Posiblemente eso ocurra por un par de razones. La primera, esa tendencia natural a mantener la “inercia” de los relatos que hemos incorporado desde pequeños; esa especie de tradición oral familiar y cercana que no nos exige más que repetirla ante la generación siguiente. La segunda (y posiblemente la principal) es que en la gran mayoría de los casos no los hemos leído; los hemos escuchado, nos los han contado nuestros padres o familiares, las maestras del jardín de infantes. Creemos que los conocemos, pero lo que nos queda de ellos es la versión que nos han contado. Y la verdad es que no estamos al tanto del texto original escrito por sus autores, a quienes tampoco conocemos; a lo sumo habremos mirado por encima alguna versión de dudosa procedencia o lo habremos sobrevolado en algún compilado de cuentos infantiles.
Sin buscar agrietar historias tan instaladas en nuestra cultura popular, resulta bastante sorprendente comprobar que las versiones de los cuentos infantiles que nos han contado, que hemos contado a su vez y que todos vemos con simpatía son extractos “lavados” de historias siniestras, tétricas y perversas.
Como ejemplo, veamos algunos de los cuentos clásicos…
Blancanieves (escrita en 1812 por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm). Por empezar, el origen del nombre (que es explicado en el comienzo del cuento, pero que casi nadie menciona) elegido para la protagonista ya es “fuerte”: la reina (quien sería luego la madre de Blancanieves) se pincha un dedo y al ver las gotas de sangre sobre la nieve expresa su deseo: “cómo desearía tener una hija así, blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y de cabellos negros como el ébano”. Ok, reina, ahí va, se te cumplió el deseo. Pero ocurre que la reina muere en el parto. Uf. El rey se casa de nuevo y ahí aparece la madrastra perversa que necesita reforzar su autoestima sabiéndose la más bella, elogio que el aséptico espejo mágico un día le niega. Furiosa, ordena a un súbdito que lleve a la más bella (Blancanieves, quién si no) al bosque y la mate, pero el tipo resulta tan tiernito como desobediente y la deja en el bosque sin matarla. Ahí llega la parte de los enanitos, blablabla; la cuestión es que el espejo sigue diciéndole a la madrastra que no es la más bella, que Blancanieves sigue viva. La madrastra se disfraza, va al bosque, encuentra la casa de los enanitos donde vive Blancanieves, le da la manzana envenenada y envía a Blancanieves a un estado indefinido de letargo-muerte. Si nos atenemos a la realidad debería ser “muerte”, porque el espejo ahora le dice a la madrastra envidiosa que ella vuelve a ser la más bella (si uno confía en los espejos, claro está). Pero los enanitos la consideran dormida, parece, porque “la colocaron en una caja de cristal y la llevaron al bosque donde estuvieron velándola por mucho tiempo. Junto a ellos se unieron muchos animales del bosque que lloraban la pérdida de la muchacha”. Pasa un príncipe, se enamora a primera vista (de una mujer muerta-dormida en un féretro de cristal, eh), pide permiso a los enanitos para llevársela y cuidarla, y… “cuando los hombres del príncipe transportaban a Blancanieves tropezaron con una piedra y del golpe, salió disparado el bocado de manzana envenenada de la garganta de Blancanieves. En ese momento, Blancanieves abrió los ojos de nuevo”. Uau. El resto es el final feliz, claro.
Veamos los elementos reales que muestra el cuento. Uno, la envidia como elemento principal de la trama. Dos, la planificación de un crimen. Tres, Blancanieves entra sin permiso a una casa (la de los enanitos), les usa todo, les invade su (pequeño) espacio como una intrusa. Cuatro, una desobediencia y un engaño: el tipo que no cumple la orden, no mata a Blancanieves, mata a un animal inocente y lleva el corazón del animal a la malvada para encubrir su mentira. Cinco, un crimen consumado, por envenenamiento. Seis, los enanitos son como mínimo voyeuristas o fetichistas, poniendo a Blancanieves en una caja de cristal para que todos (sobre todo ellos) pudieran verla. Siete, un príncipe con sus patitos desalineados hace que sus súbditos carguen un cajón de cristal por el bosque transportando a una mujer que no conoce pero que le despierta sentimientos (¿deseo?). En fin. Si esta no es una historia perversa, díganme qué historia lo es.
