Las clases de clínica médica del Sr. Dickens

“Llegué a la cumbre de mi vida en donde las aguas

se separan y corren en varias direcciones”

“The Spleen”. Esaias Tegnér

Dickens reflejó en sus libros a la Inglaterra victoriana que le tocó vivir. Toda su obra es una

protesta ante las injusticias de la sociedad, teñida por sus experiencias infantiles, cuando su padre fue

llevado preso por deudas a la prisión de Marshalsea.

Por momentos, su voz parecía dibujar en el aire de la sala la vida de sus personajes, sufriendo, amando, viviendo sus pequeñeces o soñando sus aspiraciones trascendentes. La audiencia, hipnotizada por su voz, creía ver los rostros de David Copperfield, con su inocencia perdida, o sentir la avaricia de Uncle Scrooge derretida ante el espíritu navideño.

La enorme capacidad de observación de Dickens no sólo le permitió adentrarse en la psicología de sus personajes, sino que además pudo describir las formas clínicas de las enfermedades que los aquejaban. ¿Quién no ha visto a voluminosos caballeros quedarse dormidos sobre sus asientos para despertar minutos después con un ligero sobresalto? Es Mr. Pickwick, el gordito que padecía —sin que Pickwick ni Dickens lo supieran— una disfunción hipotalámica por falta de ventilación. Tampoco sabía a ciencia cierta, aunque algo sospechaba, que ese distinguido huésped del Hotel Brighton era un neurótico obsesivo, como lo era Mr. Dick de David Copperfield.

Barneby Rudge era un idiota loco, con las bouffés delirantes de los oligofrénicos (sin que Dickens hiciera muchas disquisiciones para diferenciar a un loco de un idiota).

A pesar de su capacidad de observación, o quizás por ella, Dickens no tenía la más alta opinión sobre los profesionales del arte de curar. Probablemente porque había compartido pensiones con estudiantes de medicina mientras trabajaba en un estudio de abogados. Los refleja en los personajes de Benjamín Allen y Bob Sawyer, jóvenes robustos que se abren camino despreocupadamente por la vida, atravesando los horrores más infaustos de la existencia sin mosquearse. Sus contactos con el cuerpo humano, tanto vivo como muerto, los hacía sentirse seguros: nada peor que lo que ellos veían a diario es podía ocurrir. Convivir con personajes como Jeremiah Cruncher, el desenterrador que proveía de cadáveres frescos a las mesas de anatomía de las facultades de medicina, fortifica el espíritu de cualquiera, asistiendo a inmunizarlo contra las pequeñas miserias de la vida.

No es extraño, entonces, que Dickens haya creado médicos poco simpáticos y escasamente benévolos como el belicoso Doctor Schammer, quien reta a duelo a Mr. Winkle por haber interferido en sus funciones profesionales.

Lo que sí compartía con algunos médicos (nuevamente, no todos) era un interés casi épico por las cuestiones sociales y sus implicancias sanitarias. Siempre atento a la grotesca perversidad del mundo, sufrida en carne propia, Dickens reclamaba por la mendicidad de los niños, por el trabajo mal remunerado de los obreros, por las condiciones sociales del proletariado ante la indiferencia de las clases superiores. Su prédica a nadie dejaba indiferente, sus artículos y libros eran leídos por una inmensa cantidad de ingleses y americanos de todos los estratos sociales.

En 1857 se opuso a la confusa ley de registro médico y a la formación de un Consejo General de Medicina para determinar cuáles profesionales eran aptos para ejercer la profesión. Entonces sólo un tercio de los médicos poseían habilitación. Pero como no existía cura para nada —sostenía Dickens—, toda la tarea terapéutica recaía sobre la naturaleza y poca sobre los médicos, que lo mejor que podían hacer era no interferir con el curso de la misma. Por lo tanto, registrar a los médicos para Dickens no tenía mucha importancia. Al año, el nuevo registro médico tuvo fuerza de ley, y los doctores debieron ponerse a estudiar. Una buena excusa para que Dickens continuara publicando artículos sobre la gripe, los efectos del cloroformo y la muerte de 10.000 personas al año por tifus y cólera.

