los muertos solo les debemos la verdad”, sostenía François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire. Y en este nuevo aniversario de su muerte vamos a respetar su voluntad y contar fielmente los últimos momentos del filósofo y, sobre todo, la disputa que originó la posesión de sus restos mortales.
Después de una ajetreada existencia que incluyó haber pasado un tiempo en la Bastilla y vivir por años en el exilio, Voltaire decidió establecerse en Ferney, a pocos kilómetros de la frontera suiza, una ubicación estratégica en caso de que sus escritos irritasen a las autoridades de turno.
Mientras envejecía apaciblemente, empezó a reconsiderar su postura anticlerical y se fue acercando a la religión. “Con Dios nos conocemos, pero no nos hablamos”, y con el tiempo hablaron… Las últimas palabras del filósofo fueron: “Me he confesado, y si Dios dispone de mí, muero en la santa religión en la que he nacido, esperando a la misericordia divina que se dignará perdonar todas mis faltas”.
Días antes de su fallecimiento, Voltaire regresó a París a fin de presenciar la representación de su última obra, “Irene”, que tuvo un recibimiento apoteósico. Las abrumadoras muestras de afecto lo hicieron agradecer emocionado: “Ustedes me quieren hacer morir de gloria”.
Sin embargo, murió intoxicado por el opio que le administraban generosamente para calmar los dolores que le ocasionaba un cáncer de vejiga. Falleció el 30 de mayo de 1778, a los 84 años, en el palacio del marqués de la Villette, un aristócrata admirador de las ideas igualitarias del filósofo. El sacerdote convocado de urgencia no llegó a tiempo para administrarle los últimos sacramentos.
Dada la enemistad de las autoridades clericales con el escritor, se sabía que el obispo de París no habría de concederle el permiso de ser enterrado en camposanto. Pasaban las horas y el cuerpo del filósofo se descomponía y sus sobrinos Monsieur d’Horne y el abate Mignot (¡sí! el ateo Voltaire, el agnóstico Voltaire tenía un sobrino sacerdote) intentaron cumplir su deseo de ser sepultado en camposanto, circunstancia que sería muy difícil hacerlo en la Ciudad Luz por lo que decidieron vestir al cadáver y subirlo a una carroza antes que se dispersarse el rumor de su fallecimiento.
Antes de emprender su último periplo, el boticario Mithouard, el encargado de embalsamarlo, quiso quedarse con el cerebro del pensador. Los sobrinos accedieron al pedido con tal de no perder más tiempo. Y ya que estaba pidiendo y los parientes se mostraban tan generosos, el amable marqués de la Villette que lo había alojado en su hogar, pidió el corazón de su amado amigo. “¡Sea!”, accedieron los sobrinos urgidos por el tiempo. Descerebrado y descorazonado comenzó el filósofo su último viaje. Entonces no se imaginaban que habrían otros.
Finalmente, Voltaire fue enterrado en la iglesia Scellier, donde su sobrino tenía jurisdicción. El obispo de París, deseoso de una venganza póstuma, prohibió toda misa o servicio religioso para salvar el alma de este pecador arrepentido.
El cuerpo de Arouet se fue desintegrando al igual que la monarquía francesa, a la vez que la obra del pensador se fue exaltando a medida que sus escritos recuperaban vigencia con el fragor revolucionario.
El ahora “ciudadano” Villette, convertido en ferviente revolucionario, contó en el periódico La Chronique los últimos momentos del pensador y su precipitado entierro. De allí surgió la propuesta que Voltaire, uno de los inspiradores del pensamiento revolucionario y gloria de las letras francesas, merecía habitar el Panteón, el nuevo Parnaso de los héroes cívicos.
No solo los parisinos querían albergar sus restos; los habitantes del pueblito de Romilly-sur-Seine, donde estaba enterrado, también deseaban conservarlo, al igual que los habitantes de la ciudad de Troyes.
En mayo de 1791, un grupo de habitantes de Romilly-sur-Seine y otros de Troyes se encontraron frente a los restos de Voltaire para debatir sobre quién debía albergar al filósofo. El debate devino en gresca y en medio de golpes e insultos llegó una comitiva de la Asamblea Constituyente para arbitrar en la violenta disputa, declarando que Voltaire, el glorioso Voltaire, pertenecía a todos los franceses, es decir, al Estado francés.
Los habitantes de Troyes y de Romilly-sur-Seine empezaron a mendigar alguna parte de la anatomía, ya que como todos los mortales, Voltaire tenía 208 huesos, ¿quién habría de notar si faltaba alguna parte? Después de todo, ya le faltaba el cerebro y el corazón.
Mientras debatían los destinos del pensador, alguien se birló el tarso de Voltaire y un habitante de Troyes se quedó con todo su pie izquierdo. También desaparecieron 2 de los 6 dientes que le quedaban al filósofo (curiosamente, una de estas piezas quedó en manos de un odontólogo). Ante este robo descarado, los miembros de la comitiva se llevaron lo que quedaba de Voltaire antes de que fuera demasiado tarde.
Lo que quedaba del pensador llegó a París para ser enterrado con gran pompa en el Panteón, aunque la ceremonia y el catafalco diseñado por Jean Louis David se vieron opacados por la persistente lluvia.
La disputa por el cuerpo de Voltaire
El cerebro fue cedido por una descendiente del boticario a la Comédie-Française (testigo de los éxitos de Voltaire) y enterrado bajo la estatua del literato a las puertas del teatro.
El corazón quedó en manos de los Villette. Su hijo lo legó al Estado francés que decidió guardarlo a los pies de otra estatua del pensador que, curiosamente, en ambos casos era obra del escultor Jean-Antoine Houdon.
Tampoco descansaron en paz sus restos en el Panteón porque con la vuelta de la monarquía tanto los huesos de Voltaire como los de Rousseau fueron trasladados a una galería fuera de los ojos del público.
Recién en 1830 volvieron a sus lugares originales. Hacia finales del siglo XIX se corrió el rumor que un grupo de fanáticos monárquicos se habían deshecho del cadáver de Voltaire por considerarlo “culpable de todos los males que aquejaban a Francia”. Tan insistente corrió la voz que se reunió una comisión de notables para abrir su tumba. Bajo la oscilante luz de las antorchas se quebró la paz sepulcral para ver que allí yacía el filósofo sin sus dientes, ni el corazón, ni el cerebro, ni el tarso, ni su pie izquierdo …
“Dios nos dio el don de la vida”, sostuvo alguna vez Voltaire, “pero depende de nosotros darnos el don de vivir bien…” y de los otros parecería que depende nuestro descanso eterno.