“Famosamente infame su nombre fue desolación en las casas, idolátrico amor en el gauchaje y horror del tajo en la garganta”
Jorge Luis Borges, Rosas (1923)
“–Ya sé que ustedes dos no se pueden ver y que se andan buscando desde hace rato. Les tengo una buena noticia; antes que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera. Ya sabe Dios quién ganará.”
Jorge Luis Borges, El otro duelo (1970)
“En la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) hay alrededor de mil denuncias registradas por desapariciones forzadas durante el gobierno justicialista Perón-Perón (1973-1976). Según el in forme de esa misma comisión conocido como ‘Nunca más’, las denuncias, ‘pruebas concretas e irrefutables’, fueron acercadas por la Secretaría de Asuntos Legales a la justicia. Desde entonces pasaron más de dos décadas. En ninguno de los procesos judiciales abiertos hubo un solo condenado. ”
Marcelo Larraquy, prólogo a la segunda edición de López Rega, el peronismo y la tripe A (2007)
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A vos te hubiera gustado conocerlo. Yo lo conocí de casualidad porque una tarde Rosendo Fraga lo iba a visitar y me invitó a ir con él. Éramos compañeros de abogacía en ese entonces. Con Rosendo, digo. Creo que los dos queríamos ser algo más, pero no se dio, no nos animamos. Viste cómo somos de jóvenes y después, de viejos, nos arrepentimos. Nos recibió doña Leonor, la madre. Mientras Rosendo le hacía unas consultas a él, nosotras nos quedamos charlando de bueyes perdidos. Era encantadora. Cuando ya nos estábamos yendo me invitó a tomar el té al día siguiente. Se justificó con Rosendo diciéndole que le gustaba hablar con mujeres inteligentes. Imaginate, yo era una nena y ella era la madre de Borges, que se había quedado como ausente, con esos ojos de ciego, perdidos vaya saber dónde. Me di cuenta de que había escuchado la invitación porque dijo que me viniera dispuesta a charlar. Al día siguiente fui puntual. Llegué a las cinco, como habíamos arreglado. Vivían en el departamento de Maipú y Marcelo T. de Alvear, en el edificio de la esquina. ¿Te acordás? Enfrente de la salida de la Galería del Este. Doña Leonor tenía todo preparado. De entrada me llamaron la atención las tres tazas de loza china, aunque Borges no estaba. Apareció al rato y copó ahí nomás la reunión. La madre lo atendía como a un niño. Estaba pendiente de todos sus caprichos y a él no parecía incomodarlo con sus sugerencias, que en realidad sonaban a imposiciones. Borges me desconcertó apenas empezamos a hablar. Estábamos comentando la posibilidad de que volviera Perón, te acordás que Lanusse había dicho que no le daba el cuero, y me largó a boca de jarro: “¿usted seguramente ha sentido hablar del coronel Santa Coloma? Martín Isidoro de Santa Coloma”, repitió acentuando los nombres de pila. Pensé que sería algún militar peronista al que yo no conocía. Me hizo la pregunta con el mismo tono que podría haber usado para hablar del clima. Doña Leonor seguía comandando la mesa y Borges no esperó que le contestara. Fue como si se hubiera preguntado a sí mismo. Yo no tenía idea quien era Santa Coloma, obvio, y él empezó a contarme. Apenas había dicho algunas cosas cuando se detuvo como alarmado por algo que no alcancé a comprender y me hizo una proposición: “no quiere venir mañana a leerme y así los dos nos enteramos más detalles de este personaje casi secreto”. Imaginate, no sabía qué hacer. Por supuesto le dije que sí. Aunque no conocía casi nada de sus libros, me gustaba la idea de escucharlo. Al día siguiente nos reunimos de mañana y me explicó que había leído, me acuerdo que así me dijo, como si él mismo hubiera sido el lector a pesar de ser ciego, que Sarmiento relataba en un libro los últimos momentos del tal Santa Coloma. Parece que Urquiza le había impuesto a Sarmiento el papel de gacetillero de su ejército antes de la batalla de Caseros. De esa tarea salió ese libro que se llama Campaña en el Ejército Grande. ¿Lo conocés? Bueno, es el relato de los días de la caída de Rosas. Yo no lo conocía “Pero no arruinemos con mis vanos recuerdos y mis torpes palabras la espléndida prosa de Sarmiento”, me dijo. “En la mesa está un ejemplar muy preciado para mí, porque perteneció a uno de mis mayores. ¿No le parece que lo releamos para entrar en materia?”. Y allí, como Borges decía, estaba el libro, solo junto a un adorno que no recuerdo, un plato pintado, creo. Era como si a pesar de no ver conociera al detalle el mundo que lo rodeaba. Me indicó la página que debía leer. “166, donde está el título Después de la Batalla”, ordenó. Le leí a Sarmiento y te lo puedo repetir de memoria todavía hoy porque lo he repasado infinidad de veces: “Siguiendo a la aventura, inspeccionándolo todo, llegué a Santos Lugares, donde me incorporé con el general en jefe, a quien un momento antes había tenido ocasión de felicitar. Un muchacho vino a preguntarme quién era el general para decirle donde estaba Santa Coloma. Mientras yo se lo señalaba, otra alma caritativa lo traía en ancas y lo presentó al general, quien ordenó en el acto lo degollasen por la nuca, diciéndole con razón: ‘Pague por los que usted ha muerto así’. No abusaré de mi posición actual para afear este acto, de que gusté, en ese momento cuan irregular era, porque era una satisfacción dada a la vindicta pública, castigando a uno de los famosos mazorqueros que habían espantado a la humanidad con refinamiento de barbarie inaudita”. Borges evidentemente ya conocía el párrafo que le leí porque lo comentó de inmediato. “Ese refinamiento de escribir ‘barbarie inaudita’ no está mal, ¿no?”, se preguntó a sí mismo, “pero qué curioso imaginar a Sarmiento satisfecho por esa ilusoria vindicación”.
