No eran reyes, ni magos, ni siquiera sabemos si eran tres. Solo se sabe que vinieron de Oriente.
Por su indiscreción desencadenaron la matanza del día de los inocentes al invocar al profeta Miqueas y anunciar la llegada del rey de los judíos. Este dato desencadenó la furia de Herodes, quien ordenó la muerte de todos los niños varones menores a los 2 años.
Tampoco se sabe si llegaron a una gruta o un establo (San Mateo no lo menciona) como tampoco sabemos si había una mula o un buey… Todo eso está inspirado en el “Libro de Set” originario de la ciudad de Edessa, escrito trescientos años después de la visita al niño Jesús.
Sabemos que siguieron una estrella que los condujo a Belén, pero tampoco estamos seguros a cuál de los fenómenos astronómicos que acontecieron en esos años se referían. En el año 4 o 6 de nuestra era se vio una conjunción de Júpiter y Saturno que bien podría haber sido la estrella que guío a los magii (así lo llama Mateo), pero también pudo haber sido la nova detectada por astrónomos chinos en el año 5 de nuestra era, o la conjunción del sol, la luna y los cuatro planetas más brillantes del firmamento junto a la estrella Regulus en la constelación Piscis (año 6 a.C.), o la conjunción de Venus y Júpiter en el año 2 después de Cristo. Eso sí, nada de esto aconteció en el que llamamos año 0 de nuestra era.
Como ya dijimos, no sabemos cuántos eran: para la iglesia de Siria eran doce y para la copta sesenta. El evangelio armenio es el primero que les da nombre: Melchor, rey de los persas; Gaspar, de los hindúes; y Baltasar, de los árabes, pero en ningún momento se afirma que uno de ellos fuese de color.
Los reyes magos han despertado una profusa iconografía a lo largo de la historia del cristianismo y han dado lugar a una celebración que, por infinidad de razones, dejó huellas en cada uno de nosotros, ya sea por falta o exceso, por ilusión o desencanto producto de los regalos recibidos en nuestra infancia.
Como hemos dicho, la adoración de los reyes inspiró cuadros memorables, como el de Gentile da Fabriano (1370-1427) pintado en la capilla de Strozzi (1423) en la iglesia de la Santa Trinidad y hoy exhibido en la galería de los Uffizi en Florencia.
En 1455, Rogier van der Weyden (1399/1400-1464), uno de los pintores más dotados de todos los tiempos, fue el primero en trazar una analogía entre los tres reyes y las tres edades del hombre. Acá Baltasar tampoco luce la piel oscura que aparecerá en otras obras. Esta pintura se encuentra en la Pinacoteca Antigua de Múnich.
Benozzo Gozzoli (1421-1497) inició la costumbre de asociar a los ricos y famosos con las figuras notables del cristianismo. Esta Adoración de los Reyes (pintada entre 1459 y 1461) exalta a la familia Medici, quienes entonces abrigaban la esperanza de que Florencia fuese la ciudad anfitriona de un concilio ecuménico.
En 1481, Leonardo da Vinci (1452-1519) aceptó el encargo de trazar una Adoración de los Magos por parte del monasterio de San Donato en Scopeto. Si bien nunca pasó de un esbozo –como gran parte de la obra de Leonardo–, esta podría haber sido una de las grandes obras de la pintura universal.
En 1494, el Bosco creó una Adoración más humilde, menos lujosa que la de sus predecesores, con la novedad de presentar a un mago de color. Esta obra es atesorada en el Museo del Prado.
Las modas cambian y en 1609, Rubens (1577-1640) pintó una casi voluptuosa Adoración, con despliegue físico, de telas en movimiento y juego de luces y sombras. También se puede admirar en el Prado.
En 1616, Velázquez (1599-1660) nos devuelve la intimidad de los personajes y la humildad del lugar. Al parecer, Velázquez se inspiró en su familia para dar vida a los personajes bíblicos: Melchor era Francisco Pacheco (célebre pintor y suegro del artista), la Virgen sería su esposa, Juana Pacheco, y el mismo Velázquez sería Gaspar.
En 1638, Zurbarán (1598-1664) pintó esta obra para la Cartuja de Nuestra Señora de la Defensión, en Jerez de la Frontera, y si bien guarda cierta similitud con la obra de su amigo Velázquez, hay un tratamiento particular de la luz como si existiesen dos focos (el del atardecer de fondo y la luz que ilumina a los personajes).
En 1505, Alberto Durero (1471-1528) pintó esta obra por encargo del rey Federico el sabio, dando una lección de perspectiva. Por último, vale rescatar la obra de Raúl Soldi (1905-1994) en la capilla de Glew, donde no hay bueyes ni asnos, pero sí un brioso corcel.
Según la tradición, los magos de oriente volvieron a su tierra convertidos en hombres piadosos. Cuentan (no hay evidencia) que Santo Tomás los visitó en su lugar de origen para contarles la prodigiosa vida del niño Jesús. Cuando el cristianismo se elevó al estatus de religión oficial del Imperio romano, Santa Elena, madre de Constantino, viajó a Jerusalén para rescatar todo recuerdo de Jesús y su pasaje por este valle de lágrimas. Entre las santas reliquias que trajo estaban los restos de los tres magos. Estos fueron tomados como botín de guerra por Federico Barbarroja y terminaron en la catedral de Colonia en un magnífico relicario de oro, obra de Nicolas de Verdún.
El relato que consagra a los reyes magos ha calado hondo en nuestra condición humana porque refleja, por un lado, la esperanza y la candidez, la ilusión de una compensación por nuestros esfuerzos y una conducta virtuosa, pero también, en la noche de reyes, nos podemos sentir burlados y defraudados, marcando el momento aciago cuando finaliza la edad de la inocencia.