Los ojos del presidente: la ceguera de Roberto M. Ortiz


Nos gusta preguntarnos, aunque no exista una única respuesta: ¿qué hubiese sido si? La versión contra fáctica de la historia. ¿Qué hubiese pasado si no hubiéramos expulsado a los ingleses? ¿Qué habría sido de Argentina si no hubieran derribado al caballo del general Paz o si a San Martín lo hubieran matado en San Lorenzo?
Hoy vamos a preguntarnos qué hubiese sido del país si el presidente Ortiz no quedaba ciego por la diabetes. ¿Hubiese Argentina participado en el esfuerzo bélico de la Segunda Guerra del lado de los Aliados? La neutralidad argentina no fue gratis. ¿Esta neutralidad le trajo beneficios económicos o un relegamiento a nivel comercial y en la orquesta de las naciones? ¿Hubiese existido Perón como estatista, o la sociedad argentina hubiese abrazado propuestas más pro-norteamericanas? Todo eso podemos conjeturar mientras repasamos la historia de la enfermedad de Roberto Marcelino Ortiz (1886-1942).
Ortiz, hijo de inmigrantes españoles que se dedicaron a la actividad agropecuaria, originalmente iba a estudiar medicina, pero terminó graduándose de abogado. Siguiendo las propuestas de Hipólito Yrigoyen, participó como miembro de la Unión Cívica Radical de la Revolución de 1905. Una vez recibido, trabajó en una empresa ferroviaria inglesa, se casó y tuvo tres hijos. En 1920 fue elegido diputado nacional y adhirió a la corriente antipersonalista del radicalismo conducido por Marcelo T. de Alvear. Cuando éste asumió la presidencia nombró a Ortiz ministro de Obras Públicas. Como antipersonalista, apoyó al golpe de Uriburu, pero repudió el modelo corporativista que proponía como forma de gobierno.
En 1931 participó de la Concordancia que promovía el presidente Agustín P. Justo. Durante su gobierno, Ortiz fue ministro de Hacienda y publicó su libro “Ideario Democrático” (1937) que con el tiempo se convirtió en la plataforma política de su gobierno.
Ortiz accedió a la presidencia a través del conocido como “fraude patriótico”. Consciente de que esta distorsión de los cánones electorales no tenía futuro, promovió una progresiva depuración del proceso electoral, lo que no fue bien recibido por los círculos más duros de la Concordancia. Por tal razón, Ramón Castillo, de posición más conservadora, fue elegido su vicepresidente.
La diabetes de don Marcelino le fue diagnosticada mientras realizaba una intensa campaña electoral 1936, pero es de suponer que ya era diabético desde hacía 5 a 10 años. 
Sus primeros momentos como presidente fueron problemáticos por una acusación de cohecho y, sobre todo, por la muerte de su querida esposa, en 1940. Antes de asumir la primera magistratura, María Luisa Irbarne de Ortiz había pronosticado: “Esta presidencia nos matará a los dos”. Tuvo razón…
El conocido Dr. Pedro Escudero, el primer gran nutricionista argentino, trataba de controlar la glucemia del presidente con una dieta estricta, pero Ortiz era hombre de buen comer y es seguro que su obesidad influyese negativamente en su diabetes. De aspecto pletórico,  también es probable que haya padecido la triada clásica:  diabetes, hipertensión y aumento del colesterol.
Todo esto condujo a un progresivo deterioro de la microcirculación de la retina –al igual que altera la del cerebro, el corazón y la circulación terminal del pie, donde se producen las complicaciones más graves de la diabetes-.
La pérdida visual de Ortiz se agravó durante su presidencia, a pesar de los esfuerzos de los doctores Argañaraz, profesor titular de la especialidad y el Dr. Jorge Malbrán, uno de los más importantes oftalmólogos del país y mundialmente reconocido.
En 1941, a pesar de los esfuerzos para disimular sus dificultades, el Dr. Castillo (quien le hacía pequeñas triquiñuelas para saber qué estaba viendo realmente) convocó a los senadores oficialistas para determinar su estado y llamó a un juicio político por inhabilidad. Curiosamente, eran los miembros del mismo partido quienes intentaban destituirlo, dado que la apertura democrática de la que Ortiz tanto hablaba, incomodaba los proyectos de eternizarse en el poder del partido conservador, entre cuyos miembros había algunos que apoyaban la posición de Alemania durante la guerra. 
Ortiz no se resignó porque sabía que aún tenía dos misiones por delante, una era la de volver a una democracia sin contubernios y la otra era la de alinear a la Argentina con los países aliados. 
Cuando se conoció la enfermedad de Ortiz intervino quien sería el presidente más popular de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt. 
Roosevelt y Ortiz se habían conocido en 1936 y mantenían una cordial relación. De todos los políticos argentinos, era Ortiz el más permeable a las políticas de Estados Unidos, y Roosevelt lo consideraba un pro aliado. 
Como muchos pacientes que sufren una retinopatía diabética, Ortiz padeció una declinación progresiva de su visión, con altibajos. Había momentos en los que podía ver mejor, circunstancia que alimentaba alguna perspectiva de mejoría que alentaba a su familia y seguidores.
Como la retinopatía diabética suele complicarse con hemorragias dentro de la cavidad ocular, estos coágulos varían de acuerdo al posicionamiento del paciente. Por ejemplo, las hemorragias pueden precipitar al atardecer si el paciente está sentado (permitiendo una mejoría en la visión), pero al acostarse suelen tapar el eje visual y empeorar la visión. De allí está variaciones en la visión. 
Estos altibajos tenían desconcertados a los políticos, pero no así a los oftalmólogos Argañaraz y Malbrán, quienes bien entendían lo que estaba pasando y no se prestaban al juego malsano de intereses partidarios. 
En este ajedrez internacional intervino Roosevelt. Después de Pearl Harbor, Estados Unidos se había involucrado en la guerra mundial. Hasta entonces, la política norteamericana había sido tímida, al punto de que Roosevelt le había negado apoyo a Churchill durante los oscuros días después de Dunkerque. 
Para muchos americanos lo que pasaba en Europa era un problema de los europeos. El líder de opinión de este debate interno era el popular piloto Charles Lindbergh, quien propugnaba la no intervención en la contienda. Lindbergh había sido condecorado por el mismo Führer, como también lo había sido Henry Ford. Muchas empresas norteamericanas tenían importantes intereses en la Alemania nazi, un país tecnológicamente avanzado y con una colaborativa mano de obra calificada. Pero el bombardeo a la basa de Hawái cambió el tablero, y ahora Roosevelt necesitaba todas las fichas, incluyendo las lejanas y ubérrimas pampas argentinas y su potencial para alimentar a millones de almas. (Vale aclarar que Lindbergh sirvió como piloto en el Pacífico). 
Urgido por contar con este aliado sudamericano, Roosevelt envió al que consideraban el mejor oftalmólogo del mundo, Ramón Castroviejo (1904-1987), un médico nacido en España que había hecho una notable carrera en New York como especialista en trasplantes de córnea. 
El avión que lo transportaba a Castroviejo por orden del presidente norteamericano, salió de Miami y aterrizó en Morón (aeropuerto que entonces se llamaba “6 de septiembre” por el golpe militar de Uriburu que había derrocado a Yrigoyen).
Castroviejo entonces tenía 37 años, había nacido en Logroño y estudiado en Madrid. Ante el complicado panorama económico y político que ofrecía España, aceptó una oferta para trabajar en Estados Unidos y por orden de su gobierno estaba en Argentina tratando de salvar a un presidente ciego. Con muy bien tino, se entrevistó con los colegas argentinos que conocía de congresos internacionales y trató de calmar la ansiedad de la familia (el interlocutor era Jorge Ortiz, quien había viajado a verlo a Castroviejo ese mismo año). Evitó por todos los medios dar entrevistas para mantener la confidencialidad del caso y evitar la distorsión de sus palabras.