Esa mañana, antes del almuerzo, cuestionó el hecho de aprobar la muerte de un hombre. Habló él, yo escuché. Borges estaba sorprendido de que el civilizado Sarmiento hubiera aceptado con beneplácito que se aplicara a un enemigo el método que había denostado en Rosas. “Hay quien justifica la barbarie evaluando sólo desde donde se origina, ¿no le parece una estupidez?”, se siguió preguntando sin esperar respuesta. “A diario me pregunto cuantas veces más seré estúpido, pero los tiempos que corren justifican cualquier debilidad, incluso la de la crueldad”. Me acuerdo que lo dijo susurrando, como para que yo no lo entendiera. “¿Le parece que sigamos mañana? Esta tarde han quedado en traerme otro libro donde se agregan detalles interesantes. ¿Le conté que Sarmiento se hospedó en la casa de Santa Coloma en Rosario cuando iba en el ejército de Urquiza en la Navidad de 1851 hacia la batalla? La estancia había sido tomada ya por el ejército porque el dueño estaba en campaña y Sarmiento dice que los vecinos lo admiraban, reconociéndolo como un gran opositor a Rosas. Me resulta difícil creerlo, en este país nadie admira al que se opone a un tirano desde las palabras. Aunque la vanidad de Sarmiento era infinita y podía llevarlo a encontrar motivos irrefutables para vanagloriarse de sí mismo. Cuentan que cuando Urquiza se enteró de esa jactancia se puso furioso. Ni siquiera le contestó un mensaje donde lo ponía al tanto de la mentada admiración popular, sino que lo mandó a su secretario a dirigirle una carta humillante.
Esos dos hombres se odiaban más entre ellos que a Rosas. Al fin de cuentas, Rosas era el enemigo y usted sabe que el odio entre los del mismo bando siempre es peor. ¿Nos vemos mañana a la misma hora?”, me sugirió y le contesté que vendría puntual. Sabés que en aquel tiempo yo soñaba con la escena cerca de Caseros después de que Urquiza daba la orden de ejecutar a Santa Coloma. Pero todos tenían la cabeza cambiada. Urquiza ordenaba degollar a Santa Coloma, pero su cara era la de Rosas. Sarmiento observaba la situación callado y asentía, pero también su cara era la de Rosas. Rosas los miraba a todos mientras se alejaba y él era el único que tenía su propia cara. Mientras se marchaba adoptaba un gesto de satisfacción. Se le marcaba una leve sonrisa. La imagen del sueño era la que yo tenía del Billiken. Soberbio, arrogante, erguido, sus ojos claros tras pasando a quien lo miraba. Dueño de la vida y la muerte. Santa Coloma corría descabezado gritando. Me despertaba siempre cuando miraba al piso y allí estaba la cabeza del degollado tirada. Y la cara era también la de Rosas haciendo gestos, moviendo los ojos, lanzando alaridos. Borges me contó que era lejano pariente de Rosas y que no había resistido la tentación de escribir sobre él. Se me pasaba el tiempo en su compañía sin darme cuenta. Me acuerdo que aquel día me vi con Rosendo y le conté todo lo que había oído esa mañana. Me parece que esperaba otra cosa de mí y yo también, ¿te acordás? Sí, creo que vos también estabas algo enamorada de él. Al día siguiente leímos con Borges que en el año ‘75 Sarmiento había sido senador nacional por San Juan. Su comprovinciano Rawson lo acusó en la Cámara por haber calificado apenas de “irregular” el degüello de Santa Coloma y también lo atacó por su orden de matar al Chacho Peñaloza. En verdad que eran épocas violentas. ¿No te parece? Sarmiento, que estaba sordo como una tapia, le contestó a Rawson a lo largo de dos tediosas sesiones.