A pesar de sus opiniones sobre los médicos, Dickens seguía colaborando solidariamente con la intención de juntar fondos para los hospitales, especialmente para el Ormond Street Hospital for Sick Children. El escritor siempre se cuidó de dar una imagen filantrópica. Estos esfuerzos se redoblaron cuando se conoció su divorcio de Kate, su ahora rolliza e indiferente esposa, un duro golpe para la popularidad del artista.

Para ese entonces la salud de Dickens se encontraba muy resentida, especialmente desde que hizo una gira maratónica de lecturas por Inglaterra y los Estados Unidos a fin de juntar el dinero que tanto necesitaba después de pagar los gastos por la desvinculación matrimonial.

Mr. Pickwick • Museo de Charles Dickens, Londres, Inglaterra.

Mr. Pickwick, el gordito que se quedaba dormido en cualquier parte. El síndrome, descripto aposteriori, fue llamado así en honor al personaje de Dickens.

Desde chico Dickens había sufrido dolores abdominales secundarios a cálculos renales. Periódicamente se repitieron en su adolescencia y juventud, hasta que en 1853 debió pasar cinco días retorciéndose de dolor hasta expulsar la dichosa piedrita. A este dolor debió agregarse un ticdouloureaux, una forma elegante de llamar a la neuralgia del trigémino.

No podemos dejar de mencionar entre sus dolencias los problemas de hemorroides sangrantes que padeció desde los 28 años. El proceso se complicó con úlceras anales y una fístula que debió ser eliminada hacia 1840, seis años antes de que se usase la anestesia general. No les sorprenderá saber a los entendidos que Dickens era un constipado crónico (solamente en el sentido fisiológico de la palabra).

En 1865 Dickens comenzó a sentir dolores en el dedo gordo del pie izquierdo (técnicamente se le dice hallux). No le prestó atención, pensando que había sido ocasionado por un golpe sin importancia. A los pocos días estaba acostado en su cama gritando de dolor por un ataque de gota. La Gota era llamada la enfermedad de reyes, muy común en esos años sin heladera, circunstancia que obligaba a conservar la carne como embutidos, que una vez ingeridos liberaban sus cristales de uratos.

Afectado por esta enfermedad, consultó a Sir Henry Thompson, médico urólogo, quien tenía acceso a las partes íntimas de los monarcas. Había hurgueteado en las vejigas y uretras reales de Leopoldo I de Bélgica y del ex emperador Napoleón III (a este último, además de sacarle los cálculos, le sacó las ganas de vivir. Bueno, está dentro de las estadísticas). Fue además Thompson un entusiasta de la cremación: ¿para qué guardar muertos en envases tamaño natural si se los puede almacenar en cajas de galletitas? Perspicaz astrónomo, desarrolló en el Observatorio de Greenwich un telescopio fotográfico. Fue además pintor en la Academia Real, coleccionista de porcelanas de Nanquín y, para colmo, escritor.

A pesar de sus exquisitos conocimientos sobre artes y ciencias, el buen Dr. Thompson le dio una palmadita sobre el hombro a Dickens, lo confortó con alguna frase en latín sobre la resignación ante lo inevitable, le dio dos o tres consejos de esos que damos los médicos sobre la vida y sus aledaños (“No se ponga nervioso”, “coma verduritas” y cosas por el estilo, que nadie cumple) y le prescribió un analgésico para cuando sufriese algún dolor. Esta afección limitó en mucho la vida de Dickens, hombre activo e inquieto. Comenzó entonces a viajar con un baúl lleno de medicinas para capear sus tormentos. En esa época, el analgésico por excelencia era el laudano, un derivado de la morfina. Nadie veía un problema en tomar opiáceos y menos aún cocaína —que introducían libremente en el vino como el célebre Vin Mariani—. Esta valijita le fue de suma utilidad el 6 de junio de 1865, cuando viajaba en un tren del South Eastern Railway que descarriló. Hubo 10 muertos y cientos de heridos. Dickens colaboró en la atención de los heridos, poniendo en práctica sus conocimientos asistenciales. Poco después de haber andado entre vagones rotos y hierros torcidos, Dickens conoció a Ellen Ternan, joven actriz que encendió las ansias amatorias en el otoño del escritor. Vale destacar que raramente el sexo contaminaba las novelas de Dickens. El único personaje perverso era Sam Weller besuqueando a las criadas. De este romance entre Charles y Ellen poco se sabe. Algunos hasta sostienen que tuvieron un hijo que falleció a poco de nacer.

