22 años de la masacre de Columbine

Dylan Klebold y Eric Harris fueron criados en familias de clase media alta. Ex Boy Scouts, en 1999 trabajaron juntos en una pizzería y cursaron el último año en Columbine High School en la ciudad de Littleton. Amantes de los dibujos animados, el bowling, los videojuegos violentos y el rock industrial aleman. También compartieron fascinación por la figura de Adolf Hitler. En 1998, la pareja de adolescentes fue declarada culpable de robar varios cientos de dólares en productos electrónicos. Fueron puestos en libertad a través de un programa de rehabilitación de la corte juvenil y obligados a asistir a sesiones de manejo de la ira y demostrar buen comportamiento en un programa de servicio comunitario.

La pareja y varios de sus amigos solían usar ropa negra y gabardinas, haciéndose conocidos como la “Mafia del sobretodo”. Se consideraban a si mismos freaks, y su rivalidad con otros grupos de la escuela no era un secreto. La revista Time informó más tarde que otros estudiantes los acosaban “hasta el punto de arrojarles piedras y botellas”. En la primavera de 1998, Klebold y Harris comenzaron a planear lo que luego se convertiría en uno de los tiroteos escolares más sangrientos del país del norte. Su plan fue detallado en sus diarios y en un libro mayor que describía sus esfuerzos por adquirir armas y fabricar bombas para una misión suicida, que Klebold y Harris fantasearon que terminaría en un accidente aéreo desastroso. El plan finalmente cambió, y pusieron sus miras en Columbine High School. Seleccionaron la hora del día en que la mayor cantidad de estudiantes estaría en la cafetería o estudiando en la biblioteca y parte del plan era hacer volar la escuela con una bomba de propano casera. El día del “rock and roll”, como lo citaban en sus cuadernos, sería el 20 de abril, el cumpleaños de Adolf Hitler. El plan también tuvo un final planeado: tanto Harris como Klebold pondrían fin al desastre provocado acabando con sus propias vidas.

A fines de 1998, Harris y Klebold compraron dos escopetas y una carabina semiautomática de 9 mm a su amigo Robyn Anderson, de 18 años, que las había adquirido de manera legal en una exhibición de armas. El 23 de enero de 1999, los dos jóvenes se encontraron con un ex alumno de Columbine, Mark Manes, de 22 años, en otro espectáculo de armamento. Manes compró una pistola semiautomática TEC-DC9 y la vendió a los niños por 500 dólares. En la noche del 19 de abril de 1999, Manes vendió a Harris 100 cargas de municion de 9 mm por 25 dólares.

El 20 de abril de 1999, fue un martes. En Columbine, corría la quinta hora de clase para la mayoría de los estudiantes, mientras que otros se agrupaban en la cafetería cuando se acercaba la hora del almuerzo. Patricia Nielson, profesora de arte, estaba en un pasillo cerca de Brian Anderson, de dieciséis años, cuando escucharon varios ruidos fuertes. Nielson asumió que los sonidos provenían de un arma de fogueo, y se acercó a una ventana para mirar. Vieron una figura en negro a través del conjunto de puertas de doble vidrio. Nielson recordó más tarde: “justo cuando llegamos al segundo conjunto de puertas, se dio la vuelta y nos miró directamente. Me sonrió y apuntó con el arma. Abrió fuego. La profesora Nielson giró rápidamente y sufrió una herida en la espalda. Anderson había sido impactado en el pecho, de alguna manera lograron correr hacia la biblioteca.

Otros estudiantes vieron a un chico vestido de negro tirar algo sobre el techo de la escuela, seguido de una gran explosión. Al escuchar esa explosión, muchos se echaron a reír, creyendo que era una broma o un contratiempo en el laboratorio de ciencia. Zak Cartaya y otros estudiantes se escondieron en la sala del coro al escuchar disparos y ver un gran incendio en el pasillo. Más tarde, Cartaya dijo “usamos un archivador grande y viejo para cubrir la puerta, luego nos pusimos bajo el escritorio del Sr. Andre. Justo cuando terminamos con la barricada, los tiradores abrieron fuego en la sala para asegurarse de que nadie se escondiera”.

“Uno podía oírlos reírse mientras corrían por los pasillos disparando”, dijo Junior Pascale, otro alumno. Al que uno de los asesinos llegó a apuntarle con un arma, pero finalmente lo dejo ir, diciendo: “Estoy haciendo esto porque la gente se burló de mí el año pasado”. “Las alarmas contra incendios sonaron y los aspersores empaparon sectores enteros de la escuela”.

Afuera se amontonaron cientos de policías, paramédicos, bomberos y medios de comunicación, muchos de ellos protegidos detrás de sus vehículos. Los relatos de los primeros testigos describen una escena de salvajismo y desesperación bélicos. Los estudiantes y el personal de la escuela se escondieron en los armarios, oficinas y aulas, llamando a sus padres y la policía en sus teléfonos celulares. Cuando Nielson y Anderson llegaron a la biblioteca, ya estaba llena de estudiantes en pánico.

Millones de estadounidenses vieron por televisión cómo la policía, los equipos SWAT, los agentes del FBI y la ATF, y los reporteros llegaron a la escena junto con ambulancias, vehículos policiales, helicópteros, e incluso un vehículo militar blindado. En medio de especulaciones sobre la toma de rehenes y un número desconocido de hombres armados y bombarderos, los reporteros entrevistaron a estudiantes asustados y exhaustos que huían de la escena.

Desde el mediodía, las ambulancias llevaron a los heridos a los hospitales de la zona. Durante varias horas, los oficiales evacuaron a los estudiantes del edificio en fila y antes de hacerlos subir a un bus, eran cacheados, en un intento de identificar hombres armados o cómplices que intentaran escapar.

Al final del día, el temor de encontrar trampas explosivas y bombas no detonadas llevaron a realizar barridos exhaustivos en el edificio, lo que impidió un recuento completo de muertes o incluso evacuar los cuerpos encontrados. Las estimaciones de hasta veinticinco muertes aturdieron a millones de personas desde la televisión y la radio. La aclaración subsiguiente de que la cifra exacta era de quince muertos, incluidos los dos pistoleros, que fueron hallados atados con explosivos y muertos por heridas de bala autoinfligidas, ofreció poco consuelo. Doce cuerpos fueron encontrados en lo que quedaba de la biblioteca. En las horas posteriores a la masacre, la policía desactivó más de treinta bombas de propano en todo el edificio, incluidas algunas encontradas en automóviles en el estacionamiento de la escuela. En total, los asesinos dispararon más de 900 municiones durante un asedio de cuarenta y cinco minutos. Además de las quince muertes, veintitrés estudiantes resultaron heridos, muchos de ellos de gravedad. Todas las muertes se debieron a heridas de bala.

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