Imaginemos Versalles. No el de las películas con pelucas empolvadas y valses azucarados, sino el real: una maquinaria política con cortinados de terciopelo, espejos dorados y músicos en fila india. Allí, donde el Rey Sol decidía hasta qué flor podía florecer en qué estación, apareció —como una disonancia perfecta— una niña parisina que tocaba el clavecín como si ya supiera que escribiría historia.
Elisabeth Jacquet de La Guerre nació en 1665 con un talento tan inconveniente como precoz. Hija de una familia de músicos —esos artesanos del sonido que orbitaban la corte sin pertenecer del todo—, aprendió pronto que tocar bien no era suficiente. Había que brillar sin incomodar, destacar sin eclipsar, componer sin amenazar. Y sin embargo, lo hizo todo.
Fue niña prodigio, sí, pero no se quedó en la postal. A los veinte ya tenía obra publicada, y no precisamente canciones de cuna. Cultivó géneros que incluso muchos hombres esquivaban: ópera, cantata, sonata, música religiosa. Su Céphale et Procris (1694), una ópera sobre amores mitológicos y malentendidos mortales —tema favorito del barroco, y no sólo en el teatro—, no tuvo el éxito que merecía. ¿La razón? Tal vez la crítica no estaba preparada para escuchar tragedia en voz de mujer. O tal vez, como suele pasar, no supieron qué hacer con una compositora que escribía mejor que varios de sus colegas con peluca oficial.
Sus cantatas son otro cantar —y nunca mejor dicho—. Breves, íntimas, filosas. No necesitan orquesta ni escenografía. Solo una voz, un continuo y una sensibilidad capaz de traducir en música los afectos más volátiles: tristeza elegante, alegría contenida, fe que no necesita gritar. Pequeñas obras maestras donde el acompañamiento no adorna: contesta.
Y luego está el clavecín. Ese instrumento mitad joyero, mitad mecanismo de relojería, encontró en Jacquet de La Guerre una interlocutora lúcida y sofisticada. Sus Pièces de clavecin no son sólo ejercicios de estilo francés: son coreografías sonoras donde el ornamento se convierte en argumento.
Ahora bien, no pensemos que todo esto ocurrió en un vacío. La Francia de Luis XIV no era precisamente un edén para la autoría femenina. La música de corte era una extensión del Estado, y las mujeres eran admitidas en tanto excepciones decorativas o prodigios domesticados. Elisabeth fue ambas cosas y ninguna: supo jugar el juego y, discretamente, hackearlo.
Publicó, enseñó, compuso. Sobrevivió a modas y olvidos. Su nombre, aunque relegado a los márgenes durante siglos, no desapareció del todo gracias a esos objetos testarudos llamados partituras. Hoy, gracias al trabajo paciente de intérpretes, editoras y archivistas, su música vuelve a sonar. Y su historia vuelve a contarse, esta vez no como nota al pie, sino como línea melódica principal.
Jacquet de La Guerre no fue que necesitara milagros ni bendiciones reales: le bastaban un clavecín bien templado, una pluma afilada y el coraje de firmar como mujer en una partitura que, durante siglos, el canon prefirió leer en masculino. Mientras el Rey Sol brillaba en Versalles, ella escribía fugas, tocatas y cantatas que, con el tiempo, iluminarían otra clase de realeza: la del talento que no pide permiso.
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