La noche del domingo 20 de diciembre de 1931 el Dr. José María Cornelio del Corazón de Jesús Figueroa Alcorta, ex presidente de la República Argentina, entonces presidente de la Corte Suprema de Justicia y flamante presidente de la Comisión de conciliación entre Bélgica y los Estados Unidos, abruptamente se sintió mal. Su médico, el doctor Mariano Castex, diagnosticó apendicitis y debió ser internado en el Sanatorio Podestá, sito en Uruguay y Viamonte.
El lunes 21 fue operado por el doctor Arturo Zabala, quien contó con la asistencia del doctor Castex y otros facultativos. La apendicectomía fue practicada sin complicaciones y el enfermo se sintió aliviado, se recuperaba tranquilamente y esperaba volver a su hogar para pasar las fiestas.
En la madrugada del martes 22 su estado era satisfactorio y ya había desaparecido la fiebre del día anterior. Ese optimismo se mantuvo el miércoles 23 y los diarios daban cuenta de su pronta mejora.
La noche del jueves 24 las cosas empezaron a andar mal. Muy mal. Para sorpresa de todos, el Dr. Figueroa Alcorta empeoraba a ojo vista. Los médicos estaban alarmados. Aparentemente una doble complicación renal y hepática hizo que se extremaran los cuidados hasta lograr una leve reacción favorable. Ni aún en ese delicado trance, el Dr. Figueroa Alcorta perdió la lucidez ni tampoco su serenidad.
Debió haber sido una triste Nochebuena para la familia.
En su magnífico libro sobre este hombre que sustentó los tres poderes (presidente, vicepresidente y miembro de la Corte), Guada Aballe nos cuenta las últimas horas del ex presidente teñidas por su devoción cristiana y una entereza para superar los momentos difíciles como la que había demostrado cuando el anarquista Francisco Solano Regis le arrojó una bomba que el entonces presidente pateó para alejar el peligro.
Solano fue apresado y por esas cosas del destino compartió celda con otro fallido magnicida, Salvador Planes quien había atentado contra el presidente Quintana. Ambos huyeron de la prisión y desde entonces nada se sabe de sus vidas.
Al amanecer del 25 le avisaron a Figueroa Alcorta que Monseñor Franceschi deseaba visitarlo. De inmediato indicó que lo hicieran pasar. Al verlo, le tendió la mano diciendo: “Ya sé lo que esto significa. Estoy dispuesto a su propósito, no temo a la muerte”. “Tan solo Dios es el dueño de ella, como lo es de la vida”, le respondió Monseñor Franceschi. Figueroa Alcorta rezó el Salve Regina y se confesó. Su espíritu estaba en paz.
También quiso que su hija Clara lo acompañase en las oraciones para bien morir. Manifestó él sus deseos de comulgar, pero no podía por sus vómitos frecuentes.
En ese momento recibió la unción e los enfermos, él mismo preguntó al ver a Franceschi con la estela morada:
–“¿Me va a dar la Extremaunción?”
–“Así es, pero recuerde que está en manos de Dios. Entréguese por completo a Su Voluntad”.
–“Así lo hago”.
También recibió la Bendición Papal.
A continuación hizo llamar al resto de sus hijos, yernos y nueras para hablarles y aprovechó la oportunidad para agradecerle a sus médicos, los doctores Castex, Zabala y Destéfano la manera en que lo trataban. Solicitó la presencia de todos porque era consciente de su grave estado, el cual asumía con naturalidad debido a la fuerza que le daba su fe. Se mostró animado durante esas conversaciones, alentando y tranquilizando a los demás, mientras les daba recomendaciones.
Tampoco olvidó al personal de su servicio. Hizo llamar a su chofer, quien estaba más que abatido, para darle ánimos y agradecerle los veinte años que había trabajado para él.
Su profunda fe le daba fuerzas y ánimo. Ese mismo día se le impuso el escapulario del Carmen mientras sostenía en sus manos, por largos momentos, una pequeña cruz. La fe y entereza de Figueroa eran tales que Monseñor Franceschi, asombrado, le dijo a los familiares presentes: “No conozco un caso igual en mi larga vida consagrada al sacerdocio. Pienso escribir esta escena ejemplar, de la que no recuerdo sino el paralelo de la análoga de Emilio Lamarca” (ingeniero de origen chileno que había defendido la educación católica cuando el gobierno de Roca trató las leyes de secularización del Estado).
Los médicos seguían preocupados. El recrudecimiento del cuadro hacía pensar en el peor de los desenlaces. Durante todo el día Figueroa Alcorta demostró entereza a pesar de sus dolores físicos, malestar general y el tratamiento enérgico que recibía.
El doctor Repetto, ministro decano de la Corte lo visitó. Repetto lo saludó dándole un beso en la frente y Figueroa se incorporó para abrazarlo. Al irse el ex presidente le dijo a su hija Clara: “Hijita, cómo siento dejar la Corte. Pero queda en buenas manos”.
A los hijos en un momento les dijo: “Siento morir sin dejarles fortuna”.
Funcionarios, magistrados, ciudadanos y ex congresales se acercaron para interiorizarse de su salud. Monseñor de Andrea, con quien tenía amistad, también lo visitó. En esa primera visita (lo visitaría unas cinco veces), Figueroa Alcorta, después de saludarlo, le reveló la paz que tenía en su conciencia. Le dijo que se encontraba al final de su carrera y le pidió la bendición. Dijo que sabía que su estado era grave pero que se había puesto “espontánea y severamente” en las manos de Dios. Aprovechó para aclarar: “Se ha hablado más de una vez de mi liberalismo, tildándome de sectario. Nada más inexacto. Siempre fui creyente y profundamente respetuoso de la religión y me place recordar en estos momentos, en los que nuestra alma está a flor de labios, que jamás me dormí sin haber rezado una Salve. El liberalismo de mis primeros años fue el sarampión inevitable en la juventud”.
