¿ESCRIBIÓ MOLIÈRE SUS OBRAS?

“Esforcémonos en vivir con decencia y dejemos a

los murmuradores que digan lo que les plazca”.

No hay año que no surjan noticias en aras de desmitificar, con argumentos o sin ellos, a ciertos escritores consagrados. No se libra ni Cervantes ni Shakespeare al decir las malas lenguas que éste último fue un espía que no escribió sus obras sino que fueron otros, entre ellos Christopher Marlowe. O que Alejandro Dumas tenía “negros literarios” para escribir sus folletines o que Conan Doyle fue un asesino capaz de matar a un amigo para apropiarse del argumento de El perro de los Baskerville… Y cuando todavía no estábamos curados del espanto, llega ahora un investigador galo que nos sorprende con la noticia de que quizá el genial Molière no fuera el autor de sus comedias. El acabose.

Esta tesis la mantiene el novelista Denis Boissier en un polémico libro aparecido en marzo de 2004 titulado El caso Molière (L’affaire Moliere. La grande supercherie littéraire). Y aporta un centenar de pruebas para mantener que no escribió personalmente ninguna de sus obras más importantes.

Un “negro” llamado Corneille

Entonces, sino fue Molière ¿quién fue el autor de tan afamadas obras? Pues hay un candidato: su contemporáneo el dramaturgo Pierre Corneille (1606-1684) quien ha pasado a la historia de la literatura por ser autor de El Cid (1636) o El Mentiroso (1643). Corneille, de ser cierta esta tesis, sería el autor en la sombra o, utilizando el argot periodístico, el “negro” que trabajó para Molière tras llegar a un acuerdo secreto con él a partir de 1658 que duró 15 años, hasta 1673, año en que muere Molière. Según Boissier: “el rey Luis XIV, que no era tonto, dudaba mucho de que éste tuviese el tiempo de escribir, puesto que pasaba sus días actuando, dirigiendo las obras, organizando las giras provinciales de su compañía y divirtiéndose”.

Quince años de estrecha colaboración que dieron su fruto. Según confirma Boissier, no hubo periodo mayor de tres meses desde 1643, fecha de su encuentro, sin que Corneille y Molière estuviesen en contacto. Leyendo la biografía de Corneille, sabemos que pasó por una importante crisis literaria tras el fracaso que tuvo con su obra Pertharite (1651) y dejó de escribir durante ocho años. Volvió a coger la pluma en 1658 para redactar sus obras teatrales, generalmente tragedias muy complejas, y tal vez la de otros…

Boissier pontifica que hay un antes y un después en Molière tras esa fecha de 1658. Sus obras más importantes como Escuela de mujeres (1662), Tartufo (1664), Don Juan (1665), El misántropo (1666), El médico a palos (1666) o El avaro (1668) las firmó y representó él mismo bajo este acuerdo. De hecho, su primer gran éxito en la capital francesa le llega a él y a su compañía L’Illustre Theatre en 1658 con la representación de la obra Nicomedes.

Todo esto explicaría, según Boissier, que nunca se haya encontrado un manuscrito de Molière ni cartas firmadas por él y que nadie de su entorno le viera jamás escribir una obra de teatro. Para Boissier también justificaría la extensa producción literaria de Molière en tan poco tiempo y la repentina adopción de un pseudónimo, ya que su verdadero nombre era el de Jean Baptiste Poquelin. El pseudónimo se le ocurre tras pasar seis meses en Ruán (Normandía) donde nació y vivía Corneille. También explicaría el que existan tantas similitudes lingüísticas en la obra de uno y de otro.

Otra de las paradojas que encuentra Boissier en su investigación es que Corneille nunca se pronunció sobre la obra de su compatriota, nunca quiso opinar sobre lo que le parecían las comedias escritas por Molière. Como un buen sabueso, Boissier defiende que algunas de las obras de Molière que no fueron escritas en la etapa fructífera de Corneille dejan mucho que desear, pues son un compendio de extractos de obras francesas, españolas e italianas y de piezas de autores más o menos oscuros como Edmé Boursault o Adrien Subligny

La polémica, como es de suponer, está más que servida. La Comédie-Française y la Universidad de la Sorbona han calificado de “absurda” o “fuera de lugar” esta teoría de Boissier que, por otra parte, no es nada nueva. Ya se barajaba desde 1919 cuando el escritor Pierre Louys dijo que la “firma” del dramaturgo tiene que probarse al ver muchas concurrencias lingüísticas y biográficas entre los dos autores.