Borges me contó que cuando le preguntaron cómo hacía con su sordera para escuchar a sus colegas, explicó que no había ido allí a oír a nadie, sino a hacerse oír. No era un hombre muy viejo, tenía apenas 64 años, pero dicen que estaba cansado de batallar. Borges en el tiempo que te cuento ya tenía más de 70.
La tarde de lo de Rawson me señaló que estaba buscando un argumento para un cuento. Ese era el motivo de las lecturas. Acababa de publicar uno sobre degüellos, pero me confesó que no le gustaba. Trataba sobre dos gauchos a los que se degollaba juntos, codo con codo, y se los obligaba a jugar una carrera. Me dijo que le habían contado la historia en un bar de Adrogué, donde se había parado a descansar en una caminata de un lejano atardecer de verano, en su juventud. El buscaba algo distinto. Argumentó que “entre gauchos el tajo era habitual, como la vanidad entre poetas, o el peronismo entre argentinos. Estoy buscando un degüello extraordinario, uno inesperado. Santa Coloma era un degollador y llama la atención que para combatir la antropofagia se coman al antropófago, ¿no?” Después de esa mañana de lectura y charla no volví a ver a Borges hasta varios meses después. Esas últimas veces doña Leonor no nos acompañaba. Con Rosendo casi no me veía ya. Algo no había andado. Fue doña Leonor la que me llamó por teléfono. “A Georgie le gustaría verla, dice que le quiere mostrar algo que ha escrito y le ruega si puede venir a visitarlo. ¿Le parece mañana a las 10?”, sugirió. Yo cursaba en la facultad y me acuerdo que estaba fresco a pesar de la época del año. Lloviznaba sobre Buenos Aires. Cuando lo reencontré se mostró amable pero más distante que en nuestras anteriores reuniones. Algo lo incomodaba. Me comentó que al día siguiente Perón volvía al país y sugirió que nada bueno podía presagiarse. Me dijo que su interés por Santa Coloma, además de por el hecho de haber sido degollado después de Caseros y por los dichos de Sarmiento, venía de su segundo nombre. “Se llamaba Martín Isidoro de Santa Coloma y yo me llamo Jorge Francisco Isi doro Luis Borges. ¿Qué le voy a hacer? Somos una melancólica dinastía de Isidoros. Soy bisnieto del coronel Isidoro Suárez, que peleó en Junín. Él tuvo un destino de coraje como otros mayores míos, que yo no tuve ni tendré. ¿Sabía que Santa Coloma guerreó en la frontera, en Lobos? Pero se cansó de las armas y también fue juez de paz. Rosas en el ‘39 lo nombró comandante porque tenía un destino que cumplir, como todos los hombres. Algunos le atribuyen haber apuñalado al presidente de la Cámara de Representantes de Buenos Aires, el doctor Manuel Vicente Maza, pero parece que fueron otras manos las culpables. El resto de su vida fue una sucesión desordenada de zozobras militares, cebadas por la sangre. Persiguió por todo el mapa de Santa Fe a los unitarios y también a los que estaban en duda. Luchó con valentía contra ingleses y franceses a las órdenes del general Mansilla en El Quebracho.
Allá sobre la mesa hay unas copias. Léame algo que está marcado con un lápiz rojo”. Busqué las hojas y no me costó encontrar lo que él quería oír. “Brindo –vociferaba Santa Coloma– porque a todo el que se conozca enemigo del Ilustre Restaurador, matarlo a palos y puñaladas; pues yo pido al Todopoderoso que no me dé una muerte natural sino degollando franceses y unitarios. ¡Nada de medias y cortesías!” Cuando terminé de leerle se quedó en silencio, como si al fin hubiera encontrado lo que buscaba. Fue la única vez que me sentí incómoda con Borges. Esa mañana ya casi no hablamos. Me despidió y doña Leonor, cuando me iba, me entregó con discreción un sobre. Dijo que allí había un cuento de su hijo y me pidió que lo leyera porque él quería saber mi opinión. Caminé unas cuadras y me encontré con Juan Manuel, mi hermano mayor. Me dijo que iba a esperar a Perón a Ezeiza, que se estaba yendo a buscar a unos compañeros para irse caminando y suponían que habría mucha gente al día siguiente. Le di el sobre con el cuento de Borges para que tuviera algo que leer. “Ese viejo gorila, y bue, dámelo, para algo va a servir, aunque sea para entretenerme cuando nos paremos a descansar”. No volví a ver nunca más a Juan Manuel, no me imaginé que nos estábamos des pidiendo para siempre. Mi viejo lo buscó durante días, pero no lo pudo encontrar. Cuando empezamos a escuchar por la radio que había tiroteos nos asustamos. Papá se murió un año después sin resignarse a no tener noticias, recorrió todos los hospitales, las comisarías, pero no hubo caso. Desapareció, se lo tragó la tierra. A vos te hubiera gustado conocerlo. A Juan Manuel digo, era tan buenmozo. Y a Borges también. A mí, te confieso, me daba un poco de miedo. Tampoco lo volví a ver.