La muerte de Ringo Bonavena

Joe Conforte no conocía a Oscar “Ringo” Bonavena. Si alguna vez había oído hablar de él, lo había olvidado o, al menos, eso decía.

Lawren Traynor se lo presentó en el Mustang Ranch, donde iban a promover espectáculos de boxeo. Ringo y Joe simpatizaron desde el comienzo, a Joe le cayó bien este ítalo-argentino, grandote de zurda feroz, locuaz y dicharachero, al que llamaba Oscar.

A los pocos días de estar en Reno, Ringo peleó con Billy Joiner, un paquete, un perdedor nato. Había perdido con todos, era más difícil saber a quién le había ganado que averiguar cuántos lo habían noqueado. La pelea se realizó en un gigantesco salón de Ranch, donde seiscientas personas cenaban mientras dos enanos se mataban a piñas y un payaso oficiaba de juez. Ringo nunca había visto algo así. Otro hubiera mandado todo a la mierda y quizás él lo hubiera hecho en otro momento de su vida; pero no fue así, y Bonavena salió portando la bandera Argentina y trató de terminar la faena lo antes posible, pero Joiner se le escapaba, mientras el público le tiraba migas de pan y pedazos de torta. Ringo lo noqueó en el séptimo round y ganó por puntos en medio de una lluvia de panes y tortas.

La cosa tenía mucho de circo romano. Solo faltaban los leones, o mejor dicho, allí estaban…

Ringo no daba más de bronca. ¡A lo que había llegado por diez mil dólares mugrosos! Estaba séptimo en el ranking mundial, aún soñaba con enfrentarse a Alí por el título y se prestaba a estas payasadas por la guita…

Traynor le propuso repetir ese circo en Alburquerque. “Ni en pedo”, contestó Ringo sin dudarlo. El americano pudo no entender la expresión, pero, sin dudas, comprendió el gesto.

Días más tarde, Traynor fue a quejarse a Conforte porque Bonavena no se quería ir de Reno. “¿Acaso me querés robar a Oscar?”, preguntó. A lo que Joe contestó: ¿Yo? ¿Robártelo? ¡Te pagaría para que lo lleves!”. Conforte no estaba feliz con su presencia, pero Sally, la mujer de Conforte, no estaba dispuesta a que Ringo se fuese de su vida y se ofreció a comprar el contrato. Ringo recibió diez mil dólares por la transacción.

Ringo Bonavena
Joe Conforte

Sally estaba muy entusiasmada con el joven que ahora concentraba toda su atención en ella, sesentona, diabética y, para colmo, renga después de un estúpido accidente. Joe reconoció que nunca le prestaba atención a Sally, siempre comprometido con sus negocios, la construcción del nuevo Mustang y las otras chicas. Bonavena, en pocos días ocupó un lugar que Conforte había descuidado.

Su estadía llenó de felicidad los días de la postergada Sally, más cuando, en marzo, Joe se fue a Italia, dejándolos solos. A su vuelta encontró que ya convivían, y que Ringo le decía a todo el mundo que él era el nuevo dueño del Ranch. Para peor, Sally le daba dinero todos los días, y él la usaba para jugar en los casinos de Reno.

Ringo y Sally

A fin de evitar ser deportado por expiración de su visa, Sally arregló el casamiento de Ringo con Daisy, una chica muy atractiva a la que Conforte había llevado en uno de sus viajes. A ella le habían prometido seis mil dólares, pero el trámite no pudo completarse porque Ringo no estaba divorciado de Dorita.

Joe trató de organizar algunas peleas, Ringo sistemáticamente se negaba. 

A los ojos de Joe, el argentino no quería seguir boxeando, y Sally lo apoyaba en todo sentido. Oscar Bonavena era un estorbo, pero mientras contase con el apoyo de ella, poco se podía hacer. Después de todo… los bienes figuraban a su nombre.