Más tiros en la misma dirección

Un año antes de la polémica obra de Boissier, en el 2003, un profesor de Instituto de Estudios Políticos de Grenoble y especialista en el análisis de discursos, Dominique Labbé, publicó una obra cuya tesis apuntaba en la misma dirección. Según él, desvelaba “un enigma científico fascinante”. En su libro Corneille, a la sombra de Molière subrayó la proximidad lingüística entre ambos dramaturgos y afirmó que “el 99,9% de al menos 16 piezas teatrales de Molière fueron escritas por Corneille”. Para Labbé:

“hay una convergencia tan elevada en las pistas que no hay duda posible. Las palabras usadas entre las comedias de Molière y Corneille comparten un 75% de su vocabulario, un porcentaje inusualmente alto”.

Sus conclusiones se basan en una herramienta estadística llamada “distancia intertextual” desarrollada por su hijo, Cyril Labbé, profesor de matemáticas aplicadas, que declara haber probado el método en millares de diversos textos. Este método mide la diferencia total en el vocabulario utilizado entre los dos textos determinando la diferencia relativa en la concurrencia de palabras. Así, cuanto más bajo es el número, más probabilidades hay de que los trabajos sean del mismo autor. Labbé concluyó que en 16 obras teatrales de Molière la distancia léxica con dos comedias tempranas de Corneille está suficientemente cerca de cero para probar que los textos están escritos de hecho por la misma mano.

De confirmarse esta teoría constituiría uno de los escándalos literarios más sonados de la historia. Uno más por desgracia y que tampoco tendría mucha repercusión social que digamos.

Vida eterna para Molière

Vistas así las cosas, ya no sabemos quién es el autor de una de las frases más famosas atribuidas a Molière: “El mejor matrimonio sería aquél que reuniese a una mujer ciega con un marido sordo”.

Y es que la vida, a veces, tiene curiosos guiños. Molière —o quien escribiera por él— utilizó sus obras de teatro no sólo para hacer reír a sus conciudadanos sino para zaherir a estamentos como la Iglesia, los tribunales de justicia y los médicos, a los que tenía una especial manía, algo que a la postre le pasó factura. En El enfermo imaginario el protagonista entona la siguiente fórmula: “Yo con este bonete, venerable y docto, te doy la virtud y el poder para medicar, purgar, sangrar, abrir, cortar y matar en forma impune por toda la Tierra”.

Dado su anticlericalismo, cuando falleció el 17 de febrero de 1673 (aunque hay quien dice que el día del óbito fue el 12) tuvo sus problemas para obtener un entierro digno. La Iglesia no dio permiso para enterrarle en suelo cristiano. La familia hizo sus gestiones y consiguió permiso para hacerle un funeral nocturno, siendo enterrado en sepultura no cristiana en un cementerio parisino, a pesar de los ruegos de la casa real a las autoridades eclesiásticas. Su viuda, indignada, llegó a exclamar: “¡Que se le niegue una tumba a un hombre al que los griegos habrían erigido altares!”…

Poco tiempo después, el rey Luis XIV fundó la Comedie Française para honrar la memoria de Molière y mantener buenas relaciones con sus herederos. Tantas veces murió en el escenario representando sus obras que su amigo Bussy-Rabutin le hizo un irónico epitafio que decía así:

“Paseante, aquí reposa un hombre del que se dice que está muerto. No sé si lo está o si lo finge. Su enfermedad imaginaria no puede haberle causado la muerte. Es un papel que representa admirablemente pues le gustaba imitar. Era un gran comediante. Sea como fuere, aquí yace Molière. Si se hace el muerto, lo hace muy bien”.

Epitafio que no está en ninguna tumba.

Molière y La Fontaine fueron de los primeros inquilinos egregios del cementerio de Père-Lachaise. Y no porque ellos quisieran. Todo fue una labor de marketing bien planeada. Cuando se inauguró el cementerio en 1804, estaba un poco desangelado, ocho años después de abrir sus puertas sólo habían sido sepultadas 833 personas, así que sus administradores quisieron darle todo el bombo y platillo publicitario y esos dos excelsos cadáveres salieron a relucir. Organizaron el traslado de los restos de Molière y de La Fontaine en 1817 para atraer a más clientela. Y funcionó.

