El primer magnicidio de los Estados Unidos, la conspiración para crear un vacío de poder y el argentino que fue testigo del crimen

Sic semper tyrannis”, gritó John Wilkes Booth al caer sobre el escenario del Teatro Ford de Washington D.C. después de haber disparado al presidente Abraham Lincoln, el luctuoso 14 de abril de 1865. Era la dramática culminación de su carrera como actor especializado en Shakespeare, evocando el trágico final de Julio César, aunque esa frase no aparece en la obra del bardo inglés, sino en la descripción de Plutarco, quien pone estas palabras en boca de uno de los asesinos, Marco Brutus.

El crimen perpetrado por Booth no era un acto aislado, sino parte de una conspiración que implicaba a varios simpatizantes de la Confederación, derrotada pocos días antes, cuando el general Lee se vio obligado a aceptar la capitulación en Appomattox, en el estado de Virginia.

Booth contó con la complicidad de David Herold, quien lo asistió después de fracturarse la pierna al caer sobre el escenario del teatro de la capital estadounidense, y de Lewis Powell -conocido como Lewis Payne-, encargado de asesinar al secretario de Estado, William H. Seward (1801-1872). Este se encontraba en su hogar, cerca de la Plaza Lafayette, reponiéndose de un accidente cuando, a las diez de la noche, Payne se presentó en la casa del secretario haciéndose pasar por un mensajero que traía un remedio. Aunque el mayordomo le dijo que Seward estaba descansando, Payne forzó la entrada y subió las escaleras. En su camino se interpuso el hijo del secretario, Frederick, exigiendo su retiro. Payne fingió aceptar, pero inmediatamente sacó su arma y le disparó al joven. Afortunadamente, el arma falló. Entonces Payne golpeó al joven en la cabeza. A pesar de la conmoción, Frederick continuó luchando contra Payne para impedir que asesine a su padre.

Fue entonces cuando intervino uno de los soldados de la custodia de Seward, pero Payne lo apuñaló y accedió a la habitación del secretario de Estado, donde la hija del funcionario trató infructuosamente de detenerlo. Payne se precipitó contra el indefenso Seward, y lo apuñaló en el cuello, hasta que el soldado y Augustos, otro de sus hijos, pudieron contenerlo. Ambos resultaron heridos, pero ante tanta resistencia, Payne prefirió huir.

A pesar de esta furia asesina, ninguna de las cinco personas atacadas por Payne murió por las heridas infligidas. La única que falleció días más tarde fue Frances Adeline Seward, esposa del secretario de Estado, conocida por su prédica abolicionista. “La ansiedad por este ataque está consumiendo mis fuerzas”, le escribió a una amiga pocos días después del atentado.

El mismo 14 de abril, George Atzerodt debía asesinar al vicepresidente Andrew Johnson. Sin embargo, no tuvo el valor para llevar adelante el magnicidio y pasó esa noche borracho por las calles de Washington. A pesar de su inacción, Atzerodt fue arrestado y, después de un juicio, colgado junto a Powell y Herold, además de una mujer, Mary E. Jenkins Surratt, quien había alojado en su casa a los conspiradores, convirtiéndose así en cómplice de los magnicidas.

El doctor Samuel Mudd fue sentenciado a prisión por haber atendido a John Booth durante su huida. El criminal fue muerto doce días después del asesinato de Lincoln, aunque hay versiones que sugieren que pudo haber sobrevivido por varios años bajo el nombre de John St. Helen. Este habría confesado su identidad en su lecho de muerte y su momia fue exhibida en distintas ciudades del sur de los EE.UU. como el asesino de Lincoln.

Seward y Johson continuaron trabajando juntos y son conocidos por la compra de Alaska a Rusia por siete millones de dólares en 1867.

El asesinato de Lincoln, el primer magnicidio de la historia norteamericana (años antes habían intentado asesinar a Andrew Jackson), conmocionó a la sociedad. Por semanas, hordas de simpatizantes del presidente muerto recorrieron las calles atacando a sospechosos de simpatizar con los asesinos. Entre los acusados se encontraba el expresidente Franklin Pierce (el decimocuarto en asumir la primera magistratura), quien había sido muy crítico de la política de Lincoln. El 16 de abril, una turba enardecida se presentó frente a la casa de Pierce para pedirle explicaciones por no guardar luto ni tener una bandera flameando sobre su hogar. Pierce salió a enfrentar al público y, a viva voz, declaró que él también lamentaba la muerte de su contrincante político (a quien había proclamado “la fuente de todo mal”) y que no necesitaba bandera alguna para mostrar su patriotismo. La actitud desafiante de Pierce fue suficiente para convencer a la multitud de dispersarse sin mayores inconvenientes.