Sally Burgess y Joe Conforte

El 25 de mayo inauguraron el nuevo Mustang Ranch, ¡no menos de diez mil invitados asistieron al evento! Setenta y cinco nuevas chicas venían a engrosar las huestes del nuevo prostíbulo, cuando históricamente no pasaron de cincuenta. Habían invertido muchos millones de dólares en este emprendimiento que se convertía en el prostíbulo legal más grande y lujoso del mundo.

Ese día, antes de la inauguración, Joe lo encontró a Ringo sobre su cama, fumando uno de sus cigarros. “Algún día yo te daré mis cigarros en lugar de que vos me des de los tuyos”, le dijo mientras se pavoneaba ante todo el mundo como el nuevo jefe del Ranch. Joe no estaba dispuesto a tolerar esa situación, y dio instrucciones a los guardaespaldas que estuvieron atentos a lo que pasaba. Ninguno le sacaban los ojos de encima a Ringo, especialmente Ross Brymer, quien había mantenido, hasta entonces, una buena relación con Bonavena, aunque ahora debía cuidar los intereses de su jefe Conforte.

Conforte en la tapa de la Rolling Stone en 1972

Pasada la medianoche y varios litros de alcohol, Brymer empezó a prepotear a Bonavena. Lo insultó y le dijo que era un bueno para nada. Ante una orden de Ringo para imponer orden, Brymer le respondió que el único que mandaba ahí era Joe Conforte.

Ringo se puso de pie y desafiante le dijo: “Yo soy el nuevo dueño del Mustang y vas a tener que tragarte tus palabras.” Brymer se abalanzó sobre Ringo y pretendió golpearlo, pero estaba tan borracho que se cayó.

Eso no podía seguir así y, al día siguiente, Conforte fue a hablar con Bonavena: “Oscar, el juego se terminó. Si aún te queda cerebro en esa cabeza, es mejor que me escuches. Te voy a pagar el pasaje de vuelta a Argentina. Mañana a la mañana te quiero en ese avión. Si no lo tomás, no te puedo garantizar qué puede pasarte”. Cerca estaba John Colletti con un arma.

“Okey, Joe, okey contestó Ringo—, pero no quiero ir de vuelta a la Argentina, quiero ir a Nueva York”. “Muy bien, no me importa donde vayas, siempre y cuando no vuelvas… Sé que te acostaste con mi esposa y también sé que estás haciendo mucho ruido diciendo que me vas a echar a patadas y que serás el nuevo jefe”.

Ringo negó haber dicho esto, pero acordó en que debía irse. Estando él presente, Joe llamó a la compañía aérea para comprar un pasaje en turista. “No, no alcanzó a decir—, quiero ir en primera clase”. Joe accedió y, además, le dio efectivo para su vuelta.

Conforte creyó que el tema había terminado allí, pero al día siguiente Sally lo llamó por teléfono: “¿Qué le dijiste a Bonavena? ¿Por qué lo amenazaste con un arma?”. Según Ringo, le habían apuntado un arma a la cabeza.

“¡Sally! ¿Este tipo aún está por acá? le preguntó Joe, incrédulo. Le dije que lo mejor que podía hacer era irse y nunca más volver”. “¿Qué derecho tienes para decir eso? preguntó Sally, furiosa. “El está acá y aún no conoces el final de la historia”. Sally cortó el teléfono y Joe quedó furioso.

Ringo y Sally

Esto era una declaración de guerra y la orden que impartió fue terminante: “No dejen entrar ni a Sally ni a Oscar al Ranch. No los quiero acá”. Dio instrucciones a los guardias de estar armados. Ross Brymer, por su cuenta, fue al tráiler de Ringo y quemó sus pertenencias. Joe declaró no haber dado la orden, pero tampoco lo reprimió a Brymer por el exceso.