Las operaciones para la retinopatía diabética eran complicadas y poco efectivas. Como en estos casos la retina se desprende por traccionamiento de cicatrices fibrosas, se postulaba hacer un acortamiento escleral para tratar de volver la retina a su lugar. Ese era el plan de Castroviejo, quien debatió con sus colegas argentinos la posibilidad. La idea de por sí era riesgosa, pero el estado de salud de Ortiz lo era más aún. A la diabetes descompensada clínicamente había que agregarle complicaciones cardíacas como las que sufrió ese mismo año. 
Castroviejo comunicó a Ortiz y su familia la imposibilidad de ser operado, y, por lo tanto, de recuperar la visión. Roosevelt, un viejo luchador contra la adversidad por sus secuelas de polio, le ofreció a Ortiz ser trasladado a Estados Unidos para su tratamiento, cosa que el presidente declinó. Después de este gesto, Ortiz renunció a la presidencia (“Dios no ha querido y acato su voluntad”, escribió en su carta de dimisión) y meses más tarde murió.
Castroviejo entregó a los medios un solo comunicado: “La información de que soy capaz de hacer milagros es una blasfemia. En salvaguarda del prestigio de mis colegas argentinos, por el que tengo el mayor respeto y admiración, debo aclarar que ellos se encuentran capacitados como el que más para resolver los problemas de nuestra especialidad”.
Esto aconteció en 1942. Aun Bernardo Houssay no había recibido el premio Nobel por su descubrimiento sobre la relación entre la hipófisis y el páncreas (Houssay propuso la extirpación de la hipófisis para tratar la retinopatía diabética, un método cruento que se usó en solo algunos cientos de casos). Para entonces la insulina, descubierta por Banting y Best, se utilizaba exitosamente en diabéticos. Recién en 1959 Yalow y Berson establecieron las diferencias entre la diabetes tipo 1 o juvenil y la tipo 2, propia del adulto. El primer trasplante de páncreas con éxito fue realizado en la universidad de Minnesota en 1966, un año antes que Beetham y Aiello crearan un tratamiento con láser de argón para controlar la retinopatía prolíferamente. Antes de eso, en 1958, Meyer Schikerer usaba una luz de xenón con la intención de ablacionar la retina isquémica que produce las neovasos y hemorragias en los diabéticos.
Mientras que se mejoraban la insulina y las formas de administrarla, Robert Machemer, un oftalmólogo alemán que trabajaba en Estados Unidos desarrolló el vitrectomo, método quirúrgico que permitiría limpiar las hemorragias que complicaban las retinopatías diabéticas.
A los oftalmólogos que lo vieron a Ortiz les pedían una curación que entonces era de ciencia ficción. Solo existía la insulina y la dieta, nada más. El resto era suposiciones, algunas buenas intenciones y manoseo político, que nunca falta en casos como este.
El presidente Ortiz falleció sin poder cumplir su promesa de instaurar una verdadera democracia; su sucesor y enemigo político, Ramón Castillo, encabezó un gobierno débil y condenado a ser víctima de uno de los muchos golpes militares que quebraron la democracia argentina.
Todo se debió a una enfermedad, que entonces no tenía tratamiento.
Y esto cambió la historia del país para siempre…

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