“Vine, vi y vencí”. Con esta expresión sintética e inmodesta, Julio César describió su victoria sobre Farnaces II del Ponto en la Batalla de Zela, librada el 2 de agosto del año 47 a.c. En apenas cinco días y habiendo comenzado la campaña con solo mil hombres de la célebre VI Legión, aniquiló a 20.000 soldados del monarca oriental, en una contienda que apenas duró cuatro horas.
Con esta victoria, Julio César consolidó su poder político. Volvió a Roma, fue nombrado cónsul y posteriormente proclamado dictador. Este abrupto final de la República creó malestar entre los optimates (la aristocracia tradicional romana) quienes conspiraron contra el César, asesinándolo durante los idus de marzo del año 44 a. C.
Después de la muerte del César, Roma no volvería a ser la misma, al igual que el mundo, cuando el 2 de agosto de 1939 (casi 2000 años después de la célebre frase del Cesar), Albert Einstein y Leó Szilárd le escribieron una carta al entonces presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, instándolo a invertir en el desarrollo de una bomba atómica, ya que sabían fehacientemente que Alemania estaba estudiando el tema con científicos de la talla de Otto Hahn, Carl Friedrich von Weizsäcker y Werner Heisenberg reunidos en el Proyecto Uranio.
En realidad, la idea de desarrollar un arma nuclear por reacción en cadena pertenecía a Szilárd, un físico húngaro, alumno de Einstein y Max Planck que trabajaba en Alemania. Después de la llegada de Hitler al poder, Szilárd decidió instalarse en Inglaterra, donde asistió a refugiados europeos víctimas de las persecuciones del nazismo.
Según contaba el mismo Zsilárd, la idea de una reacción en cadena le vino al cruzar la avenida Southampton en Bloomsbury ,en 1933. Este era el principio físico detrás de la “bomba atómica” (término que había sacado de la novela de H.G. Wells “The World Set Free”).
Para entonces, Szilárd, junto a Enrico Fermi, habían patentado un reactor nuclear y más tarde hizo lo mismo con su idea de una bomba atómica. En 1936, cedió esta patente al almirantazgo británico.
Dos años más tarde aceptó la invitación para desempeñarse como investigador de la Universidad de Columbia. Fue entonces cuando después de probar con otros elementos, descubrió que el uranio era capaz de producir ese tipo de reacción. Al enterarse de que el gobierno alemán se había adueñado de todo el uranio que producía Checoslovaquia, sospechó que ya estaban trabajando en el tema y se reunió con su antiguo profesor, Albert Einstein, para explicar sus ideas y temores.
Poco tardó en convencerlo del peligro que entrañaba la posesión de un arma como esta en manos de Hitler. Szilárd se valió del prestigio de su maestro para escribir una carta al presidente Roosevelt a fin de persuadirlo de desarrollar una bomba antes que los alemanes para usarla como elemento disuasorio.
Nada salió como habían planeado. Después de Hiroshima y Nagasaki, ambos físicos se dedicaron el resto de sus vidas a evitar el uso de armas nucleares, sin éxito, ya que el arsenal nuclear acumulado en el mundo a la fecha suma más de 12.000 ojivas nucleares , suficientes para borrar todo vestigio de vida en el planeta.
Rusia es la nación que más ojivas nucleares posee (5.500 frente a 5000 de Estados Unidos). Todos los días escuchamos amenazas de utilizar armas atómicas en varios puntos del planeta, de Ucrania a Corea del Norte pasando por Medio Oriente y Polonia. En caso de una conflagración nuclear, nadie podrá exclamar que “vino, vio y venció” porque es difícil que alguien pueda ufanarse, como lo hizo en su momento el César, de salir victorioso de una guerra que tiene altas posibilidades de resultar apocalíptica.
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Esta nota también fue publicada en Clarín