A mediados de 1840, los aliados de Lavalle en Montevideo estaban furiosos con su papel del general como jefe de la Legión Libertadora.
“Todo estaba en sus manos y lo ha perdido, Lavalle es una espada sin cabeza”, sentenció Esteban Echeverría, resumiendo el sentimiento de los unitarios y lomos negros que habían apoyado esta gesta, con la ayuda de Francia y el líder del partido Colorado, Fructuoso Rivera. Ni se imaginaba Echeverría que las siguientes generaciones lo conocerían al general como un anencefálico ….
Lavalle y su ejército habían peregrinado por las provincias mesopotámicas sin logros memorables más allá de reclutar un regimiento de gauchos correntinos que lo acompañarían hasta casi el final de esta patriada.
Cuando todos estaban convencidos que la Legión Libertadora se lanzaría como un león sobre Buenos Aires, el general Lavalle, sin dar muchas explicaciones, volvió sobre sus pasos. “¡¿Por qué?!¡ ¿Qué ha hecho este hombre?!”, clamaban los diarios de Montevideo dirigidos por los enemigos de Rosas, que destilaban su rencor en mares de tinta. El antiguo león de Riobamba resultaba ser un cachorro inexperto …
Algunos especulaban que la fría recepción de la Legión en los pueblos de Buenos Aires había desanimado a Lavalle. Otros sostenían que su familia corría peligro en la ciudad, convertidos en rehenes del régimen. Y algunos, los más fantasiosos, decían que el espectro de Dorrego lo perseguía …
Es verdad que antes de dar la orden de retroceder, Lavalle había dormido en la misma estancia de Navarro donde escribió la fatal condena, pero de allí a hablar de fantasmas era otro tema.
Lo cierto es que hubo que desandar el camino y dirigirse a Santa Fe, donde podría recibir órdenes de Montevideo para continuar la campaña. En ese trayecto la disciplina de la Legión se relajó más aún y todo el camino hasta su objetivo estuvo plagado de irregularidades. Regimientos completos desaparecían por días y volvían a unirse a la Legión con el fruto de sus fechorías.
La ciudad de Santa Fe cayó sin mucha resistencia. El general Eugenio Garzón, el jefe de la plaza, se rindió sin dar pelea. La superioridad era abrumadora.
Su vida y la de sus oficiales fue respetada a pesar de su relación estrecha con el general Oribe, expresidente de Uruguay, quien había sido destituido por Fructuoso Rivera.
Obligado a expatriarse, Oribe se puso a las órdenes de Juan Manuel de Rosas, quien no solo reconoció su grado de general, sino que lo nombró jefe del ejército de casi diez mil hombres que marchaba tras los pasos de Lavalle.
Estando en Santa Fe, Lavalle recibió la noticia que Araoz de Lamadrid se había sublevado en Tucumán, tomando la jefatura de la Coalición del Norte, y marchaba hacia Córdoba para unir fuerzas con la Legión.
Unidos estos, con un formidable ejército, planeaban derrotar al ejército de Oribe y atacar Buenos Aires. Los generales unitarios convinieron reunirse el 20 de noviembre en la posta Romero, Córdoba.
Cuando la Legión estaba a punto de abandonar Santa Fe, muchos vecinos expresaron su deseo de unirse a los hombres de Lavalle por temor a represalias. El general bien sabía que esta gente entorpecería la marcha pero no podía desconocer que dejarlos a su suerte era como asesinarlos a sangre fría.
La Legión abandonó Santa Fe seguida por una caravana de civiles que serpenteaba por el desierto, seguidos de cerca por las guerrillas federales que obligaban a la Legión a formar en orden de batalla para espantar a los intrusos.
Estos enfrentamientos entorpecían más aún la marcha.
Pasados unos días sin novedades sobre Lavalle y los suyos, Lamadrid decidió retirarse, sin enviar ni un mensaje para coordinar un nuevo lugar y fecha de encuentro. Cuando la Legión llegó a destino, ni rastro encontró de sus aliados. Picado por las guerrillas federales, Lavalle decidió dirigirse a la posta de Quebracho Herrado.
Antes de partir, se presentó al campamento una carta dirigida al general, escrita por el capitán Halley –oficial de marina francesa que gozaba de la amistad de Lavalle–. En esta carta le comunicaba que Francia abandonaba la causa de los unitarios y le ofrecía un salvoconducto para el lugar que determinará, además de una compensación económica. Lavalle se limitó a romper la carta; no podía volver sobre sus pasos. Solo se limitó a escribirle a Lamadrid informándole que lo esperaría en Quebracho Herrado y le pedía encarecidamente que dispusiera de caballada fresca.
Las tropas de Oribe le pisaban los talones, y Lavalle, para acelerar el paso, obligó a los civiles a dejar todos los enseres que no fueran estrictamente necesarios, pues entorpecían la marcha. El desierto quedó plagado de muebles, sillas y mesas, como si fuera un naufragio.
Las guerrillas se acercaban tanto al campamento de la Legión que, el día 28 de noviembre, Lavalle se vio obligado a presentar batalla con 1.600 infantes a las órdenes del coronel Pedro Díaz, oficial de larga experiencia que había servido a las órdenes de San Martín, y 4.500 jinetes a las órdenes de Niceto Vega y el coronel Vilela.
La caballada estaba en extenuada por los malos pastos y la falta de agua; apenas quedaban 4.000 caballos de los 20.000 que tenían al partir de Buenos Aires. Esto resultó fatal porque la carga de la caballería unitaria, que atacó al flanco izquierdo, quedó sin fuerza para avanzar apenas iniciada la batalla. Para colmo, la artillería de la Legión había perdido los explosivos durante la marcha, por lo que casi no pudo accionar.
La carga de la caballería federal fue contundente, y Lavalle estuvo a punto de caer prisionero, salvado a último momento por el accionar del coronel Niceto Vega. El general pudo salvarse con lo puesto.
La obstinada defensa de la infantería de Díaz fue elogiada hasta por el mismo Oribe. El coronel Hilario Lagos le garantizó la vida a Díaz y su hombre si se rendían. Así lo hicieron, pero los esperaba una larga marcha hasta su prisión, donde pasarían varios años recluidos. Díaz, al final, se incorporó al ejército de Rosas y peleó en Caseros contra sus antiguos aliados.
Así concluyó para Lavalle la batalla de Quebracho Herrado, con la pérdida de 1.500 hombres entre muertos y heridos. Oribe solo tuvo que lamentar un centenar de pérdidas.
Cuando Lavalle se encontró en El Tío con Lamadrid, las recriminaciones fueron mutuas, y desde entonces reinaron las desinteligencias que los obligaron a actuar separadamente, sin la coordinación de sus jefes que precipitó la derrota final después de una “contradanza” unitaria que los llevó a una serie de enfrentamiento con las fuerzas federales en Cuyo y las provincias del noroeste argentino, hasta la muerte de Lavalle en su huida hacia Bolivia.
De no haber sido por esta derrota y la conflictiva relación entre los jefes unitarios, otro hubiese sido la historia de la Confederación
Bartolomé Mitre le dedicó estos versos a la derrota de Quebracho Herrado, una forma de dar vuelo literario a una conducción plagada de errores y sin sentidos.
Creando el plomo y la metralla
Ha postrado patriotas eminentes
Arda su pecho en fuego sacrosanto
Y entone de la guerra el noble canto
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