Por cierto, la tumba de Molière tiene trampa. Ni existe el epitafio que le atribuyen ni están sus despojos. La escritora Nieves Concostrina aclara lo del epitafio (lo cuenta en su libro Polvo eres) y Omar López Mato lo segundo, en su obra Después del entierro (2008), diciendo que los huesos de Molière fueron removidos del antiguo cementerio de San José y luego de un sitio a otro, así que a saber si son realmente los que dicen ser.

La superstición del color amarillo

Existe una superstición muy extendida en el ámbito teatral que tiene su origen en una obra de Molière, El enfermo imaginario (1673), cual es la fobia de salir a escena con trajes o ropajes de color amarillo. No deja de ser una curiosa paradoja ya que el protagonista de la obra es una persona que teme a los médicos y a la muerte. En 1673 encaró a los doctores incompetentes con la escenificación de esta comedia, haciendo el propio Molière el papel del hipocondríaco Argan, vestido con un camisón amarillo. Es célebre la escena en que le proponen investirse él mismo de médico para curarse de todas sus imaginarias enfermedades:

ARGAN

– ¿Os burláis de mí? ¿Estoy yo en edad de ponerme a estudiar?

BERALDO

– ¿Estudiar? La mayoría de los médicos no saben lo que tú.

ARGAN

– ¿Y el latín? ¿Y el conocimiento de las enfermedades y de su

medicación?

BERALDO

– En el instante de vestir los manteos y calarte el birrete te lo sabes

todo.

ARGAN

– Pero ¿con sólo vestir los hábitos se sabe medicina?

BERALDO

– ¡Claro!… Con una toga y un bonete, todo charlatán resulta un sabio, y los mayores desatinos se admiten como cosa razonable.

 ANTONIA

– Además, con esas barbas ya tenéis la mitad del camino ganado; unas buenas barbas hacen a un médico.

Fue su última obra. Sufre un ataque en la cuarta representación y le llevan urgentemente a su domicilio. Hay quien piensa que al morir llevaba puesta una bata verde y no amarilla, siendo en Francia el verde el color supersticioso, así como en Italia e Inglaterra es el morado. Este enredo al parecer tiene su explicación. El 17 de febrero Molière tuvo un fuerte ataque de tos sobre el escenario con convulsiones y escupiendo sangre. No pudo terminar la función. Fue trasladado a su casa donde falleció pocas horas después de tuberculosis sin que su mujer hubiera podido localizar a un médico ni a un sacerdote. Sobre la camisola amarilla le colocaron una bata verde que desde entonces es el color de la mala suerte en Francia.

Hoy por hoy, lo que son las cosas, el color amarillo y el mal fario resultan muy difíciles de separar. Claro que el gafe del amarillo no sólo es exclusivo del teatro (los toros no le va a la zaga). A su mala fama ha contribuido a que una enfermedad infecciosa endémica de algunas zonas de Sudamérica se llame precisamente fiebre amarilla. Es el color del azufre y, por extensión, del infierno. Y en nada ayudó la Inquisición española que pusiese a sus reos un sambenito de este mismo color. Para colmo, en el antiguo código naval, el amarillo significó “epidemia a bordo”.

Molière en cine

Aparte del Molière (1978) de Ariane Mnouchkine, una reciente película recrea parte de la vida de Moliére sin hacer referencia al enigma que aquí hemos presentado. Se trata de Las aventuras amorosas del joven Molière (2007), dirigida por Laurent Tirard, que sigue la misma línea de llevar al cine la vida de personajes ilustres de las letras como ocurrió con Shakespeare, Cervantes, Jane Austin, Cyrano de Berguerac o, más recientemente, con Lope de Vega.

Y al menos tres obras de Moliére también han sido llevadas a la pantalla grande, me refiero a Tartufo, Don Juan y El avaro, aunque entre todas me quedo con la que interpretó el cómico galo Louis de Funes que protagonizó “El avaro”, encarnando a Harpagon, papel que ya había realizado en numerosas ocasiones en representaciones teatrales.

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Texto extraído del libro ENIGMAS LITERARIO (Olmo Ediciones)

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