Cenicienta (historia popular, se cree que originada en China, pero pasó por Egipto, Italia, etc, y fue sufriendo cambios a lo largo del tiempo; la versión que conocemos se le adjudica al escritor Charles Perrault, pero no es un cuento original suyo). “Érase una vez un hombre bueno que tuvo la desgracia de quedar viudo al poco tiempo de haberse casado. Años después conoció a una mujer muy mala y arrogante, pero que pese a eso logró enamorarle”. Uno se pregunta cómo lo habrá logrado siendo él tan bueno y ella tan mala, pero esas cosas pasan, ¿vio? En fin, otro viudo casamentero. Es lo que hay. La mujer tenía dos hijas tan malas como ella, y las tres esclavizaban a la hija del buen hombre. “La pobre se pasaba el día barriendo el suelo, fregando los cacharros y haciendo las camas, y por si esto no fuese poco, hasta cuando descansaba sobre las cenizas de la chimenea se burlaban de ella” (por eso la llaman Cenicienta, el nombre real nunca lo sabremos). Otra pregunta lógica sería por qué el padre de la desdichada joven permitía ese maltrato, pero bueh, se ve que el hombre estaba poco en casa.
Llega el día de la fiesta en palacio, Ceni llora en soledad porque no la dejan ir al baile y entonces aparece un hada madrina que le resuelve el problema en dos minutos: le instala una carroza por tiempo acotado y la deposita en el magno evento emperifollada a tope. Ceni, transformada por su hada madrina en un minón estilo “seductora ingenua”, se levanta al príncipe en un abrir y cerrar de ojos. Pero la tacañería del hechizo tiene un dead-line: la medianoche. Y Ceni, embalada con el príncipe, se deja llevar, se le pasa el tiempo y sale corriendo antes de que se termine el hechizo. Todos sabemos que bajar escaleras palaciegas coriendo con tacos es algo altamente peligroso, así que en realidad la sacó barata, apenas perdió un zapato. Desaparecida la misteriosa mujer seductora de la fiesta, el principito se queda con las ganas y empieza a rastrearla con la prueba de su existencia: el zapato. No sabemos (el cuento no lo menciona) qué pasó con el resto del atuendo de Ceni; se supone que si se evaporó con el fin del hechizo, lo mismo debería haber ocurrido con el zapatito olvidado, pero eso no ocurrió. En fin, necesidades de la literatura.
Traduzcamos esto a la verdad pura y dura. Uno: un hombre engañado por una mala mujer (hasta acá, nada nuevo). Dos: un padre desaprensivo al que le maltratan a su hija pero se hace el zonzo, o al menos nunca sale en su defensa. Tres: maldad pura de tres mujeres que ejercen una especie de “poder de manada” (ahora le llaman “bullying”) con una indefensa. Yendo más allá, reducción de una persona a una esclavitud lisa y llana. Cuatro: una entidad sobrenatural (hada) bastante perversa porque le brinda una felicidad parcial a Cenicienta, ya que a las doce de la noche la fiesta estaba en pleno apogeo y uno supone que la pícara hada no podía desconocer el horario habitual de las fiestas. Un caramelito que duró poco. Cinco: otro príncipe calentón que encima no se banca el desaire de la inesperada mujer que conoce en una fiesta. Cuento de hadas perverso si los hay. Pero final feliz, eso sí.
La bella durmiente (aparentemente escrita en 1697 como “La bella durmiente del bosque” por Charles Perrault). Otra vez un rey y una reina, otra vez se les complica para tener descendencia. En este caso, el problema se los resuelve… una rana. “Un día estaba la Reina bañándose en el río cuando una rana que oyó sus plegarias le dijo: ‘mi reina, muy pronto veréis cumplido vuestro deseo. En menos de un año daréis a luz a una niña’.” Al cabo de un año se cumple el pronóstico y nace una bella princesita. Y claro, hay que festejar, así que los recientes padres organizan una gran fiesta. Interesado en el futuro de su hijita, el rey decide invitar a la fiesta a las hadas del reino para que cada una de ellas le regale a su hija una virtud. Pero sucedió que las hadas del reino eran trece, y el rey tenía sólo doce platos de oro (se ve que era un rey, dentro de todo, pobretón), por lo que una de las hadas se quedó sin invitación: la conocida Maléfica (justo se les ocurrió no invitarla a ella, ay…). El rey no le da mayor importancia a este hecho, pero el hada no invitada (más bruja que hada, hay que decirlo) se ve que se ofendió, porque cuando aún faltaba que la última hada le diera su regalo a la niña (las demás ya le habían dado regalos tales como belleza, inocencia, riqueza y esas menudencias), aparece enojadísima en el fiestón y dice, muy suelta de cuerpo: “cuando la princesa cumpla quince años se pinchará con el huso de una rueca y morirá”. El impacto es estremecedor y nadie sabe qué decir o qué hacer ante semejante conjuro siniestro. Todavía quedaba un hada (de las invitadas) sin entregar su ofrenda, pero como no tenía poder suficiente para anular el encantamiento, hizo lo que pudo para aplacar la condena: “no morirá, sino que se quedará dormida durante cien años”. Se ve que tanto poder no tenía, de veras.