Sally alojó a Ringo y a Morales, su guardaespaldas, en un hotel de Reno. Joe había ido demasiado lejos y ella comenzó a hablar de divorcio con su abogado, Stan Brown, además de reclamar dinero que necesitaba con urgencia. Joe le dio diez mil dólares y la promesa de tratar el tema cuando todos estuviesen con la cabeza más fría… Pero el ambiente se caldeó y el clima se puso espeso. Morales estaba nervioso: Ringo se estaba metiendo con mafiosos, no eran chicos malos de Parque Patricios, estos no se andaban con vueltas.

“Oscar, vamonos le rogó Morales, vos todavía podés terminar tu carrera con la gloria que te corresponde. Yo te acompaño donde quieras. Al país en el que encuentres un rival, pero acá no. Esto termina mal, Oscar…”

“¿Seguís con El Padrino? le contestó Ringo, furioso ¿No te das cuenta de que Joe hace tiempo que no nos dice nada?”. “Ya te lo dijo contestó Morales—, ya nos cerraron la puerta, ya no habla con vos, ya nada; solo estamos esperando que nos revienten”. “Ma’sí, cállate, querés”, le contestó Ringo.

Pocas horas después, Joe Conforte fue con Brymer y John Coletti a ver a Ringo al hotel donde se alojaba. Solo Joe habló: “Es la última advertencia, Oscar. No sos una persona grata. No te quiero ver más por aquí”.

Cuando partieron, Morales empezó a hacer las valijas. Oscar lo detuvo. 

¿Qué hacés?

Espero que esto te haya hecho decidirte, Oscar, nos tenemos que ir.

¿Vos sos loco? Estos son pura pinta, y yo no soy un pelotudo.

Sos un loco le dijo Morales con más miedo que furia. ¿No ves que por culpa de esa vieja y de ese maldito Mustang te van a matar?”.

Callate. Lo que pasa es que vos solo fuiste amigo en las buenas, pero ahora que viene mal el juego te abrís le contestó Bonavena.

Yo no me quiero abrir, yo sigo con vos; pero no en esta mierda donde nos liquidan y donde nada tiene que ver el boxeo.

Tenía razón mi madre agregó Ringo. En vez de amigos, criá chanchos.

Ringo, reaccioná. Vámonos.

Andate vos, gallina. Andate a la puta que te parió.

Morales se fue y nunca más se vieron.

Sally y Ringo fueron a San Francisco, donde él renovó los documentos e hicieron la denuncia por amenazas. El consulado argentino llamó al FBI. Mientras esperaban, se cruzaron a un bar frecuentado por Jimmy Frattiano. Al parecer Ringo entró a buscarlo y como no lo encontró (según el testimonio de los presentes, quienes desconocían a Bonavena), lo escucharon decir: “Estoy buscando a Frattiano, quiero que me consiga alguien para matar a Joe Conforte”.

Finalmente, Ringo y Sally volvieron a Reno y se hospedaron en el Sundowner Hotel. Esa misma noche Joe lo llamó a Brymer para que se quedase en el Mustang Ranch por miedo a que Bonavena hiciese alguna de las suyas. Conforte se encerró en su habitación, tomó un hipnótico y se fue a dormir con un arma y dos chicas después de tomarse una beber de vodka. Joe estaba asustado, tenía el presentimiento que Ringo podía volver y no sabía cómo podía reaccionar.

A las seis de la mañana Neva Tate, una de las mucamas, lo despertó llorando: “Bonavena está muerto”.

El cuerpo de Ringo Bonavena (marcado por la flecha) en la entrada del Mustang Ranch, en Las Vegas

De haberse quedado en el hotel de Reno, todo hubiese terminado con Ringo sentado en su casa, con Dora y los chicos viéndolo pelear a Alí por TV., y esta historia sería solo una anécdota contada por Bonavena a sus amigos como una bravuconada, con comentarios jocosos y pícaros sobre las señoras y señoritas que conoció en Nevada. Pero no fue así.

