Los artistas de la falsificación

“La falsedad es tan antigua como el árbol del Edén”

Orson Welles

El 16 de julio de 1796 nació  Jean-Baptiste-Camille Corot, pintor famoso por sus paisajes de la campiña francesa, de quien se estima que realizó alrededor de 2.000 obras en vida. Sin embargo, solo en Estados Unidos se calcula que existen más de 10.000 pinturas atribuidas a Corot. Muy probablemente muchas de ellas se traten de obras de un tal Jean Trovilleber (1829-1900), artista que pintaba en un estilo semejante a Corot.

Desde que el mundo es mundo, hay creadores y falsificadores: artistas talentosos cuyos estilos no fueron del gusto de sus coetáneos y, por esa razón, reprodujeron la obra de otros artistas más exitosos.

Cuando en 1997 Thomas Hoving (1931-2009), ex-director del Metropolitan Museum de Nueva York, declaró que el 40% de las obras de su museo eran falsas, se armó un gran escándalo. No era para menos: pensaban que había enloquecido.

Treinta años más tarde, algunos críticos no solo le dieron la razón, sino que aseguran que se quedó corto. El experto suizo Yann Walther, en su artículo de Artnet News de octubre del 2014, estimó que el número de obras falsas asciende al 50%.

Y el caso del Metropolitan no es el peor. En el museo de Elne, en Francia, el 60% de las piezas son falsas; y en el Museo Minara de Zagreb se sospecha que casi las 3.654 obras lo son.

El propio Hoving cayó en la trampa: aseguró que un Mark Rothko (1903-1970) era auténtico… cuando resultó ser falso.

El ejemplo más claro de que el verdadero talento no siempre es reconocido fue el de Hans van Meegeren (1889-1947), quien engañó nada menos que a Herman Göring al venderle una obra de su autoría como si se tratara de un cuadro de Johannes Vermeer (1632-1675), pintor holandés del que solo se conservan poco más de 30 obras.

Al terminar la Segunda Guerra, Van Meegeren fue apresado por sus connacionales, acusado de vender patrimonio nacional al jerarca nazi. Ante la incredulidad de los jueces, Van Meegeren confesó que él mismo había pintado ese cuadro y, para probarlo, la reprodujo ante ellos.

Como podrán adivinar, Van Meegeren era un dotado, pero su obra no era valorada por la crítica. Corto de dinero, empezó a falsificar cuadros de maestros holandeses, lo que le permitió vivir con desahogo.

Quien lo introdujo en el negocio fue un tal Leonardus Nardus, que había estafado a varios millonarios estadounidenses con sus cuadros. Curiosamente (o no tanto), nadie lo denunció, para evitar la vergüenza de haber caído en las trampas de un falsificador.

Así, Hans Van Meegeren logró enriquecerse, especialmente durante la guerra, vendiéndole a los jerarcas alemanes “obras” del maestros neerlandeses a precios muy convenientes. Con las ganancias se compró una villa en la Costa Azul, a la vez que sus copias se exhibían en museos como el Boijmans Van Beuningen de Róterdam.

El cuadro que le vendió a Göring –Cristo con la adúltera– le reportó el equivalente de 7 millones de dólares. La obra fue recuperada por los aliados tras la guerra y Van Meegeren fue apresado, juzgado, declarado culpable como falsificador (no como coloboracionista) y condenado a un año de prisión. Sin haber recobrado la libertad, murió de un infarto en su celda.

Menos conocida, pero no por eso menos apasionante, es la historia de Wolfgang Beltracchi, pintor alemán que imitó obras de Max Ernst, André Derain, Fernand Léger y otros autores del siglo XX. Se estima que ganó más de 34 millones de euros, aunque se sospecha que muchas de sus falsificaciones se exhibieron (y aún se exhiben) en museos como el Metropolitan de Nueva York y hasta el Centro Pompidou de París.

Beltacchi logró engañar incluso al experto Werner Spies, entonces director del Pompidou y especialista en la obra de Ernst.

Wolfgang trabajaba con su esposa, Helene, quien se  encargaba de vender las pinturas, asegurando que las había heredado de su abuelo. La historia que relataba aseguraba que este las había adquirido de un marchante judío llamado Alfred Flechtheim, quien las habría “malvendido” para huir de la Alemania de Hitler.

Dos pequeños errores delataron al falsificador. En el Cuadro rojo con caballos, atribuido a Heinrich Campendonk y fechado en 1914, se usó una pintura a base  titanio,  metal que no se usaba en la confección de óleos a principios del siglo XX.

El otro detalle que lo delató fue usar una etiqueta con la que los nazis clasificaban las obras de “Arte degenerado”, en este caso del pintor George Grosz. Las fechas no coincidían con la supuesta procedencia de la colección, y esa contradicción llevó a la detención de Wolfgang y Helen en el año 2010. Fueron condenados a 6 y 4 años de prisión, respectivamente, aunque los liberaron poco  después de pagar una indemnización de 35 millones de euros.

Esta historia los lanzó a la fama. Al final, las obras auténticas de Beltracchi se hicieron muy populares y hoy se venden a muy buenos precios.

En un reciente entrevista, Wolfgang confesó que extrañaba su época de falsificador, cuando estudiaba tan profundamente a un pintor que sentía que su falsificación era un tributo al artista original, una forma de homenaje.

También confesó disfrutar del estudio del creador, la confección del cuadro, la búsqueda de lienzos antiguos y hasta el uso de cámaras antiguas para producir los certificados espurios.

 “La falsificación era casi incidental”, dijo desde su hogar en Suiza, donde se ha radicado tras cumplir la condena. “Lo importante eran los detalles para ser convincentes”.

Cientos de expertos en arte, galeristas, museos y hasta casas de subastas de fama mundial fueron engañadas por esta pareja, que ha despertado más simpatías que reproches. Como suele ocurrir con muchos falsificadores, su talento no solo les permitió ganar fortunas…  sino también cierta admiración, incluso de sus víctimas …

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