Una leve mejoría en la tarde de ese viernes dejó entrever una pequeña esperanza pero fue en vano. Por la noche los temores se profundizaron. Volvieron los Monseñores Franceschi, De Andrea y fue Monseñor Devoto. De Andrea le comentó que estaban rezando por él porque lo querían y porque el país lo necesitaba. A lo que Figueroa Alcorta respondió: “Nadie es necesario, en todo caso procuraría cumplir con mi deber como he procurado siempre hacerlo como yo lo entendía”. Pero no dejaba de reconocer que para él eso era “una recompensa y una satisfacción”.
El sábado 26 la situación seguía delicada a pesar de que en la madrugada había descansado tranquilo. El ataque de uremia, las transfusiones de sangre que debieron hacerle debilitaban su organismo y la aparición de perturbaciones en el funcionamiento del corazón ennegrecían más aún el triste panorama. Él se daba perfecta cuenta sin perder la lucidez.
Su esposa estaba abatida. Y el ilustre enfermo hacía todo lo posible para levantarle el ánimo. Solamente a ella trataba de ocultarle la gravedad de su situación. Alrededor de las 15 se escuchó que le dijo a Pepa que hiciera preparar todo “para nuestro veraneo en las sierras porque pienso que salgamos la semana próxima”. Y también “Esto es pasajero y verás que pronto me restablezco”. No quería ver a nadie apenado por causa suya. Llegó a decirle a su familia “esas caras no son como para una reunión entretenida”. Al caer la tarde su situación empeoró, pero no su ánimo.
Al alcance de la mano, Figueroa tenía objetos religiosos. Su amigo Rómulo Naón le había llevado una reliquia de Santa Teresita y el ex presidente la tenía sobre su pecho.
Al enterarse una vez más por boca de Monseñor de Andrea que quienes lo querían, familia y hasta su nietita, estaban rezando por él y que él debería secundarlos rezando por él mismo, respondió que lo hacía de todo corazón y su respuesta es un ejemplo de madurez en la fe y a la vez de humildad: “No lo dudo y esas plegarias constituyen influencias soberanas ante la Divinidad, pero quién sabe si yo estaré en condiciones de merecerlas y por lo tanto que se cumpla Su Voluntad”.
En otra visita, Monseñor de Andrea al preguntarle cómo se sentía, el enfermo respondió:“ Un poquito mejor pero me siento desmoralizado”. Al preguntársele las razones, el ex presidente explicó: “Siempre he tenido una voluntad que me hacía sobreponer a todas las contrariedades de la vida que no me han faltado durante ella. Nunca perdía mi dominio sobre mí mismo. Ahora, sin embargo, no lo logro como quisiera”.
Monseñor de Andrea le explicó que si bien el organismo no le respondía como antes, la voluntad de Dios jamás iba a abandonarlo. Al escuchar eso, Figueroa Alcorta tomó un Cristo y mientras lo besaba dijo: “Que se cumpla tu voluntad”. Le dijo también a De Andrea “esto se acaba” y que era “un consuelo” ver a todos juntos “para despedirlo en la estación”. Superada la natural flaqueza humana, siguió dando muestras de fe que eran el asombro de todos. El mismo de Andrea diría que daba muestras de una entereza de espíritu como él jamás había presenciado antes.
Monseñor de Andrea, en su última visita, fue testigo de cómo el enfermo besaba con devoción y suma ternura la imagen de Santa Teresita que tenía consigo mientras decía: “Esto se acaba; pero Dios me da una gran serenidad”.
En sus últimas horas habló de conformarse a la voluntad de Dios. Volvió Monseñor Franceschi, a quien hizo llamar porque se sintió agravar, estuvo conversando con él y le dio una última absolución mientras Figueroa rezaba. Con esfuerzo, el enfermo hizo la señal de la cruz. Pudo recibir los Santos Sacramentos. Agradeció al sacerdote su compañía para bien morir. Luego, se durmió para no despertar más.
En la madrugada del domingo entró en coma tras haber dado un “espectáculo de entereza moral extraordinaria”, de haber dado ejemplo de fe ante propios y extraños.
Rodeado de su esposa, hijos, yerno, nueras, nietos y los doctores Mariano Castex, Zabala y Francisco Distéfano, a las 3.56 de la madrugada del 27 de diciembre de 1931, el doctor José Figueroa Alcorta entregó su alma al Dios que tanto había amado y confiado en sus últimos momentos.
Vale la reproducción del artículo publicado en el diario Los Principios de Córdoba el día 30 de diciembre de 1931:
“La pompa humana, bien merecida esta vez, ha rodeado con sus mejores galas las exequias de un hombre que disfrutara en la vida de los más grandes honores, conservando para los últimos días de su vida, y en la cumbre de una posición pública excepcional, un silencio humilde, un recogimiento a su labor, una modestia sin desdoro, que hacían de él una figura de extraordinario prestigio en la república.
La prensa entera del país ocupó páginas para honrar la memoria del ex presidente a quien le tocó encauzar al país hacia la culminación de su progreso.
Sobre su tumba se han vertido brazadas de flores. En su memoria se han dicho las más preciadas palabras. El pueblo se lanzó a la calle y escribió en la historia de la ciudad una página hermosa, demostrando que sabe premiar las virtudes cívicas y reconocer los esfuerzos hechos por sus gobernantes en su beneficio.