Antes de que comenzara la Segunda Guerra Mundial, Alemania era conocida en todo el mundo por su desarrollo científico y tecnológico. Entre 1901 y 1933, el país germano había ganado 33 Premios Nobel, mientras que Inglaterra había ganado ocho y Estados Unidos apenas seis. Pero con el auge de Adolf Hitler y el nazismo, la ciencia fue puesta en servicio de un régimen que aterrorizó al mundo entero.
En Ciencia nazi, el investigador argentino Omar López Mato hace un minucioso análisis de los científicos que trabajaron para Hitler y de los mecanismos psicológicos, mediáticos, éticos y económicos que los llevaron hacia ese camino.
Con una minuciosa investigación que incluye extractos de documentos, citas de entrevistas y las más variadas fuentes, el autor analiza las falacias en el discurso del nazismo, relata las historias de aquellos que trabajaron en macabros avances tecnológicos para el exterminio judío, analiza las justificaciones de los crímenes dadas por estas personas una vez derrotado el nazismo, expone las consecuencias que sufrieron los científicos que se opusieron al régimen y cuenta el escape y la vida de algunos científicos nazis en Argentina.
Ciencia nazi, editado por El Ateneo, es un libro indispensable para los lectores interesados en la Segunda Guerra Mundial y las implicancias que el nazismo tuvo más allá de lo social, político y cultural. ¿Cómo influyó en el avance de la tecnología del siglo XX? ¿Qué significó para el desarrollo de la medicina y la industria armamentística? ¿Qué pasó con todos esos científicos una vez terminada la guerra?
“Ciencia nazi” (fragmento)
El nazismo en el mundo
¿Por qué tanta gente inteligente y formada se dejó llevar por este hombre? ¿Por miedo? ¿Por fanatismo? ¿Por patriotismo? ¿Por despecho? ¿Cómo es que un país que tuvo genios como Bach, Beethoven, Mendelsohn, Kant, Hegel, Fichte y Schelling pudo arrastrarse tras un individuo como Hitler o un esquizofrénico declarado como Rudolf Hess o un psicópata como Goebbels? ¿Cómo es que una nación que tuvo pensadores como Wittgenstein, Weber y Heidegger se entregó a un delirio racial y a un ideario poco consistente? ¿Por qué una nación que produjo personalidades como Albert Schweitzer, Albert Einstein, Max Planck y cientos de científicos notables se embarcó en una guerra contra el resto del mundo aludiendo a una supuesta superioridad nacional?
Entre 1901 y 1933 Alemania había ganado treinta y tres Premios Nobel; Inglaterra, ocho; y Estados Unidos, apenas seis. Tomamos el Premio Nobel como un parámetro, no porque siempre hayan sido justas sus elecciones (muchos científicos de mérito no fueron premiados por la Academia Sueca), sino porque es un indicador que permite medir la excelencia académica. Más de veinte de estos científicos premiados continuaron trabajando en la Alemania de Hitler, y muchos de ellos, como Johannes Stark (1874-1957), fueron entusiastas adherentes al régimen.
Cabe consignar que, después de la designación del opositor al nazismo, el escritor Carl von Ossietzky (1889-1938), al Premio Nobel de la Paz en 1935, Hitler se ofendió con la Academia Sueca y prohibió que los ciudadanos alemanes aceptasen el premio. Dicho escritor había fundado el movimiento “Nunca más guerra” y denunciado el rearme alemán. Lo acusaron de revelar secretos militares en sus artículos, por lo que sufrió cinco años de prisión y, finalmente, murió de tuberculosis a los cuarenta y ocho años.
Un país de cincuenta millones de habitantes pudo mantener en jaque a Europa y al mundo por cinco años gracias a las mentes que idearon los Panzer, los V1 y V2, los U-boote y los Messerschmitts y fue capaz de compensar sus falencias estructurales con coraje, ingenio y habilidades técnicas, aunque muchos de los creadores y productores de estos adelantos estaban al tanto del trabajo esclavo y hacían experimentos con personas como si fuesen ratas de laboratorio.
Toda aberración es posible en la mente humana, por más brillante que sea, si le dan los medios y los justificativos, “cuando Dios no mira”.
El historiador británico Ian Kershaw (1943), uno de los principales estudiosos del Tercer Reich, se pregunta si otros países habrían reaccionado en forma más honorable bajo las mismas circunstancias. Los rusos recurrieron a las purgas bolcheviques y los gulags. En cada país que pisó el nazismo surgieron fuerzas tanto o más oscuras que la SS, como los ustashas en Croacia.
Cientos de belgas, rumanos, franceses y hasta ingleses formaron grupos ultranazis e integraron los cuadros de la SS. El fascismo italiano fue menos vehemente que el alemán en la lucha racial, pero igual de fanático en el marco político. Y no profundicemos en la violencia en Japón, un país que aplicó normas de una crueldad sádica en sus prisioneros de guerra. Ian Kershaw responde su pregunta con un lacónico: “Sospecho que no”. El mal está en nuestros cromosomas. La violencia y la arbitrariedad están en nosotros. Solo hay que crear el medio adecuado para que se expresen.
El relato de los vencedores creó la falsa impresión de que las conductas de los alemanes eran excepcionalmente violentas y perversas. Pero gran parte de la clase dirigente norteamericana, inglesa y de muchas naciones en el mundo (incluida Argentina) compartían, antes de la guerra, las ideas propugnadas por el nacionalsocialismo alemán y muchos fueron grandes admiradores de sus logros y propuestas e hicieron buenos negocios con el régimen. Este es un detalle no menor, porque el éxito económico inicial del nazismo permitió la difusión de sus ideas y la adhesión de miles de incautos que creían que de esa forma Alemania se encaminaba a su destino de grandeza. Sin éxito económico, no hay éxito político. Y Hitler hizo lo que hizo porque llenó los bolsillos de muchos alemanes y dio prosperidad y orgullo a un pueblo marginado por una derrota. Sin inversiones foráneas ni éxito económico, el nazismo no hubiese subsistido.