Al año siguiente, Dickens comenzó con palpitaciones. Su corazón no estaba acostumbrado a lidiar con romances tan fogosos.

Le diagnosticaron una fibrilación auricular. En su caja de remedios buscó la vieja digitalina. También le recomendaron más reposo; “¡Jamás!”, exclamó Dickens, envuelto en mil proyectos, entre ellos volver a las tablas. Sí, porque Dickens era un amante del teatro. Desde chico había soñado con ser actor, y ahora ya estaba en edad de representar papeles de galán maduro. Su interpretación de Many sides to a character de Sir Edwards Bulwer Lytton contó con la presencia de la Reina Victoria y el príncipe Alberto entre la audiencia. Pero donde la magia de Dickens era inigualable era en la lectura de sus propios textos. Recorrió Inglaterra y Estados Unidos gozando de singular éxito. Su voz hipnotizaba a la audiencia que reía o lloraba al ritmo de sus palabras.

Este tour le trajo más fama y mucho más dinero (con él compró la casa de sus sueños: Gladshill), pero también le ocasionó un quiebre en su salud. El pie le dolía, no dormía bien y desde el accidente del South Eastern viajar en tren lo ponía nervioso.

Durante una de esas célebres lecturas, Dickens comenzó a desarrollar un texto que no era el anunciado. Después se corrigió, pero se le trababa la lengua. El Dr. Beard, su médico de cabecera, le recomendó descanso. Dickens no le hizo mucho caso. Pocas semanas después, mientras viajaba a dar una nueva conferencia sintió una debilidad en su mano y en su pie izquierdo. Le diagnosticaron una isquemia cerebral transitoria ¿A que no saben qué le recomendaron los médicos? Descanso. Ordenaron suspender todos los compromisos. Dickens protestó (sentir el aplauso de los admiradores es un vicio difícil de erradicar, más si uno gana fortunas en el trámite). Discutió el tema con el Dr. Beard con toda sinceridad

Después de todo, como decía el mismo Dickens: “Le podemos mentir a un abogado, le podemos mentir hasta a un confesor, pero al médico no le podemos mentir… Nada le podemos esconder, porque sino moriremos…” Negociaron y Dickens pudo continuar con sus giras pero a un ritmo más atemperado.

A fin de reposar, Dickens pasaba largas temporadas en su casa de Gladshill. Allí tenía en el jardín una casita tipo suiza, donde se encerraba a escribir. El 8 de junio de 1870 Dickens se sentó a almorzar con su cuñada, que vivía con él desde su divorcio, a pesar de las voces de recriminación ante esta situación que se prestaba a malos entendidos. Mientras charlaban, Dickens empalideció, habló incongruencias y cayó inconsciente. El primer médico en llegar le aplicó un enema y le recomendó colocar trapos calientes sobre sus pies fríos. Después llegó el Dr. Bread que le diagnosticó una hemorragia cerebral masiva. Pocas horas después Dickens moría, ante la consternación de un pueblo que se había reconocido en las páginas escritas por este hombre. Tres días más tarde fue enterrado en el rincón de los poetas de Westminster Abbey.

A Dickens le tocó vivir en el mejor de los tiempos, que a su vez fue el peor de los tiempos. Fue la edad de la sabiduría y la edad de la estulticia; la época de la fe y también del escepticismo. Fueron los tiempos de la luz y los tiempos de las sombras, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Eran los tiempos cuando se tenía todo y no se tenía nada, y con esa carga a cuestas se podía ir al cielo o a algún otro lado…

En ese tiempo, que es también el nuestro, a Dickens le tocó vivir, sufrir y morir, como nos tocará a su debido tiempo a todos nosotros.

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Texto extraído del libro:

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