Oscar Bonavena podría haber vuelto a Buenos Aires, desandado esta historia que no habría pasado de un apriete, pero ese no era Ringo, no era “el” Ringo. Él no arrugaba. Él era el campeón que se levantaba aunque supiese que el próximo golpe lo dejaría en la lona. Él se había enfrentado a Frazier, a Clay…, él no le tenía miedo a Conforte.

No solo era cuestión de coraje, también lo perseguían los pensamientos religiosos. Más de una vez había dicho que iba a morir a la edad de Cristo. ¿Acaso él estaba buscando ese final? La impresión que deja esta disociación de pensamientos, esta ambivalencia de hablar de religión, de Jesús, de la familia, mientras vivía en un prostíbulo y lidiaba con mafiosos, habla de una alteración de la psiquis de Bonavena, ¿acaso estaba sufriendo las secuelas de los golpes que había recibido haciendo alarde de su coraje?

Durante las frecuentes conversaciones telefónicas que mantuvo con Dora a lo largo de esos días, se lo notaba preocupado. En el fondo, quería salir de esa red de intrigas. Para eso solo debía borrarse, desaparecer, hacerse el otario. “Casildo”, decían entonces en Buenos Aires haciendo alusión a la frase poco feliz del secretario general de la CGT, Casildo Herrera, ante la inminencia del golpe militar por el desgobierno de Isabel: “Yo me borro”, fue el escueto mensaje de despedida.

El boxeador junto a Dora Raffo, su esposa

A pesar de las advertencias, y de los miedos confesos, el 22 de mayo a las seis de la mañana, Ringo volvió al Mustang Ranch, después de haber ganado dos mil dólares en el Harra’s Casino. En el camino la llamó a Sally para decirle que estaba yendo a ver a Conforte. Ella intentó disuadirlo. “Esto es un suicidio”, le dijo por teléfono.

¿Era tan iluso o ya no le funcionaba bien la cabeza? Después de quince años de golpes, el cerebro no tiene todas las neuronas alineadas. ¿Por qué tenía en su bota la 38 de caño corto que Sally le había prestado? ¿Y por qué la tenía del lado derecho si Ringo era zurdo?

A esa hora, ese día, Ringo bajó de su coche, se dirigió a las puertas del Ranch y anunció a los gritos que iba a entrar. John Coletti, uno de los guardaespaldas de Conforte, le pidió que se retirara, pero él avanzó. Le advirtieron que Joe no lo iba a recibir, pero dijo que iba a entrar igual, que él y Coletti eran amigos, que no podía hacerle eso… Estaban hablando cuando, en ese instante, de la nada se escuchó un disparo, y Ringo se desplomó en el suelo. Brymer le había disparado con una Springfield 30.

¿Qué habrá pensado Ringo mientras se desangraba? ¿Habrá pensado en esa innecesaria compulsión a desafiar? ¿Habrá pensado que ese era el último round y lo acababan de noquear para siempre? ¿Habrá tenido tiempo para un rezo? ¿Habrá pensado en sus hijos, en Dora, en su vieja, en sus hermanos?

Quizás solo pensó que ya estaba muerto porque, como solía decir: “Todos estamos muertos”. La vida es solo tiempo de descuento.

Mientras Coletti gritaba: “¿Qué hiciste?”, la cocinera lloraba y las chicas gritaban. Brymer se sentó a desayunar. Enseguida le avisaron a Joe. Este tardó unos minutos en llegar a la puerta. Lentamente se acercó al cadáver. No había dudas, Ringo estaba muerto. Por unos minutos se quedó mirando al gigante caído, mientras la gente se acercaba al lugar y las mujeres sollozaban. Enfurecido, Joe se dio vuelta y gritó: “¿Qué? ¿Nunca han visto un cadáver?”

Sally se ocupó del traslado del cuerpo. Ella misma acercó el smoking de Ringo a la funeraria.

El cuerpo embalsamado de Bonavena llegó a Buenos Aires unos días más tarde. El Luna Park fue el lugar elegido para el velatorio. El mismo lugar que le habían negado en vida lo albergaba en la muerte. Todo parecía un mal chiste.