Después, lo de siempre: con la torpeza propia de los adolescentes, a los quince años la princesa se pincha el dedo y se queda dormida. Pero no sólo ella; poco a poco todos los habitantes del reino, animales incluidos, van sumergiéndose en un prolongado letargo. La vegetación del bosque que rodeaba el palacio creció, transformándose en un exhuberante conjunto de troncos espinosos y enmarañados que hacían imposible el acceso. Pero el tiempo pasó, y cuando estaban por cumplirse los cien años, un príncipe viajero se acerca de curioso nomás y logra atravesar el bosque (que ya era menos frondoso porque –dicen algunas versiones del cuento– la vegetación había retrocedido debido a que el plazo ya casi se cumplía), recorre el palacio hasta llegar al lecho en el que yace la bella durmiente (también llamada “la rosa silvestre” por su belleza) y la besa.
Y la princesa abre los ojos. Eso sí que es sincronicidad, ya que ahí se cumplen justo los cien años. Porque ojo, sí pasaron los cien años, eh. Así que no es que el amor del príncipe (que además ni la conocía) la despertó, simplemente se venció el plazo de garantía del hechizo. Poco a poco todos los durmientes también se fueron despertando y la felicidad volvió al reino; aparentemente ese estado de catalepsia generalizado impidió el envejecimiento, por lo cual todo volvió a ser como antes, así que aquí no ha pasado nada y final feliz.
¿Qué encontramos acá? Uno, desconsideración: no es para tomársela tan en serio, pero… si uno sabe que son trece las hadas, ¡invitá a las trece…!¿Qué te cuesta mandar a hacer otro plato de oro? ¡Sos el rey! Mala tuya, rey. Dos, falta de previsión, irresponsabilidad: rey, tendrías que fijarte a quién dejás afuera; dejaste justo a la peor. Tres: envidia, despecho; ¿no te invitaron? Bancátela, Maléfica, no sangres por la herida. Cuatro, mala organización en el festejo: no se entiende por qué dejaron para lo último al hada que tenía poco poder, lo más lógico hubiera sido que hubieran empezado por ella (el mejor regalo se da al final, ¿no?). Cinco, asesinato planeado (aunque no consumado): Maléfica directamente la hubiera matado, menos mal que apareció la última hada que, mal que mal, atenuó la cosa. Seis, desobediencia, imprudencia o torpeza, tres características de los adolescentes: la niña sabía desde que tenía uso de razón que de lo único que tenía que cuidarse era de pincharse con una rueca, y va y se pincha igual. Ay, estos chicos.
Caperucita roja (orígenes inciertos, algunos dicen que la historia viene de Asia, otros que el origen es un antiguo poema belga, lo cierto es que de nuevo el amigo Charles Perrault le dio forma en el siglo XVII a la versión que conocemos).
Caperucita es enviada por su mamá a llevarle una torta y víveres a su abuela que vive en el bosque y ha enfermado. Le avisa que tenga cuidado con el lobo. Caperucita (que ama a su abuela, que es quien le ha regalado su caperuza roja) se encuentra en su camino con el lobo, que la manda a la casa de la anciana por un camino más largo; mientras, él llega antes, se come a la abuela de un bocado como tentempié y espera a Caperucita. Ésta llega, confunde a su abuela con el lobo (o sea, o Caperucita era muy miope o se había mandado un par de hongos alucinógenos en el camino) y, luego de un diálogo siniestro, el lobo se la come también a ella como plato principal. Un cazador que ha visto llegar a Caperucita entra en escena, le abre el vientre al lobo (que dormía la siesta después de comerse a dos humanas) con su cuchillo, rescata a la abuela y a su nieta de las tripas, llena el vientre del lobo con piedras y lo vuelve a coser. “Cuando el lobo despertó de su siesta tenía mucha sed y al acercarse al río, ¡zas! se cayó dentro y se ahogó”. Sueño pesado el del lobo, sin duda.