En 1920 Henry Ford (1863-1947) publicó El judío internacional, libro del agrado del Führer, quien condecoró a su autor, no solo por adherir a la lucha racial, sino por las sustanciosas inversiones que realizó en Alemania. También fue condecorado Charles Lindbergh (1902-1974), el famoso piloto del Spirit of St. Louis (Espíritu de Saint Louis), el aeroplano que atravesó por primera vez el océano Atlántico. Lindbergh fue un arduo defensor de la neutralidad americana para evitar el enfrentamiento entre Estados Unidos y Alemania. Una vez declarada la guerra, peleó para Estados Unidos en el océano Pacifico contra Japón y asistió con sus consejos a los pilotos americanos.
Henry Flagler (1830-1913), socio de John Rockefeller (1839-1937) y gran promotor del crecimiento de Miami Beach, hasta el comienzo de la guerra impedía que los judíos adquiriesen tierras en esa ciudad y les negaba hospedaje en los hoteles.
Thomas Watson (1874-1956), el presidente de la empresa IBM, apoyó a Hitler, y sus tarjetas perforadas provistas por una de sus subsidiarias permitieron el registro y la identificación de los prisioneros en los campos de concentración. Él había invertido más de un millón de dólares para desarrollar la fábrica de IBM en las afueras de Berlín. Y fue con sus máquinas que se hizo el censo que permitió detectar a los descendientes de judíos y gitanos. Originalmente se estimaba que había 600.000 judíos en Alemania, pero este censo permitió registrar a los 2.000.000 de individuos que fueron víctimas de la discriminación. Joseph Kennedy (1888-1969), padre del futuro presidente y embajador americano en Londres, era un admirador de Hitler.
Los norteamericanos cuentan con una larga historia de movimientos eugenésicos y experimentación con humanos (como el experimento Tuskegee, que usó a personas de color para ver la evolución natural de la sífilis cuando ya existía la penicilina), amén de las bombas atómicas que cayeron sobre Japón, las bombas de napalm que arrojaron sobre Vietnam y las de fósforo sobre Alemania (la Operación Gomorra mató a 45.000 civiles en Hamburgo la noche del 24 de julio de 1943, la misma cantidad de muertos que en Londres por la totalidad de los bombardeos a lo largo de toda la guerra). También ellos fomentaron la discriminación racial y aceptaron la esclavitud hasta mediados del siglo XIX. Se suele decir que Hitler se levantó de su palco sin saludar al atleta de color Jesse Owens (1913-1980) cuando ganó sus cuatro medallas olímpicas en 1936. Pero Owens era un ídolo al que los alemanes paraban en la calle para pedirle autógrafos.
Sin embargo, el presidente de Estados Unidos no lo recibió en su despacho cuando retornó de las Olimpiadas y Owens volvió a viajar en la parte destinada a la gente de color en el transporte público. Los miles de soldados de color que pelearon para Estados Unidos durante la Segunda Guerra lo hicieron como personal de mantenimiento, intendencia y maestranza. Si hubiesen peleado por su patria, deberían contar con los mismos derechos. Por tal razón tenían trabajos subalternos.
No se quedaron atrás los soviéticos con las enormes purgas del estalinismo, las hambrunas en Ucrania y los pogroms antisemitas. Nada le recriminaron a Hitler cuando se aliaron con Alemania para atacar a Polonia. Muy por el contrario, gustosamente se repartieron el botín (fueron los rusos quienes asesinaron a miles de oficiales e intelectuales polacos en los bosques de Katyn).
Al mismo tiempo que Himmler organizaba Dachau, los soviéticos realizaban purgas entre sus profesionales enviando a heladas vacaciones siberianas a cualquiera que expresase alguna duda sobre las bondades del marxismo, o que siquiera fuese sospechado de tener esas dudas. El terrorismo de Estado comenzó inmediatamente después de la Revolución de Octubre. Iósif Stalin (1878-1953) solo generalizó el mecanismo represor instalado por Lenin (1870-1924). El archipiélago Gulag fue el precursor de los campos de concentración.
Según algunas estimaciones, Stalin eliminó a veinte millones de enemigos políticos, pero la supuesta “corrección política” de la izquierda ha minimizado este genocidio, al igual que el perpetrado por la Revolución Cultural de Mao (a lo largo del Gobierno de Mao, 50 millones de personas sufrieron prisión. Entre 1959 y 1961 se produjeron más de 20 millones de muertes a causa del hambre y, entre 1966 y 1967, se calcula que el gobierno mató a otro millón de personas por cuestiones ideológicas, aunque estas cifras no puedan confirmarse). Es lo que Jean-François Revel (1924-2006) llamó con ironía “la cláusula del totalitarismo más favorecido”.
El discutido historiador alemán Ernst Nolte (1923-2016) escribió un artículo llamado “El pasado que se niega a pasar”, donde postula que no podemos recordar las barbaridades de los vencidos y olvidar los excesos de los vencedores. (Lo dicho no debe ser tomado como una apología de la barbarie nazi).
Matar a una persona convierte a un individuo en asesino, pero, si ese individuo ordena la muerte de millones, es un estadista o un conquistador. Las conquistas de Napoleón ocasionaron más muertes (proporcionalmente, de acuerdo con la población de entonces) que el nazismo, pero para muchos él sigue siendo un genio militar y no un asesino de masas… El relato construye héroes y criminales… En algún momento deberemos quitar ese”aire heroico” a los conquistadores.
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