El origen del matrimonio

La idea de matrimonio legal fue concebida, en primer lugar, por los antiguos egipcios. Ellos ya habían establecido la prohibición del incesto (aunque los faraones no siempre la respetaban) y hasta admitían la posibilidad del divorcio. A diferencia de otras civilizaciones antiguas, entre los egipcios se consideraba que una pareja debía conocerse un tiempo antes de casarse y, al decidirlo, se firmaba un acuerdo en el cual se establecían los derechos y obligaciones de los esposos.

Los egipcios consideraban a los dos miembros de la pareja igualmente relevantes, lo que tiene mucho parecido con las uniones de pareja actuales. La mayor parte de las sociedades de Oriente Medio, en cambio, no consideraban a la mujer como un adulto jurídicamente hablando, sino que eran dependientes de sus padres y luego de sus esposos. Posteriormente, los griegos también sostendrían una versión no igualitaria entre los dos sexos, considerando la obligación de la mujer de obedecer y servir a su marido.

En la mayoría de las civilizaciones antiguas, el matrimonio era simplemente un contrato privado entre el padre o tutor de la mujer y un varón. Éste podía rechazar y dar por finalizado el contrato cuando se le antojase y de forma unilateral; las mujeres no tenían ni voz ni voto.

Dependiendo de la cultura y la religión, el matrimonio podía ser monogámico (una sola mujer y un solo hombre) o poligámico (varias mujeres para un solo hombre), como en la tradición oriental. Luego fue asimilado por la naciente cultura cristiana, en la cual el matrimonio se convirtió en un vínculo sagrado celebrado ante Dios y conforme a ciertos ritos provenientes del Antiguo Testamento, es decir, de la religión judía.

La Biblia ofrece la versión clásica que conocemos: “Dios creó al hombre a su imagen, hombre y mujer los creó. Dios los bendijo y les dijo: ‘Sean fecundos y prolíficos, llenen la tierra y domínenla…’ “.

En el judaísmo, el matrimonio como unión estable de pareja existe desde los tiempos de la Torah. Sin embargo, en un principio tenía formas diversas, aceptándose incluso la poligamia, común entre reyes y patriarcas (por ejemplo, Jacob estaba casado con dos hermanas, Leah y Rajel, y Abraham convivía con Sara y Agar). Pero en el Nuevo Testamento, Jesús rechaza la poligamia y repudia el divorcio; en Marcos 10, 11-12, dice: “El que se divorcia de su esposa y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; y si la mujer deja a su esposo y se casa con otro, también comete adulterio”.

La ceremonia de casamiento judía se celebraba en dos etapas. La primera parte, el erusin, consistía en el momento en el cual el novio consagraba, con un anillo, a su esposa. Sin embargo, a pesar de estar casados legalmente, luego de esto la pareja vivía un año más en la casa de sus padres. Luego se celebraba el nissuin, se firmaba la ketuvá (acta matrimonial) y la pareja ahora sí habitaba su nuevo hogar.

Con el tiempo, el matrimonio fue tomando diferentes connotaciones según se tratara de las clases nobles o las plebeyas. En las primeras, el matrimonio celebraba y formalizaba la unión de sus reyes y nobles, lo que se traducía a menudo en cambios de dinastía, uniones estratégicas o cambios en la sucesión del poder político, según fuera el caso. Los plebeyos, en cambio, no celebraban ningún matrimonio, ya que el mismo no era necesario para tener relaciones sexuales o para concebir hijos. En todo caso, quienes desearan afirmar una relación formalmente podían hacerlo según ceremonias muy simples.

En las eras antiguas era frecuente que las uniones involucraran el intercambio económico: quien recibía una esposa también recibía el control de una dote perteneciente a la mujer, que podía estar compuesta por animales, propiedades o un terreno para iniciar una familia productiva y sostenerla.

Pero el matrimonio tal y como lo entendemos hoy en Occidente nació en la Antigua Roma. La palabra matrimonio proviene del latín “matrimonium”, que deriva de la unión de los vocablos “mater” (madre) y “monia”, un término que se usaba para referirse a situaciones ceremoniales o legales. El término “matrimonio” se empleaba en la antigua Roma para referirse al derecho de una mujer a ser reconocida como la madre legítima de los hijos de un varón, lo cual le confería el estado de “casada” (es decir, no disponible) y el derecho a heredar los bienes que dejara su marido al fallece: el patrimonio, que proviene de “patrimonium”, y tiene una estructura similar: “pater” (padre) y “monia” (o sea, la herencia y cuestiones legales que el padre deja al morir).

Los romanos tenían varias costumbres diferentes en el arte de acercarse a las mujeres. Hacían fiestas improvisadas de “encuentro” con mujeres, en las que se invitaba a vecinos, conocidos, no tan conocidos y a sus hijas, y luego de conocerlas… se las llevaban. Esta especie de “rapto consentido” fue después practicado en otras culturas muy diferentes, como por ejemplo la gitana. Otra opción matrimonial era el “coemptio” (compra recíproca), en la que ambos miembros de la pareja simulan “comprarse” mutuamente con regalos. Esta costumbre era usada por las clases bajas, que no tenían muchas posesiones sino que lo único que tenían era el uno al otro. En este caso, se casaban por amor y no por imposición paterna.

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Paquio Próculo y su esposa. Acuarela de Pompeya del siglo I. Actualmente se exhibe en el Museo de Capodimonte, Nápoles.

Paquio Próculo y su esposa. Acuarela de Pompeya del siglo I. Actualmente se exhibe en el Museo de Capodimonte, Nápoles.

 

Otra forma era la “confrarreatio”, que se daba entre las familias ricas. Es la primera forma de unión de derecho privado y, ya en tiempos en los que el Imperio Romano había adoptado la religión cristiana, también tenía carácter religioso, ya que era avalada y santificada por las autoridades eclesiásticas. Esto sería el equivalente al matrimonio civil y religioso de hoy en día. En este caso los arreglos entre los miembros de la pareja recaían en los padres, que veían conveniente unir a sus hijos (se amaran o no), quienes debían obedecer los mandatos paternos.

Cuando se derrumba el Imperio Romano, la Iglesia Católica Medieval toma las riendas de la ética y moral en Occidente. El matrimonio pasa a ser concebido como una unión de iguales ante Dios, se impone la monogamia formal (aunque las mancebas, amantes, cortesanas, etc, no dejaron de estar a la orden del día) y se prohíbe la consanguineidad, aunque las familias reales seguían practicándola. La Iglesia declara al matrimonio como indisoluble: el clásico “que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. El divorcio queda prohibido, a tal punto que Enrique VIII tuvo que separarse de la religión católica y crear una nueva para poder hacer su voluntad y volver a casarse, lo que terminó haciendo seis veces.

Gracias a la separación de Estado y religión ocurrida en Occidente desde finales del Medioevo, el matrimonio se fue convirtiendo más en una figura legal que en un nexo religioso indisoluble. Así surgió el matrimonio civil, que permitía casarse a personas de religiones distintas o impedidas por ley eclesiástica. También fue posible el divorcio, que permitía la interrupción del matrimonio, aunque la Iglesia tardó en reconocerlo, pues sus votos matrimoniales son “hasta que la muerte los separe”.

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