Pocas personas en Francia contaban con una formación científica y filosófica como Jean Paul Marat. Sus textos le habían ganado prestigio internacional, discutía de igual a igual con Voltaire y además era el médico preferido de la nobleza.
Goethe alababa sus trabajos científicos y afirmaba que los académicos franceses no lo reconocían por envidia. Benjamin Franklin tenía largas charlas con Marat quien, para colmo, era un exaltado cronista de la revolución que él había asistido a gestar desde su periódico: El amigo del pueblo.
Sin embargo, su formación médica y humanista no le impedía afirmar: “Las revoluciones empiezan por las palabras y concluyen por la espada”.
“La cabeza cercenada de 600 aristócratas les asegurará respeto y felicidad… la falsa humanidad ha restringido el uso de nuestro brazo y suspendido los golpes, y esto les ha costado la vida a millones de hermanos”.
“¡No! No estamos hechos para la libertad, somos demasiado ignorantes, unos presuntuosos, cobardes, viles, corruptos y atados a la molicie y al placer… Estamos esclavizados a la fortuna para conocer el verdadero precio de la libertad… y sin embargo ¡decimos ser libres!”.
“Para saber qué tan esclavos somos, basta echar una mirada a nuestra capital y examinar la moral de sus habitantes”.
“Los privilegios del príncipe caerán bajo los golpes del descontento, él mismo será arrojado del trono y será proscrito al lado de su familia que carece de todo mérito…”.
“En unos años aparecerá un tirano que nos gobernará sin que hayamos conocido la libertad…”.
“Es a través de la violencia que debes conquistar la libertad”.
“El pueblo nunca es un esclavo voluntario, ceden ante el poder y creen que esta es su tarea que cumplen sin opción”.
Esta furia en sus discursos, ese resentimiento que transmiten sus palabras, brotaron por años de persecución por sus artículos y libros que lo obligaron a huir por las cloacas de París para no terminar en la Bastilla. De ese obligado tour por las aguas servidas de la ciudad le quedó un palpable recuerdo, un molesto eczema pruriginoso que lo atormentó hasta el último día de su vida…
Ya nadie lee su Ensayo sobre el alma humana que escribió en Edimburgo en su exilio mientras concluía su estudio de medicina, ni sus ensayos sobre óptica y electricidad, menos aún sus tratamientos sobre gonorrea que le ganaron una distinguida y aristócrata clientela (que el buen doctor no tuvo pruritos en ordenar su ejecución cuando asumió el poder).
Nadie recuerda a Marat por su Cadenas de Esclavitud, ni por sus violentos escritos en El amigo del pueblo que hacían empalidecer al mismísimo Maximilien Robespierre. “Nada superfluo debería pertenecer legítimamente a nadie mientras a otro le falta lo necesario”, decía casi cien años antes que los revolucionarios bolcheviques.
Pocos evocarían hoy la virulencia de sus escritos si no fuera por la pintura que su amigo Jacques-Louis David le dedicara a su muerte en una tina, único lugar donde encontraba alivio a su purito y, quizás, alguna moderación a su ánimo exaltado (hoy se sospecha que las erupciones cutáneas eran secundarias a una enfermedad celíaca y su alergia al gluten).
En plena época de Terror, las 600 cabezas que Marat reclamaba para asegurar “respeto y felicidad” se habían convertido en 2000 caídas al pie de la guillotina –sin lograr el tan ansiado respeto y, menos aún, la felicidad–. Por una de esas cabezas caídas injustamente, el 13 de junio de 1793, mademoiselle Charlotte Corday se presentó al despacho del Dr. Marat, quien recibía al público en su tina, acomodada con un atril para continuar escribiendo sus incendiarios artículos.
Corday se presentó con una excusa vana, pero en realidad venía a vengar la muerte de su prometido por orden de Marat. Al grito de “Acá tienes, tirano”, apuñaló al “amigo del pueblo”. La noticia de la muerte de Marat conmovió a la convulsionada París. Corday fue apresada inmediatamente, juzgada en forma sumaria y ejecutada pocos días más tarde. Dicen que sus labios y ojos gesticularon largamente después de haber sido cercenada.
Pero la obra que inmortalizó al crimen de Marat fue la de su amigo, el pintor Jacques-Louis David, un activo miembro del club de los jacobinos quien se hizo cargo de las exequias de este amigo del pueblo. No solo organizó esta ceremonia cívica, un homenaje a un servidor público como lo había sido Marat, si no que decidió inmortalizar el momento de su muerte como lo había hecho con Louis-Michel Lepeletier de Saint-Fargeau, un diputado revolucionario al que habían ungido como el primer mártir de la revolución.
En menos de cuatro meses David presentó este cuadro ante la Convención Nacional, un paso definitivo hacia valores estéticos más modernos alejándose del neoclasicismo que había impregnado su obra hasta el momento. Era un cuadro político que fue conocido como La Pieta de la Revolución que sacrifica a sus hijos por el triunfo de la causa. Al presentar la obra en la Convención, David exclamó: “He cogido los pinceles para vengar la muerte de Marat…. Oía la voz del pueblo y obedecí”.
En el papel que sostiene con su mano exánime se puede leer la fecha de la muerte, el nombre de su asesina y “Es suficiente que yo sea muy desafortunado para tener derecho a tu benevolencia”, es decir la consagración de un mártir cívico, en el mismo sentido que un mártir cristiano como el Santo entierro del Caravaggio, obra que David admiraba de este personaje tan controvertido se convirtió en un icono para las masas, una obra de profundo sentido político, pero, a su vez, de enorme valor estético, quizás la obra más conocida de David, un gran pintor, con una larga trayectoria y, a su vez, una cambiante afinidad política que osciló entre su lealtad a Luis XVI, al fragor revolucionario, al servicio del Bonapartismo, con sus espléndidos oleos de Napoleón, hasta una elíptica convocatoria a la unión nacional con su Rapto de las Sabinas.
Marat fue enterrado en el Panteón Nacional, pero un año más tarde fue extraído del olimpo revolucionario y desde entonces sus restos han desaparecido, cosa que no ha incomodado a muchos. El cuadro de su muerte permaneció entre los bienes de David, que trató de venderlo sin éxito. Hacia mediados del siglo XIX, Charles Baudelaire redescubre la obra y crea un nuevo interés por su valor político y estético. Los descendientes de David la ofrecieron al Museo de Arte de Bruselas, ciudad en la que el pintor pasó sus últimos años, lejos de la convulsionada Francia.
Desde entonces varios pintores como Paul Baudry y Edvard Munch han pintado otras versiones sobre el tema, pero en esta se destaca a mademoiselle Corday como una heroína francesa, quien con esta muerte salvó miles de vidas a las que Marat hubiese condenado por su fervor jacobino.
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Esta nota también fue publicada en C5N