El 30 de noviembre de 1900 fallecía en la modesta habitación de un hotel parisino Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde, el escritor de origen irlandés que había escandalizado a la sociedad británica con sus obras rebosantes de ironías y cinismo además de un romance homosexual con el hijo del marqués de Queensberry (el mismo que había creado las reglas del boxeo).
Se dice que Wilde murió de una meningitis secundaria a una otitis supurativa, aunque otros opinaban que fue por una complicación de una enfermedad venérea.
Lo cierto es que, con 46 años, Wilde era un hombre destruido, después de los dos años de trabajos forzados en la prisión de Reading y un nuevo fracaso sentimental con Lord Douglas, su vida había perdido sentido.
El nombre de Wilde, una maldición
Curiosamente Lord Douglas, rehízo su vida, se casó con un rica heredera (Olive Custance), repudió su pasado homosexual, tuvo un hijo y escribió varios libros de poemas y textos sobre su antiguo amante.
Maltrecho y desilusionado, Wilde se hospedó en el alicaído Hôtel d’Alsace del barrio Latino bajo el seudónimo de Sebastian Melmoth. Su nombre se había convertido en una maldición: su esposa e hijos cambiaron su apellido por Holland.
Pesaba sobre Wilde toda clase de acusaciones: desde plagiador a irreverente, de excéntrico a sodomita, pasando por ser un cínico, un grosero y un alcohólico. No había vicio, ni perversión que no hubiera cultivado….
“La vida es demasiado importante como para tomársela en serio”, había escrito Wilde, pero muchos no compartían su parecer y probablemente esa desatención le costó la vida.
Tal vez, habría que evocar otra de sus frases para entender su final y su aventura póstuma: “Somos, cada uno, nuestro propio demonio”.
Arruinado y solo, se refugió en ese cuarto de dudosa estética cuya decoración lo tenía a maltraer. Para atenuar sus pesares, ordenó una botella del mejor champagne y así las cosas se dispuso a morir.
El triste final de Oscar Wilde y la esfinge alada
Existe una controversia sobre cuáles fueron sus últimas palabras. Algunos sostienen que, hasta sus últimas consecuencias, dijo: “Estas cortinas me están matando”. Otra versión hace referencia a su calamitosa ruina económica. Después de terminar su champagne, pronunció su juicio final: “Estoy muriendo por encima de mis posibilidades”. Y falleció.
Un personaje como Wilde no podía irse de este mundo con un final tan vulgar. Necesitaba un final apoteósico y controvertido… después de todo él era Oscar Wilde.
Fue enterrado en el cementerio de Bagneux, a las afueras de París, pero no era este un lugar que invitaba al recuerdo. Sus fieles amigos Robert Baldwin Ross y Frank Harris, quienes no lo habían abandonado ni en sus peores momentos, decidieron que merecía un monumento mortuorio acorde a su gloria literaria. En 1909, Wilde fue trasladado al cementerio del Père-Lachaise, que alberga los restos de algunos de los personajes más gloriosos de Francia y del mundo.
En 1908, le fue encomendado al escultor norteamericano Jacob Epstein (1880-1959) erigir una estatua honrando al poeta. Robert Ross, el albacea de Wilde, recibió una donación anónima de £1000, una cifra enorme para que Ross desconociese el origen del dinero.
Se sospechaba que dicha suma pertenecía a una amiga de Wilde, Helen Carew (1856-1928), a quien el escritor la llamaba “La Esfinge”. Helen era la esposa de un político irlandés que disponía de medios para rendirle este homenaje a su amigo .
Epstein se inspiró en la imagen de un monumento asirio que había visto en el Museo Británico y escogió esta imagen de una esfinge alada dotado de generosos genitales para honrar a Wilde.
Las autoridades del cementerio decidieron que esta era una exhibición impúdica y taparon los genitales con un trapo, tal como se había ocultado la desnudez de los personajes del Juicio Final de Miguel Ángel. Danielle da Volterra, un discípulo de Miguel Ángel, se ganó el apodo de «Il Braghettone» por cumplir la púdica tarea encomendada por el Papa. Tres siglos más tarde la parodia se repetía.
En el caso de “La Esfinge”, se trató de ocultar los genitales con yeso. Como esto no fue suficiente, en un momento se los ocultó con una mariposa de bronce que fue arrancada por el ocultista Aleister Crowley (un personaje inquietante que ha merecido varios libros). Nadie sabe qué hizo Crowley con la mariposa.
Lo cierto es que así expuestos, los genitales fueron arrancados a golpes por dos virtuosas damas inglesas. Como las autoridades del cementerio no sabían qué hacer con los genitales pétreos, estos descansan sobre el escritorio de uno de los funcionarios de Père-Lachaise, actuando de pisapapeles.
Un epitafio del mismo Wilde nos recuerda que:
Lágrimas ajenas llenarán su urna quebrada
Y será llorado por hombres descastados
Que siempre lamentarán su condición.
“La Esfinge” se convirtió en un sitio de peregrinación dentro del cementerio
“Un beso puede arruinar una vida humana”, había escrito Wilde años antes. En su caso, no fue uno, sino miles de besos los que ilustraron a esta discutida estatua. Desde 1930, comenzó el curioso rito de besar al monumento y dejar su impronta de lápiz labial sobre la piedra. Este particular homenaje póstumo y su subsiguiente limpieza fue dañado a esta esfinge alada y sin genitales.
En un momento de esta larga historia de desencuentros, uno de los descendientes de Wilde inició una demanda contra una conocida empresa de lápices labiales para que se hiciese cargo de la costosa limpieza del monumento.
Para evitar el deterioro por esos ósculos que rinden tributo al escritor, se ha colocado un muro de cristal. Desde entonces, los visitantes dejan flores y papeles con notas dedicadas al escritor. Una de ellas declara: “Dicen que has muerto y yo no lo creo, probablemente estés a la diestra del buen Dios, enseñándole a vestir con elegancia”.