Algo parecido pasó con el expresidente Millard Fillmore (el decimotercer en ocupar el cargo), quien en su momento había calificado a Lincoln del tirano que le hace “hervir la sangre”. Como tampoco él había enlutado a su hogar, un grupo de simpatizantes del presidente asesinado arrojó pintura negra sobre su casa. Ante esta agresión, Fillmore debió salir a pedir perdón al público, excusándose con la enfermedad de su esposa.

La otra cónyuge que tuvo problemas fue la viuda del expresidente John Tyler, entusiasta de la secesión. De hecho, Tyler (el décimo en ocupar la presidencia) había sido elegido como miembro del Congreso de la Confederación -puesto al que no pudo acceder por morir antes de asumir-. Se decía que sobre su casa flameaba una bandera confederada y que varios manifestantes la arrancaron violentamente, aunque la señora Tyler negó que tal enseña hubiese existido.

El mayor Henry Rathbone, quien esa noche había acompañado al presidente y su esposa al teatro porque el general Ulysses S. Grant tenía otro compromiso, trató de detener a Booth cuando irrumpió en el palco, pero el asesino lo apuñaló. Una vez recuperado de la herida, Rathbone se casó con su prometida, Clara Harris, también presente durante el asesinato. Fue enviado a Alemania como diplomático, pero siempre se mostró angustiado por no haber podido impedir el magnicidio -a pesar de que la herida que recibió de Booth podría haber sido mortal-. Su conducta se volvió cada vez más errática e inestable. Cuando su esposa amenazó con divorciarse, en un ataque de locura, la asesinó. Después intentó suicidarse, pero no lo logró y pasó los siguientes treinta años de su vida en un manicomio.

Lo curioso es que un argentino fue testigo cercano de estos hechos. Se trata del general Edelmiro Mayer, oficial que luchó como voluntario durante la Guerra Civil al frente de tropas de color que otros oficiales norteamericanos no estaban dispuestos de comandar. Se convirtió en amigo cercano del hijo del presidente, Todd Lincoln, quien la noche del asesinato lo acompañaba en una visita a los soldados afroamericanos que habían participado en el desfile de la victoria. Al enterarse del crimen, Mayer acompañó a Todd a ver a su padre agonizante.

Después de este desgraciado evento, fue destinado a México, donde actuó junto a Porfirio Díaz y estuvo a punto de ser fusilado por una aventura con una joven. Fue Sarmiento quien intercedió y lo salvó de la ejecución. Vuelto a la Argentina, además de ser reconocido como general, se destacó como compositor popular y se convirtió en el primer gobernador en residir en Río Gallegos como mandatario del territorio de Santa Cruz.

Obviamente, un tema tan complejo como el asesinato de Lincoln ha sido materia de controversias y conjeturas. ¿Los conspiradores actuaron solos o fueron instigados y apoyados por otros medios? Una de las primeras teorías conspirativas apuntó al presidente de la Confederación, Jefferson Davis. Acorralado por las tropas federales y con la derrota del general Lee, los fanáticos sureños veían en la muerte de Lincoln la única opción de salvación. Originalmente, el plan de Booth no era asesinarlo, sino secuestrarlo.

Otras teorías apuntaron al vicepresidente Johnson, el único que salió ileso de esta trama. Siempre existe, en la realidad o la fantasía conspirativa, un traidor cercano a la víctima, un Marco Brutus que aspira a ocupar el lugar del César.

También hay quienes señalan al secretario de Guerra, Edwin Stanton, de ser el instigador. Stanton había tenido muchas diferencias con Lincoln a lo largo de la contienda, especialmente sobre el ímpetu guerrero de Grant, quien, aun a expensas de grandes pérdidas, continuaba avanzando. “At least he fights” (“Al menos él lucha”), decía Lincoln cada vez que Grant era criticado por Stanton.

Todas estas son versiones especulativas, sin pruebas contundentes para sostenerlas. Sin embargo, pretenden explicar el fanatismo de aquellos que toman la justicia en sus manos, guiados solamente por pasiones desatadas. Para algunos, estos personajes son héroes; para otros, simplemente criminales. Pero, en todos los casos, terminan siendo responsables de más muertes, incluso de víctimas que nada tienen que ver con el poder.

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Esta nota fue publicada en INFOBAE.COM

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