Todo esto es crueldad y perversión pura de principio a fin. Uno, desprecio por los ancianos: no se deja a una anciana enferma sola en su casa en el bosque. Eso es abandono, hablando en claro. Dos, irresponsabilidad máxima con una hija: no se la manda sola al bosque con un lobo dando vueltas. O la madre trabajaba doble turno o la viejita era la suegra y Caperucita era hija de su marido pero no de ella (ninguna de esas cosas lo justificaría, pero como no son explicitadas en el cuento…). Tres: lobo perverso, no sólo quería comerse a Caperucita; quería hacerlo con una puesta en escena y disfrazado. Está claro que los lobos son animales carnívoros, pero si en el cuento lo hacés hablar y planear un crimen entonces ya es “uno de los nuestros” y debe ser considerado como tal. Cuatro, doble asesinato de abuela y nieta. Cinco: rescate, castigo y perversión; al cazador no le alcanzó con salvarle la vida a las víctimas del engaño del lobo. Podría haberlo dejado morir despanzurrado, pero prefirió regalarle una última agonía llenando su panza con piedras para que muriera ahogado.
Un cuento lleno de una perversión siniestra de principio a fin. Y si eso les parece perverso, esperen al siguiente…
Hänsel y Gretel (escrito por los hermanos Grimm en 1812). Así empieza este cuento infantil: “Había una vez un leñador y su esposa que vivían en el bosque en una humilde cabaña con sus dos hijos, Hänsel y Gretel. Eran muy pobres y su vida era miserable. Un día, viendo que ya no eran capaces de alimentarlos y que los niños pasaban mucha hambre, el matrimonio se sentó a la mesa y amargamente tuvo que tomar una decisión: ‘los dejaremos en el bosque con la esperanza de que alguien de buen corazón y mejor situación que nosotros pueda hacerse cargo de ellos’, dijo la madre”. Tremendo.
Más tremendo aún es el hecho de que los chicos escucharon esa conversación, así que sabían la que se les venía. Luego de un día de caminata por el bosque, durante la noche se quedaron dormidos y ese fue el momento aprovechado por sus padres para abandonarlos. Hänsel había ido dejando miguitas de pan por el camino para encontrar el camino de regreso (uno no sabe para qué querían volver a la casa de unos padres que claramente querían deshacerse de ellos), pero se las comieron las palomas (las palomas, se sabe, son lo peor que hay) así que se quedaron perdidos en el bosque. Caminan y caminan, y ya hambrientos (más de lo habitual) encuentran una casa cuyas paredes tienen azúcar y dulces; empiezan a comer y aparece la dueña, una bruja medio ciega que los invita a pasar. La bruja no tiene buenas intenciones, encierra a Hänsel para hacerlo engordar y comérselo pero éste le hace trampa a diario mostrándole un hueso de pollo a través de la rendija para que la bruja crea que está flaco aún y ganar algo de tiempo; total, está casi ciega y no se da cuenta. Gretel le inspira algo más de confianza a la bruja, que le pide que cocine pan en el horno; Gretel sospecha (y bien) que lo que quiere es cocinarla a ella, y en un descuido la que termina dentro del horno es la bruja. Gretel libera a su hermano y “los dos pequeños se abrazaron y lloraron de alegría al ver que habían salido vivos de aquella horrible situación. Estaban a punto de marcharse cuando se les ocurrió echar un vistazo por la casa de la bruja y ¡oh sorpresa!, encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas, así que se llenaron los bolsillos y se dispusieron a volver a casa”. O sea que no sólo salvaron el pellejo sino resolvieron el problema económico familiar.
Este es un cuento siniestro por donde se lo mire. Uno, el abandono de dos hijos es un hecho ya de por sí espantoso, agravado por el hecho de que ambos padres estuvieron de acuerdo en hacerlo (y ni siquiera les dieron provisiones para un par de días). Dos, canibalismo: la bruja quería comerse a los niños. Tres, engaño: Hänsel engaña a la vieja, aprovechándose de su discapacidad visual, haciéndole creer que aún estaba flaco (bueno, esto lo podemos aceptar como un recurso de supervivencia). Cuatro, asesinato: los niños cocinan a la bruja en el horno. Cinco, robo: le roban todas las joyas que la bruja tenía. Seis: encima volvieron a la casa de los padres… ¿Final feliz? Para los que le cuentan esta historia a sus niños, parece que sí.
Estos cuentos son una buena muestra, pero en una segunda parte veremos otros cuentos infantiles de similar calaña (“Pinocho”, “Juanito y las habichuelas mágicas”, “Ricitos de oro y los tres osos”, “Pulgarcito”, “El patito feo” y “El gato con botas”) y sus implicaciones reales; es decir, una vez más, lo que dicen sin decirlo…
PARTE II: https://historiahoy.com.ar/135702-los-cuentos-infantiles-la-perversion-disimulada-parte-ii/