Carlos Monzón despidió sus restos en el velatorio masivo que tuvo lugar en el Luna.

Una multitud desfiló ante el boxeador muerto de forma tan trágica. El expresidente Lanusse se hizo presente junto a Edgardo Sajón, un miembro de su gabinete. Más de ciento cincuenta mil personas contemplaron, afligidas, el cadáver del gigante. Del Luna Park fue trasladado al cementerio de la Chacarita, acompañado por su público.

La bóveda de los Bonavena está cerca de la entrada principal del cementerio, allí se ve una foto de Ringo, siempre sonriente, y un banderín de su amado Huracán.

Cementerio de la Chacarita


El día después

Todos quieren ver en Bonavena y su trágico final una metáfora del país, la historia de un gigante que cae víctima de su propia vanidad y arrogancia. También lo quisieron ver en la muerte ridícula del Mono Gatica o en el violento epílogo de la vida de Carlos Monzón, o en el final azaroso de Galíndez.

De todos ellos, Ringo es el símbolo más acuciante, el bravucón corajudo que había puesto toda la carne al asador en el cuadrilátero, con algo de astucia criolla, una pizca de picardía porteña y un sentido del humor que lindaba con la insolencia. Un hombre con “muchas horas de vuelo” que despertó odios y amores, jamás indiferencia. Ringo era audaz y jocoso, generoso y, a su vez, un vivo que amasó una fortuna jugando al pibe simpático de barrio mientras calculaba sus ganancias a golpe de efecto publicitario.

En el fondo, como diría Mohamed Alí, Ringo se hacía el payaso, pero se cagaba de la risa de todo el mundo. Él montaba su espectáculo para los giles; y de Ringo se podrán decir muchas cosas, pero no era un gil; ningún gil.

A Bonavena le preocupaba cómo terminaban los boxeadores, con el cerebro exprimido por los golpes y la vida misma. ¿Acaso esta trágica función final del Mustang Ranch no fue el afloramiento de una demencia ganada a fuerza de un traumatismo encefálico? El Ringo que conoció Sally no era el mismo que hablaba con el león en su piso de la calle Libertador, o el que predicaba sobre política y psicoanálisis en los medios de Argentina o el que hablaba de Cristo a Dorita por teléfono mientras trataba de hacerse el regente de un prostíbulo en Nevada. La muerte de Oscar Ringo Bonavena en el ápice de su carrera, más su prestigio de guapo, bien ganado en el cuadrilátero, y las miles de anécdotas graciosas que se le atribuyen, le aseguraron un lugar en el imaginario popular.

¿Pensaba Ringo que podía esquivar su destino? ¿Por qué aceptó el contrato de un ilustre desconocido, ajeno al mundo del box, como lo era Joe Conforte?

La realidad nos llega de a pedacitos, la información fragmentada, y nos perdemos la trama del relato si no conocemos el día después, cuando la historia adquiere dimensiones abarcativas.     

 

Sally no le habló a Joe por varias semanas. Joe prefirió irse del Mustang Ranch y permitir que ella se instalase allí mientras él pasaba un tiempo en San Francisco y seguía la carrera del colombiano Bernardo Mercado, que aún era una figura prometedora del box.

De a poco Sally y Joe volvieron a relacionarse. Ella quería ir a Argentina para hablar con la familia de Ringo, de la que tanto había escuchado. Tenía, además, la intención de construir un mausoleo para albergar su cuerpo. Joe trató de disuadirla, le parecía todo una locura; pero ella insistió y, en septiembre de 1976, viajó a Buenos Aires junto a una expupila del Ranch llamada Loly, quien hablaba castellano fluidamente y también actuaba como su dama de compañía. La salud de Sally se había deteriorado.

