, algo que tanto su comandante, el contralmirante Ludwig von Reuter, como las disminuidas tripulaciones consideraron una afrenta.
El 17 de junio, Von Reuter ordenó cursar con discreción la “orden 37”, que preveía la preparación para el autohundimiento de los buques. Sería por abertura de escotillas, dado que la flota carecía de cargas de demolición, al haber sido desarmada.
Aprovechando que los buques británicos que los vigilaban habían salido de puerto, Von Reuter ordenó izar en el mástil del crucero ligero Emden el “gallardete Z”, señal de puesta en marcha de la operación.
No habría de esperar mucho. Algo más allá de las 11 de la mañana, en los antaño orgullosos buques alemanes comenzó a entrar agua. Se hundieron poco después, manteniendo a salvo su honor, mientras los guardias británicos disparaban contra las tripulaciones. De las 74 naves alemanas, desaparecieron bajo el agua 52. Murieron nueve marineros y dieciséis fueron heridos, mientras que 1.774 fueron recogidos y llevados a tierra como prisioneros.