La mañana del 14 de febrero de 1929, el día que las parejas se aprestaban a tener una cena romántica honrando al Santo que hasta la misma Iglesia católica sospecha que no existió, dos agentes de policía y dos civiles entraron al garaje ubicado en 2122 North Clark Street, cerca del Lincoln Park en Chicago. Minutos después de las 10 de la mañana se escuchó un estrépito de balas al descargar sus ametralladoras Thompson contra 7 miembros de la banda de “Bugs” Moran.
El crimen nunca fue resuelto, ni nadie condenado por la masacre, aunque era un secreto a voces que los autores, llamados “Egan’s Rats”, respondían a Al Capone. Era solo un capítulo más de la cruenta guerra entre pandillas que asolaba la ciudad de Chicago.
Desde 1924, esta ciudad había ganado el dudoso prestigio de ser una ciudad sin ley, dominada por la violencia. La reciente prohibición de venta e ingesta de bebidas alcohólicas conocida como “Ley Seca” había hecho florecer el negocio del contrabando de alcohol y la proliferación de bares ilícitos donde se lo vendía. A estos lugares se los conocía como speakeasies (algo así como “habla con facilidad”), bares clandestinos donde solo podían acceder algunos “habitués” para evitar las desagradables intervenciones de la policía.
La Ley Seca agregaba un nuevo y floreciente negocio a los ya existentes en manos de bandas delictivas: la prostitución y el juego clandestino. En pocos meses las ganancias de esas bandas en manos de irlandeses e italianos se disparó a niveles insospechados que justificaban los medios más violentos para adueñarse del negocio.
Algunos especialistas calculaban que, solo la zona de Chicago, se movían 60 millones de dólares de entonces (una cifra cercana a los 300 millones de hoy día). En solo 5 años llegó a los cien millones.
Durante la Ley Seca aumentó el número de muertes por encefalitis alcohólica y cirrosis, todo lo contrario a las intenciones iniciales de los abstencionistas, un fenómeno muy particular para tener en cuenta sobre las conductas humanas.
“La prohibición no ha traído más que problemas”, decía el mismo Capone.
“Cara Cortada” Capone era el sucesor de Johnny Torrio, el capomafia herido durante un intento de asesinato en 1924 en Brooklyn, Nueva York. El ambicioso Al se hizo cargo del negocio en un momento de bonanza y se dedicó a expandir su imperio a expensas del territorio de los irlandeses encabezado por “Bugs” Moran. Las bandas se trenzaban en tiroteos que dejaban docenas de víctimas. En ese fatídico 1929 murieron 64 personas en enfrentamientos mafiosos.
Moran puso precio a la cabeza de Capone, u$s50.000. El italoamericano (Alphonse Gabriel Capone había nacido en Nueva York) no podía tolerar esta afrenta (“No confundas mi amabilidad con debilidad… la debilidad no es lo que recordarás de mi”, solía advertirles a sus enemigos) y decidió darle a Moran su merecido el día de San Valentín. Según algunos informantes, Al Capone estaba al tanto que el mismo Moran habría de estar presente en el garaje de la calle North Clark Street y dispuso el operativo para la mañana del día de San Valentín. Llegó tarde por un problema de tránsito y por eso salvó su vida.
Los atacantes, vestidos de policía, dispararon más de mil balas contra los hombres de Moran, para cuando llegó la policía (la real, aunque algunas versiones decían que eran los mismos agentes del orden los que habían actuado tomando la justicia en sus manos) uno solo estaba vivo, pero con 15 balas en el cuerpo. Frank Gusenberg fue conducido al hospital más cercano donde trataron de salvarlo por todos los medios. Su declaración era clave para descubrir quienes habían sido los asesinos. En los pocos momentos que estuvo lúcido se negó a decir quiénes habían disparado.Un código de lealtad que muchos se llevan a la tumba.
Inmediatamente Moran hizo declaraciones apuntando a su enemigo. “Esta masacre tienela impronta de Capone”, a lo que éste, que estaba en Florida durante los asesinatos, acusó a Moran, señalando que esa forma de actuar era típica del irlandés.
La Matanza de San Valentín continúa siendo el mayor asesinato colectivo de la historia sin resolver, porque si bien todo señalaba a la banda de Capone, nunca se pudieron juntar las pruebas para incriminarlo ni por este, ni por los cientos de asesinatos que ordenó realizar para mantenerse en la cumbre del crimen organizado. “He sido acusado de todas las muertes excepto de las bajas de la Guerra Mundial”, se quejaba Al.
Esta masacre marcó el apogeo de su carrera. Capone se convirtió en el dueño indiscutido del hampa de Chicago, pero su poder incomodaba a las autoridades que lo empezaron a perseguirlo por todas las vías posibles. “Parece que soy responsable de cada crimen que ocurre en este país”, repetía una y otra vez a los medios entre los que repartía generosas remuneraciones para impedir que su nombre estuviese en todas las tapas de los periódicos.
En marzo del 29 fue apresado por no haberse presentado ante una citación judicial. Capone pagó la multa, pero en mayo fue condenado en Filadelfia por portación de armas. Permaneció siete meses en prisión y fue liberado “por buena conducta” (un eufemismo para señalar que sus abogados pagaron una buena cifra por su libertad). Mientras tanto el Departamento del Tesoro, bajo el auspicio de un contador y agente especial Frank Wilson (miembro del famoso grupo de tareas llamado “Los intocables”, liderados por Elliot Ness) juntaba las pruebas para arrestarlo por evasión impositiva.
Al fue condenado a 11 años de prisión que pasó primero en la cárcel de Atlanta y luego en la mítica prisión de Alcatraz.
Capone fue liberado en 1939 cuando la sífilis adquirida de joven cuando regenteaba un prostíbulo, había hecho estragos en su cerebro. “Solo soy un hombre de negocios dándole a la gente lo que quiere”, solía definirse a sí mismo Al Capone.
Murió en 1947, a los 48 años y fue sepultado en Mount Carmel, Illinois. Su epitafio solo dice su nombre, año de nacimiento y muerte y un lacónico “Jesús ten piedad”.
Esta nota fue publicada originalmente en C5N