Cuando llegó a Buenos Aires todos los periódicos cubrieron su permanencia en la ciudad, entonces dijo que Ringo “era un muchacho honesto, pero alocado”. Se entrevistó con los hermanos de Ringo y con Dora Raffa; nunca trascendió lo que hablaron en esa oportunidad.

El mausoleo en la Chacarita, donde reposan los restos, costó no menos de treinta mil dólares. Algunos afirman que la plata la puso Sally. Era su forma de demostrar el cariño que había sentido por Oscar.

La foto de Bonavena y Sally en la tapa de la Revista Gente tras el crimen

Sally y Joe acordaron reunirse en Río de Janeiro para reiniciar el vínculo comercial que los unió junto a los despojos de un afecto. Entonces ni se le ocurrió a Joe que pasaría los últimos años de su vida en la ciudad carioca. Allí conoció a un tal Alfredo de Sa, dueño de varios clubes nocturnos, un hombre de la noche de Río con el que trabó una fuerte amistad. Mientras tanto, Sally seguía hablando de “su” Oscar, pero, a pesar del dolor y el resentimiento, de a poco reconstruyó su relación con Joe.

La muerte de Ringo terminó en una batalla legal. Por un lado, los abogados de Conforte pretendían cobrar los tres mil dólares en llamadas telefónicas que Ringo había mantenido con Dora en las que hablaban de Dios y de los chicos. Los Bonavena, por su lado, iniciaron una demanda por daños y perjuicios. La esposa de Ringo comenzó el juicio, pero la compañía de seguros cubrió la mayor parte del reclamo. “¿Para qué ir a un juicio? Después de todo es el dueño de un burdel contra un ídolo nacional”, dijeron los de la aseguradora. En 1982, un juez de Nevada falló a favor de una indemnización de seiscientos mil dólares, de los cuales la tercera parte pertenecían a Dora.

Joe, Sally y Ringo en la portada de “New West” tras el crimen


El Federal Gran Jury gastó fortunas para inculpar a Joe por la muerte de Bonavena. Cientos de personas fueron a declarar, pero el testimonio de más peso fue el de John Colletti. Ringo lo había prepoteado para entrar a un lugar donde no era bienvenido, después de haber pasado la noche jugando y bebiendo. Tenía, al momento del deceso, 0.7 de alcohol en sangre, como demostró la autopsia. Colletti declaró que, antes de recibir el impacto mortal, Ringo se inclinó como si pretendiese sacar una pistola de su bota; la misma que Sally declaró haberle entregado un arma para defenderse de Joe.

Brymer afirmó que el suyo había sido un disparo de advertencia. La bala tenía una posibilidad en un millón de atravesar las barras que rodeaban al Ranch sin ser desviada.

Dos años y doscientos cincuenta mil dólares más tarde, Brymer recuperó su libertad y volvió a trabajar en el Mustang Ranch.

William Ross Brymer al ser apresado

A todas las mujeres que estuvieron esa noche les tomaron declaración. Los abogados de Joe les recomendaron que lo hiciesen bajo la Quinta Enmienda, que les permitía mantener silencio si creían que la pregunta podía incriminarlas. Cuando le tocó declarar a Daisy, la fallida esposa de Ringo, no pudo tolerar la presión y se fue sin decir una palabra a Hawái; allí la convirtieron en una testigo protegida.

Mientras el tema de la muerte de Oscar Ringo Bonavena se investigaba en Nevada, la dirección impositiva norteamericana comenzó a estudiar de cerca los ingresos del magnate de la prostitución. Hacía cuatro años había recibido una carta intimándolo a retener ganancias de la gente que trabajaba para él. El tema era complejo y se derivó a un estudio. Su abogado estaba llevando las discusiones, ya que el del Mustang Ranch era un caso excepcional en la legislación tributaria americana, pero ante la conmoción por la muerte de Bonavena, Joe decidió comenzar a pagar tal cual lo exigía el gobierno, bajo protesta, desde ya, pero pagando al fin.

LIBRO: RINGO & JOE: Dos vidas que se cruzaron

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